Cuando Jaime Thierry encontró a Josefina, dos días después del desafío, le habló ella con gran animación y viveza. Estaba enterada del duelo y del papel brillante hecho por su galanteador.
Su decisión de no retroceder se comentaba por todas partes.
Josefina había oído decir: «Thierry no sabe nada de esgrima: pero ha dicho en el duelo: Si me clava él, yo le clavo.» Esto parecía muy cómico.
Respecto a la acusación que había motivado la riña y después el desafío, la muchacha, o no se daba cuenta clara o no le importaba gran cosa.
La admiración de Josefina por Thierry pareció comunicarse a sus amistades. Josefina tenía amigas muy entonadas y elegantes entre la aristocracia. Todas querían reunirse con ella; la consideraban muy inteligente y graciosa.
Una de sus más fieles era Bebel, una muchacha de las primeras familias del reino. Thierry y los de su tertulia la llamaban la Chinita.
La Chinita, pequeña de cuerpo, de cara redonda y expresiva, de ojos negros un poco torcidos, tenía cierto aire de japonesa.
Un día que se hallaba sentada cerca de Thierry se le cayó el pañuelo y él se lo recogió. El pañuelo era viejo y lleno de zurcidos. La ilustre familia a la que pertenecía Bebel no debía de andar muy bien de dinero.
El periodista Aguilera, atrevido y burlón, al pasar junto a ella le decía:
—¡Chinita, cuando me mira usted me golpea el corazón como un martillo!
Ella se reía.
Otra de las amigas de Josefina, compañera de estudios, era Niní de Launay. Niní, rubia, con la nariz respingona, los ojos claros, la cara de expresión picaresca, tenía una voz armoniosa de soprano. Niní parecía una damisela sonrosada del siglo XVIII. Llevaba constantemente trajes vaporosos azules o de color de rosa. Josefina la llamaba en broma Niní Papillón.
Niní era hija de un francés; su padre y su madre estaban separados. El padre vivía en Francia con otra mujer y la madre no quería salir de Madrid, donde tenía sus negocios, sus amistades y sus trapisondas.
Josefina y Niní habían estado juntas en un colegio del Sagrado Corazón de una capital francesa del Norte. Niní terminó sus cursos oficiales y consiguió un certificado que le podía servir en Francia para ser institutriz o maestra.
Niní no olvidaba sus libros, sabía muchas cosas, leía y tocaba muy bien el piano.
En casa de madame de Launay debía de haber con frecuencia dificultades económicas grandes. La madre era intrigante y, al parecer, tramposa. Las deudas, las cuentas, los enredos, el dar largas a los acreedores, todo esto ofendía profundamente a Niní.
Algunas veces ésta hablaba de marcharse a Francia y de utilizar sus certificados académicos dando clases para ayudar a su madre; pero ésta se oponía rotundamente y prefería vivir en Madrid intrigando, trampeando y golfeando. La madre de Niní era de familia aristocrática española arruinada.
Josefina aconsejaba a Niní que trabajase, y hablaban a veces las dos de la emancipación de la mujer; pero a Niní esto le interesaba únicamente como un último recurso de que echar mano en una situación desesperada.
Prefería casarse con un hombre rico y poder vivir con comodidad. Se consideraba con derecho a la vida fácil y lujosa.
La señora de Launay se ocupaba poco de su hija; en cambio, ésta tenía gran entusiasmo por su madre, que se conservaba joven, guapa y de cuerpo airoso. Cuando iban juntas parecían hermanas. A madame de Launay no le gustaba presentar a Niní como hija suya a sus amistades recientes. Todavía se consideraba en edad de hacer conquistas.
Niní y Josefina solían ir con frecuencia acompañadas de una vieja institutriz irlandesa, amiga antigua de la familia de Cuéllar, miss O’Brien.
Esta buena vieja, muy religiosa y muy cándida, les hablaba de los crímenes terribles de las sociedades secretas de Irlanda, sobre todo de los francmasones. La pobre señora suponía en todo el mundo una inclinación decidida por el alcohol y hablaba de las personas que tenían la desgracia de perder la fe o de dedicarse a la bebida.
Niní de Launay le asustaba con sus ideas. La consideraba como una mujer audaz y librepensadora.
—Miss de Launay —decía en serio— no le tiene miedo ni a Dios ni al diablo.
Con miss O’Brien paseaban Josefina y Niní las tardes de invierno en la Castellana, unas veces por la acera de la derecha, otras por la de la izquierda, según fuera una u otra en la época, la más elegante. Al anochecer volvían por la carrera de San Jerónimo, saludando a los conocidos. Algunas veces entraban en la pastelería del Café Suizo a merendar o a tomar un helado.
Thierry conoció a las amigas de Josefina.
Con Niní de Launay hablaba en francés de los escritores y poetas modernos. Ella coqueteaba con él y recitaba las poesías de Paul Verlaine, en puro acento parisiense, Les sanglots longs, Écoutez la chanson bien douce, o Il pleure dans mon coeur. Estas canciones en boca de Niní, con su voz tan bonita, eran algo encantador.
Otra de las amigas de Josefina, Lupe Vargas, era una chica con ojos grandes, labios rojos, muy amable y sonriente.
Don Paco le contó la historia de la familia de esta muchacha. En Cádiz, en 1831, había varios militares y paisanos dispuestos a sublevarse a favor de la Constitución de 1812. Los oficiales, los sargentos y los jefes estaban comprometidos y, según parece, también lo estaba el brigadier don Antonio del Hierro. En esto la policía avisa a Hierro que sabe los manejos de los militares; el brigadier se arrepiente y quiere deshacer la conspiración, y entonces un oficial, que luego llegó a general, llamado Felipe Rivero, criollo, del Perú, prepara una emboscada contra el brigadier Del Hierro, y a la mañana siguiente, cuando el jefe iba con dos ayudantes a la calle de la Verónica, donde estaba la junta revolucionaria, quizá para prender a sus miembros, se le presentan varios hombres embozados que le piden cuentas de su conducta. Se arma una trifulca, se disparan tiros y caen muertos el brigadier y un zapatero de la vecindad y queda herido uno de los ayudantes. Se extiende la alarma en el pueblo. Los gaditanos se encierran en sus casas, dejando las calles libres a los conspiradores; la mujer de don Antonio del Hierro se presenta a la justicia, quiere denunciar a los oficiales que estaban en la conspiración, y un sargento comprometido se escapa con la doncella del brigadier, con la caja del regimiento y con un maletín de papeles comprometedores.
El sargento se embarca, va a Inglaterra, luego a París y se hace uno de los primeros empresarios de teatro de la capital francesa. Entra en el gran mundo y conoce a todas las celebridades europeas. Vive como un pachá. Años después, fuera que sus asuntos marchasen mal o por otra causa, acepta una combinación de juego que le propone el célebre jugador García. Las partidas se celebraban en casa de una dama florentina entonces a la moda; se jugaba entre gente elegante, aristócratas y banqueros al treinta y cuarenta y al bacarrá. Una noche que el empresario y García habían tenido una suerte fabulosa los puntos aristocráticos sospecharon. A petición de algunos se cerraron las puertas de la sala donde se jugaba, se registró a todos y se encontró que García había escondido las cartas de la casa en los sobacos y que jugaba con otras parecidas preparadas y marcadas por él. La hija del empresario se casó con un aristócrata y del matrimonio nació esa niña.
—¿Y ella no sabrá nada de todo eso? —preguntó Thierry.
—Seguramente, nada.