XXVIII

Los periódicos de la noche, entre largas informaciones acerca de la muerte del presidente, daban la noticia del desafío en un suelto a la manera ritual de la época:

«Esta mañana, examinando, en unión de varios amigos, unas espadas en una finca próxima, don Máximo Peña Montalvo y don Jaime Thierry, el primero tuvo la desgracia de quedar herido en la mejilla y el segundo en el antebrazo y en la frente».

A renglón seguido decía:

«Ha quedado zanjada una cuestión personal entre el distinguido sportsman don Máximo Peña Montalvo y el joven y notable escritor don Jaime Thierry».

Éste, después de andar por cafés y redacciones, marchó a su casa a la hora de cenar y tuvo un desmayo. La Silvestra se alarmó y comenzó a chillar. Después se presentó Beltrán, que estaba charlando con el señor Benigno el cochero, que sin duda le había contado lo visto por él.

En casa se alborotaron todos, hasta los chicos, con la noticia del duelo del señorito. Thierry contó cómo se había efectuado el desafío. Habló de la herida de Peña Montalvo y pensó si podría interesarle el cerebro.

—¡Ca! —dijo con seriedad Beltrán—. No le puede hacer nada en los sesos.

—¿Por qué?

—Porque es indudable que si tuviera sesos no andaría metido en esos trotes.

Todos se echaron a reír. Después la Silvestra dijo que los aristócratas eran unos canallas, unos cornudos, y ellas unas zorronas, que había que desnudarlas y azotarlas en medio de la calle.

La Silvestra quiso convencer a Jaime de que se acostara, y lo consiguió. Thierry se acostó y tomó una taza de tila con azahar, pero no pudo estarse quieto ni parar un momento con su inquietud y su nerviosidad.

De pronto saltó de la cama y fue a mirarse al espejo con atención. Estaba pálido, amarillento, como un desenterrado. Echó la llave a la puerta y se puso un poco de rojo en las mejillas. Luego se vistió, tomó un coche, y para las once estaba en los jardines con aire de triunfador.

Tuvo éxito; la tertulia de don Paco le recibió con palmas, y muchas señoras y señoritas le señalaron disimuladamente al verle pasar.

El marqués de Quiñones y Pepito Velarde se le acercaron a felicitarle. También le felicitó con entusiasmo Alfredo Mendoza, Alfredísimo.

Se comentaba la prueba de energía que había dado Thierry al no retroceder ante el arma de un espadachín consumado, y esto hacía mucha gracia a todo el mundo; se exageraba su torpeza, se le añadían nuevos detalles y se daba como un alarde de humorismo y de valor.

—Ha quedado usted muy bien —le dijo don Paco—. Ahora, si quiere usted seguir mi consejo, lo que debe usted hacer es marcharse un mes o dos de veraneo fuera de Madrid. No dirá usted que mi consejo es interesado, porque le tengo por un buen amigo y preferiría que se quedara usted aquí.

—¡Muchas gracias!

—Lo digo porque luchar con esa gente rica no es conveniente. Tienen amistades en los casinos y círculos y si se empeñan lo desacreditarán a usted.

—A mí, ¡ca! Mire usted, don Paco; yo no tengo más que dos ideales: uno, el primero, el de ser escritor; el otro me lo callo porque interviene en él una mujer. Para ser escritor, lo principal es serlo. ¿A mí qué me importa que me acusen de ladrón, de estafador o de invertido?

—¡Ah! Si no le importa a usted…

—Nada. Esos especialistas del honor y sus opiniones me producen risa… Podría marcharme, porque tengo dinero suficiente, por ahora al menos, pero hay una chica de por medio y no me voy.

Después se habló de la muerte del presidente y de la ejecución próxima del anarquista su matador. Todo el mundo abominaba de éste, considerándolo como una fiera rabiosa a quien había que exterminar y someter al tormento.

Jaime lo defendió con entusiasmo; para él era un romántico, un idealista, y pasaría a la Historia en calidad de héroe.

Nadie le tomó en serio.

—Todo esto lo dice por singularizarse —afirmaron varios.

—Es que está excitado y nervioso —añadieron otros.

Después se discutió acerca del presidente muerto. La mayoría lo consideraba como un genio político y como gran historiador y escritor. Thierry dijo que como político le parecía perjudicial y como literato e historiador muy malo y de última fila.

La tertulia tomó sus palabras por pura extravagancia.

Thierry tuvo unos días de éxito. Estaba a la moda en los jardines del Buen Retiro; la gente le señalaba y volvía la cabeza para verlo, y las muchachas tenían al pasar cerca de él una amable sonrisa o, por lo menos, una mirada de curiosidad.