XXVII

Al día siguiente, por la mañana, a las doce, dormía aún Thierry cuando se presentaron a la puerta de su hotel, en un coche particular, dos señores muy serios y entonados: el conde de Aracena y el marqués de Villacarrillo. El conde de Aracena, como siempre, estaba hecho un dandy, impecable; el marqués de Villacarrillo tenía un aire más vulgar y menos atildado.

Llamaron, salió a abrirles la Silvestra y le preguntaron por Thierry. Ella, sospechando algo, no les quiso dejar entrar en casa ni pasar del jardín.

La Silvestra avisó a Beltrán, que vino con su delantal y su blusa de su taller, y discutieron con los señores. El farolero y su mujer dijeron que si no les indicaban de antemano el motivo de su visita no avisarían al señorito.

Los aristócratas pensaron si aquello sería maniobra de Thierry para no desafiarse y levantaron la voz.

La Silvestra y Beltrán estaban a punto de pasar de las razones a los insultos y a decir a los aristócratas la opinión que tenían de ellos y de sus mujeres.

A las voces Jaime se despertó, se asomó medio desnudo al ventanal y llamó:

—Silvestra. Deja pasar a esos señores.

Entraron el conde y el marqués en la alcoba y presentaron a Jaime una carta de desafío. Era de Peña Montalvo. Thierry la leyó atentamente, estremecido de cólera, y dijo:

—Está bien. No hay explicaciones que dar.

—Ninguna.

—¿Adónde quieren ustedes que vayan mis padrinos?

—Pueden ir al Casino de Madrid.

—Allí irán. Ahora tengo que advertirles que puede suceder que yo, como forastero, no encuentre rápidamente mis testigos, pero esto no querrá decir que yo no quiera batirme. Me batiré con testigos o sin ellos con ese miserable idiota.

—¡Caballero! —exclamó Aracena—. Esos insultos…

—Se los repetiré a él personalmente… Respecto al tiempo que yo pueda tardar en encontrar padrinos…

—Nosotros esperaremos el tiempo que sea necesario —dijo el marqués de Villacarrillo con aire conciliador.

Los dos aristócratas saludaron inclinándose y se marcharon, probablemente sorprendidos de aquella casa y de aquella manera de vivir, pues salieron mirándolo todo con curiosidad.

—¡Qué tíos! —exclamó la Silvestra—. Si hubiera sido por mí, con la escoba los echo a los dos a la calle.

Thierry se vistió y fue a alquilar el coche del señor Benigno.

—Hoy le tomo a usted por horas.

—Bueno, señorito; está bien.

Thierry marchó a buscar a Emilio Aguilera. Quería nombrar padrino a algún militar para dar al duelo un aire grave. Aguilera y él fueron a visitar a un oficial a quien conocían y al comandante Lagunilla. El oficial, que jugaba con un hijo suyo con unos muñecos, dijo que no le gustaba la comisión. Lagunilla se negó a ser padrino del duelo.

Thierry recurrió a buscar en el Casino de Madrid a don Paco Lecea, y éste y el doctor Guevara aceptaron el apadrinarlo.

Luego supo Jaime que Peña Montalvo pensó en no batirse con él y en conseguir que le descalificase un tribunal de honor; pero esto, si no miedo, podía parecerlo, y después de aquella bofetada tan estrepitosa y tan sonora el sportsman no habría quedado muy bien. Thierry sentía una cólera furiosa contra Peña Montalvo y estaba deseando darle una lección.

Se reunieron los padrinos, se discutieron las condiciones y se concertaron unas relativamente graves. El duelo se verificaría a espada francesa a punta, a filo y a contrafilo, hasta que uno de los contrincantes quedara fuera de combate.

Don Paco Lecea estaba en sus glorias. La bofetada de Thierry le pareció oportunísima y muy en su lugar; en cambio, al doctor Guevara no le gustaba el asunto; pensaba que podía acabar de una manera desastrosa para su apadrinado.

Se nombró juez de campo a un señor especialista teórico en aquellos lances y que no se había batido nunca.

Al día siguiente Thierry, en el coche del señor Benigno, fue a buscar a sus amigos y se dirigieron a una finca próxima a la plaza de toros.

—¿Espero? —dijo el señor Benigno.

—Sí.

El señor Benigno hizo una mueca. Había comprendido de qué se trataba.

A la entrada de la finca estaban ya los contrincantes. Pasaron todos a un patio enlosado.

Se cumplieron los trámites de costumbre de medir las armas se hicieron las ceremonias propias del caso. Luego los duelistas se quitaron las chaquetas y el chaleco, quedándose en mangas de camisa y con los brazos descubiertos dispuestos para comenzar la pelea. Se notó el contraste entre el brazo musculoso y rojizo de Peña Montalvo y el nervioso, blanco y azulado de Thierry; entre el pecho ancho y peludo del uno y el estrecho y hundido del otro.

—¡Mal pronóstico! —masculló el doctor Guevara.

Se colocó cada uno en su lugar y el juez de campo, un tanto nervioso, a un lado, con una espada en la diestra para intervenir y evitar un ataque poco reglamentario. Lo mismo la cara inyectada de Peña Montalvo que la pálida de Thierry no indicaban buenas intenciones.

Un momento después el juez de campo, levantando la espada, dijo:

—¡Señores! ¡Adelante y con valor!

Los enemigos se mostraron en el primer asalto como esgrimidores hábiles y de gran decisión. Peña Montalvo era en general sereno y manejaba la espada francesa muy bien, pero estaba colérico y quería humillar al contrario. Thierry había dominado sus nervios y resistía las acometidas de su contrario, a fuerza de cólera, sin retroceder, exponiéndose a ser herido. Estaba dispuesto a no retroceder de ninguna manera. Peña Montalvo tuvo que saltar hacia atrás varias veces para no ensartarse los dos. El sportsman hirió varias veces en el antebrazo derecho a Jaime.

—No es nada —decía el herido con voz sorda—; es un puntazo insignificante.

El juez de campo intervino varias veces con oficiosidad, con intención de dar por terminado el lance; pero como Thierry no se daba por vencido continuaba el duelo. Peña Montalvo comenzó a sentirse un tanto intimidado al comprender la resolución colérica de Thierry de morir o matar. Se veía que éste no iba a lucirse, sino a vengarse.

Al último, en un cuerpo a cuerpo violento, Thierry hirió la mejilla al contrario, le cortó la nariz, le dejó la cara llena de sangre y estuvo a punto de saltarle un ojo. La espada de Peña Montalvo hizo un rasguño ligero en la frente de Thierry.

Con ello terminó el duelo.

La intervención del juez de campo no fue bastante rápida para evitar aquella última acometida desesperada, furiosa y poco académica.

No hubo el menor intento en los adversarios de reconciliarse.

Peña Montalvo y sus dos testigos se retiraron para que curara un médico al herido. Jaime, excitado y trastornado, se vistió de prisa, tembloroso, y con don Paco y el doctor Guevara salió de la finca.

Al verle el señor Benigno desde el pescante del coche tuvo una expresión de alegría.

—¿Eso ha salido bien? —dijo.

—Sí, bien.

—Vaya, me alegro, señorito; que sea enhorabuena.

—Ha quedado como un valiente —dijo don Paco.

—Ya me lo figuraba yo —contestó el cochero.

—Vamos a una botica a que le desinfecten las heridas por si acaso —añadió Guevara, haciendo como que no oía lo dicho por don Paco, pues la palabra valiente le molestaba.

Entraron en una farmacia de la calle de Alcalá. Guevara pidió tintura de yodo y un trozo de tafetán. El farmacéutico dio lo que le pidieron, pero no quiso intervenir en la cura. El doctor puso el yodo en las heridas del brazo de Thierry y el tafetán en la frente.

Volvieron a subir en el coche.

—Creo que tiene usted fiebre —dijo Guevara—; lo mejor que puede usted hacer es ir a su casa, acostarse y descansar.

—No; no podría descansar.

Jaime no quería retirarse y marchó con don Paco al Casino de Madrid, donde despidió y pagó al señor Benigno el cochero.

De allí fueron a un restaurante de la calle del Príncipe. Jaime no tenía ganas de comer y no hizo más que beber abundantemente.