Dos días después de recibir la carta de Peña Montalvo y de pasar la mañana lleno de inquietud, al terminar la cena le vino la decisión de acabar con aquel asunto, de liquidarlo de cualquier manera. Bebió unas copas de coñac, se vistió, tomó un coche y se presentó en los jardines dispuesto a todo.
Había una noticia sensacional. Acababan de matar al presidente del Consejo de Ministros en un balneario del Norte. Los periódicos de la noche venían dedicados a dar noticias del suceso. La Correspondencia de España traía todos los detalles del atentado, cometido, al parecer, por un periodista italiano. La gente comentaba el crimen con apasionamiento, pero no parecía sentir mucho la muerte del ilustre estadista.
Se comentaba también el aire de un político a quien se consideraba sucesor del presidente muerto. Aquella noche el político se paseaba por los jardines más jovial que de ordinario. Iba el hombre con algunos amigos muy sonriente y empaquetado, con sus barbas repeinadas, mirando a las señoras a través de sus anteojos.
Se le tenía por maquiavélico y florentino, y por su aspecto parecía alegrarse del suceso, lo que contrastaba con las expresiones de una carta suya publicada en los periódicos lamentando la muerte del gran estadista como una terrible desgracia nacional.
Se podía pensar que ponía a mal tiempo buena cara, pero podía sospecharse también que el mal tiempo no le parecía a él tan malo.
Discurría igualmente por el paseo central un alcalde del Gobierno anterior, con aire de gigantón de portada barroca, con sus barbas largas, sus pies grandes, su sombrero de copa, con el puro en los labios, rodeado de tres o cuatro hombres de confianza con tipo de matones o de jugadores de ventaja.
Thierry se hallaba tan preocupado con su asunto que no tomó en cuenta la noticia sensacional del día. Ni Josefina ni su padre aparecieron aquella noche en los jardines. Tampoco estaban Carlos Hermida ni Montes Plaza.
Jaime dio varias vueltas por la pista. Tocaba la banda el vals de Strauss El hermoso Danubio Azul. La gente llevaba al andar el ritmo de la música, arrastrando los pies por la arena.
Peña Montalvo y sus amigos, al cruzar cerca de Thierry, no le vieron o hicieron como si no lo vieran. Jaime pensó si ya algunos le señalaban en broma.
La difamación debía de correr por entre el elemento aristocrático; quizá había llegado a casa de Josefina.
Al pasar por delante de un grupo de señoras conocidas de Peña Montalvo creyó notar que una de ellas, la marquesa de Villacarrillo, sonreía burlonamente.
El marqués de Quiñones y Pepito Velarde pasaron al lado de él sin saludarle. En su preocupación egocentrista no veía claro. Nadie se ocupaba en aquel momento de él. Thierry, exasperado, pensó en hacer alguna barbaridad.
En aquel instante vio a don Paco Lecea en un grupo de personas y con disimulo se acercó a él y le pidió un momento de conversación; tenía que hablarle. Le explicó su caso.
A pesar de lo trascendental de la noticia de la muerte del presidente, era para don Paco más trascendental aún un asunto de honor.
Las cuestiones de juego y los desafíos constituían para el viejo cínico lo más importante de la vida; lo demás no pasaba de ser algo adjetivo y de poca monta.
El viejo se mostraba muy puntilloso en aquellas cuestiones, un tanto ridículas, conocidas en la época con el nombre de lances entre caballeros. Seguramente don Paco debía de comprender que no era ya el duelo, como en los tiempos antiguos, una cosa seria, sino una pantomima representada por fantoches muy tontos para lucirse y darse en espectáculo, pero aun así el acto seudocaballeresco y sus preparativos le fascinaban.
Jaime explicó con detalles lo ocurrido con la carta de Peña Montalvo y la actitud irónica y burlona de los conocidos.
—¿Y usted qué ha hecho? —preguntó severamente don Paco.
—Por ahora todavía nada.
—Pues, amigo —replicó el viejo poniéndose muy serio y hasta fosco—, la situación es muy mala para usted. Si usted no interviene pronto está usted perdido. Estos asuntos no se arreglan más que con energía y con arrestos.
—¿Cree usted?
—No hay más que eso.
—¿Piensa usted que estaría bien el desafiar a ese tipo?
—Naturalmente. Pero él puede rechazar el desafío, y entonces…
—Entonces a mí me quedaría el camino de la violencia y del escándalo.
—No hay otro recurso. En estas cuestiones el que da primero da dos veces.
—¿Así que a usted le parece bien la violencia y el escándalo en un caso como éste?
—Yo no veo otro camino.
—Pues ahora verá usted.
—Bueno. No vaya usted directamente de aquí; no vayan a pensar que yo le he instigado.
—No se preocupe usted. Verá usted que me las manejo bien.
Thierry dio una vuelta por la pista y se sentó en un banco en el punto en que comunicaba el paseo circular con la avenida por donde se salía a la calle. Se puso en una zona en penumbra adonde no llegaba la luz de los arcos voltaicos, y esperó.
Poco después se acercaba Peña Montalvo entre un grupo de señoras hablando alto y riendo.
Thierry se le acercó con aire amable y le dijo:
—Tengo que hablar con usted.
—Usted dirá —contestó Peña con desdén.
—¿Es verdad que usted ha asegurado que a mí me echaron del colegio por invertido?
—Cierto, cierto; es verdad.
Esto lo dijo con su pronunciación de francés. Ciegto, ciegto; es vegdad.
Entonces, con una rapidez imposible de evitar, la mano nerviosa de Jaime dio en la cara rojiza de Peña Montalvo con una violencia tremenda. El agredido intentó echarse sobre Thierry, pero amigos y curiosos intervinieron de una parte y de otra y los separaron.
Las señoras gritaron, hubo sombreros de paja por el suelo, bastones en alto, actitudes ridículas y el escándalo consiguiente; Peña Montalvo echaba sangre por la nariz como un cerdo degollado.
Jaime, pálido, amarillento, estaba en una actitud agresiva. Le había salido a flote el joven americano acostumbrado al boxeo yanqui y esperaba en posición de andar a trompicones con alguno.
El periodista Aguilera, en medio del tumulto, le agarró del brazo y lo llevó a la puerta. Cruzaron la plaza de la Cibeles y tomaron por la calle de Alcalá arriba.
—¡Chico, qué magnífica bofetada! —dijo Aguilera—. Ha sido una bofetada de esas de teatro que suenan hasta en el gallinero. El llenarle la cara de sangre a ese ciudadano no me ha parecido tan académico. Después de una bofetada así, tan parnasiana, el intentar boxear es un disparate. Es como entrar en un salón de frac y ponerse después en calzoncillos y en mangas de camisa.
Thierry replicó que con mucho gusto hubiera cambiado todavía algunos puñetazos con aquel estúpido ciudadano.
Antes de llegar a la Puerta del Sol entraron en el café de Fornos. En un grupo se hablaba de las bofetadas de los jardines y se atribuían a una discusión política originada por los comentarios acerca del atentado contra el presidente.
—¿Pues qué ha pasado? —preguntó uno.
—Nada, dos que han tenido una riña hablando del presidente muerto y que se han dado de palos. Uno de ellos, el más joven, le ha hecho una herida al otro, que debe de ser muy grave, iba echando mucha sangre.
—¿Y se sabe quiénes son?
—Parece que son dos señoritos de la aristocracia.