Máximo Peña Montalvo, hombre rico, cuyos abuelos habían hecho fortuna en América, vivía con esplendidez.
Máximo era sólido, pesado, fornido. Su cara, inyectada, de color carmesí, tenía alguna semejanza con la de un carnero: la frente baja y ancha, el bigote rubio, la barbilla hundida, los ojos claros.
Máximo contaba unos treinta y tantos años y se distinguía como gran sportsman. Vestía con frecuencia ternos grises. Había sido educado en París y por vicio congénito o por hábito de los primeros años pronunciaba la r de una manera gutural, como los franceses.
Máximo aspiraba a la aristocracia. No había en su tipo ni el más ligero matiz aristocrático. Parecía un cochero de punto o un tabernero francés. Nada de la estampa escuálida y elegante de Greco, como el señor Cuéllar, ni el aire de pez tan característico de los aristócratas españoles.
Máximo alternaba con la crema madrileña. Iba a conseguir un título nobiliario de un día a otro. Llevaba un tren de vida de hombre rico y gastaba mucho dinero con las mujeres. Se suponía que andaba enredado con una señora muy guapa, la marquesa de Villacarrillo.
Peña Montalvo, amigo íntimo del conde de Aracena, había sido, según malas lenguas, como otros muchos, amante de su mujer. Entre los suyos se le consideraba buena persona. Era capaz, según se decía, de prestar dinero a un amigo necesitado, de hacer un favor a cualquiera, siempre que el cualquiera o el amigo necesitado fuese de la aristocracia o estuviese relacionado con ella. Él quizás explicaba esto diciendo que no tenía amigos más que en la clase elevada.
Peña Montalvo sintió gran antipatía por Thierry al conocerle y saber sus maniobras. Era el hispanoamericano en el fondo un trepador, un arribista, y veía con desagrado las maniobras del joven medio yanqui, de otro género y de otro carácter que las suyas.
Peña había sido siempre un trepador adaptado al ambiente, respetuoso con las normas establecidas sobre todo por la buena sociedad, y se encontraba con un ambicioso de otra escuela, más audaz, sin escrúpulos y sin prejuicios, lanzado a campo traviesa como un indio por la selva virgen, que va rompiendo con el machete los obstáculos que encuentra a su paso.
Peña Montalvo se enteró de que Jaime había sido en su niñez expulsado de un colegio de Angulema por escándalo. ¿Cuál era éste? ¿De qué índole? No se sabía. Peña Montalvo supuso piadosamente que se trataba de algo feo, de una cuestión de homosexualismo.
Peña no sólo lo supuso sino que echó a volar su descubrimiento entre sus amigos. Pronto corrió el rumor y llegó a los oídos de Jaime. Este en aquel momento sentía miedo a la opinión por Josefina. Al tener noticia de los rumores quedó aterrado y sin saber qué resolución tomar.
Después de pensarlo mucho, escribió a Peña Montalvo una carta ceremoniosa, a la cual el americano pudo contestar fácilmente zafándose de la cuestión.
El sportsman sentía, sin duda, antipatía por Thierry y en vez de responder negando el haber hecho circular el rumor injurioso escribió una carta impertinente. En ella daba a entender que consideraba la inculpación como muy posible.
Probablemente pensaba jactarse de su actitud desdeñosa ante sus amigos aristócratas, en general ofendidos por la impertinencia del joven escritor y por el tono de sus artículos.
Thierry sintió al leer la carta como si le hubieran dado un latigazo; tuvo un instante de excitación y de cólera y quedó después sumido en el mayor aplanamiento.
No pudo comer ni dormir con tranquilidad los días siguientes. Temía no reaccionar con la fuerza necesaria y no poder dominar la situación. Para él el momento era de prueba; se sentía cobarde, amilanado, en un estado de perplejidad, de vacilación y de miedo.