XXIV

Dos días después, al entrar en los jardines del Buen Retiro, Jaime se encontró con don Paco Lecea, e inmediatamente después con el señor Cuéllar y su hija. Les acompañaron a los dos.

Josefina, una muchacha esbelta, delgadita, de dieciocho años, tenía los ojos pardos, verdosos, un tanto melancólicos, sombreados por largas pestañas; la cara, algo angulosa; la boca, grande, fresca y sonriente; el talle, alto y flexible; las manos, finas y aristocráticas, y los dientes, blancos. Su risa, muy expresiva y alegre, daba impresión de inteligencia, de viveza y de gracia. La conversación suya era animada y brillante; pasaba de una cosa a otra con facilidad; se reía; contaba con ingenio lo que había leído o había visto. Cuando se animaba por la risa le brillaban los ojos y se le coloreaban las mejillas, estaba muy bien.

Después de dar vueltas por la pista, don Paco y Thierry se despidieron de Josefina y de su padre, que no querían perder la ópera.

Esta noche y otras varias, en las cuales pudo hablar con la muchacha, fueron para Jaime momentos de embriaguez, de vanidad y de orgullo. El hablar y pasear con Josefina y con su padre le aumentaban interiormente de categoría, le hacían sentirse importante, aristócrata. No experimentaba el gran atractivo físico ya sentido por él en otras ocasiones por otras mujeres, aunque pasajero, ardiente. No soñaba con encontrarla a solas y besarla; suponía que era porque ya había doblado los años más fogosos de la adolescencia.

Thierry se decía a sí mismo que a él no le importaba nada la aristocracia, pero era lo cierto que sentía inclinación por ella. Hablaba pestes de la clase privilegiada; mas se comprendía que el lujo, la alcurnia y el título le producían verdadera sugestión.

Pensaba también que un noviazgo terminado en matrimonio le daría un lugar fijo y preeminente en la escala social, un centro de gravedad en su vida, hasta entonces demasiado aventurera. El matrimonio le haría adaptarse al medio, aburguesarse y tranquilizarse.

La muchacha valía la pena. En los días posteriores Josefina Cuéllar le pareció un poco marisabidilla; había estudiado en un colegio de Francia, tenía conocimientos teóricos y prácticos, recordaba trozos de escritores franceses del siglo XVII, que recitaba con gran empaque.

El padre, con su tipo de Greco, pobre hombre oscuro, admiraba mucho a su hija y la obedecía en todo.

La madre era muy práctica, muy casera y un tanto intrigante. El hermano tenía aire de enfermizo y de raquítico.

A Josefina, caprichosa al parecer y en el fondo muy sensata y muy discreta, le gustaban las novelas de aventuras, con amores complicados, con torres misteriosas, escalos, raptos, desafíos y estocadas; pero comprendía muy bien que todo ello estaba en su terreno, en el campo de la fantasía, y no pensaba encontrarlo en la vida, ni lo deseaba. Esta discreción antirromántica no entusiasmaba a Thierry, pero pasaba por ella.

No era posible, dadas las costumbres del tiempo, el acompañar a una muchacha de la buena sociedad asiduamente de no ser su novio oficial, y Jaime Thierry inventó recursos para hablar a solas con Josefina.

Ella facilitaba las conversaciones con gran habilidad. Era confidente de Josefina una amiga suya, Pepita Santa Clara.

Pepita tenía la expresión de pájaro curioso y vivaracho.

Al principio hizo buenas amistades con Jaime; luego fue viendo éste que la muchacha era como el código viviente de las conveniencias sociales, algo, en el terreno ideológico, como una solterona inglesa de una capital de provincia.

Pepita tenía todo clasificado, desde un punto de vista de la distinción: amistades, espectáculos, trajes y libros. Algunas operetas extranjeras no eran, según ella, para muchachas, y aunque no se entendiesen bien suponía que no se debía ir a verlas. Las óperas no había inconveniente en oírlas, porque nadie se fijaba en el argumento y todo el mundo las conocía. Las comedias, al pasar a los días de moda, se purificaban y se hacían asépticas.

Pepita favoreció los amores de Josefina y de Thierry. El corro que formaban en los jardines los conocidos del señor Cuéllar se alargaba muchas veces estratégicamente y detrás de la silla de Josefina y a sus espaldas solía sentarse Jaime.

Hablaban los dos de mil cosas y se dedicaban a ratos a mirar las estrellas a través del follaje de los árboles, a oír la música y a contemplar las nubes de falenas y de mosquitos, atraídos por los arcos voltaicos, que iban presurosos a morir a la luz y al calor.

—¡Qué animalitos más estúpidos! —decía Josefina.

—Así somos también nosotros —replicaba Thierry—. Buscamos como ellos la luz, el calor, la vida.

—Sí; pero hay que buscar todo eso con talento. Hay que saber defenderse.

—Es usted muy prudente.

—¿Y usted no?

—Me parece que por ahora no.

—Ya lo aprenderá usted. Los hombres son muy torpes.

—¿Cree usted?

—Sí.

—Es posible que sea verdad.

—Saldrían ustedes ganando dejando dirigirse por nosotras.

—Yo estoy dispuesto.

—Ya veremos si se le admite a usted.

Thierry y Josefina asistían a las representaciones raras veces: cuando se decía que el tenor o la tiple eran buenos y tenían porvenir, o cuando el señor Cuéllar aseguraba no podía dejar de oír un aria o un dúo de alguna de sus óperas favoritas.

Después volvían a las sillas del corro y Josefina y Thierry a su combinación para charlar con libertad.

La banda del quiosco tocaba con frecuencia algo de Chueca y al final de los acordes de un pasodoble de La Gran Vía o de un chotis de El chaleco blanco se iba marchando todo el mundo a su casa.

Josefina vivía en un caserón antiguo del centro de Madrid y Jaime solía pasear la calle. La muchacha salía a uno de los balcones y charlaban los dos largo rato.