XXIII

Don Paco Lecea presentó una noche a Jaime Thierry a un amigo suyo, al señor Cuéllar y a su hija Josefina.

El señor Cuéllar, alto, esbelto, muy tieso, con la cabeza pequeña y la barba blanca en punta, parecía un tipo del Greco, de hombre de corte. No le faltaba más que la gorguera.

El señor Cuéllar, por lo que contó don Paco Lecea, no usaba su título de marqués de Pastrana. Este pasaría a su hijo mayor. Josefina sería con el tiempo condesa de Jadraque.

Dos días después de la presentación se hallaba Jaime sentado con don Juan Guevara cuando pasaron el padre y la hija. Jaime les saludó, y ella le dirigió una mirada y una sonrisa.

Thierry se levantó con intenciones de seguir a la muchacha, y le acompañó don Juan.

Aquella noche, sin duda, el señor Cuéllar y su hija tenían prisa por volver a su casa y se dirigieron a la salida antes de terminada la función.

—Voy a ver adónde va esa chica —dijo Thierry.

—Iré un rato con usted —le indicó el doctor.

—Muy bien. ¿Qué le parece a usted esa muchacha?

—Es un tipo ibérico. Será una buena madre de familia.

—¿Cree usted?

—Sí. La ve usted tan delgada, pues cuando se case engordará.

Thierry se echó a reír.

El señor Cuéllar y su hija salieron a la plaza de la Cibeles y entraron en un landó que les esperaba.

—¿Va usted a seguirla hasta su casa en coche? —preguntó el doctor.

—No, hoy no; no creo que esté eso en el protocolo de los noviazgos. ¿Qué le parece a usted?

—Hombre, yo no tengo experiencia.

—¡Bah! Es usted modesto.

—No, no; es cierto. Es temprano. ¿Qué quiere usted que hagamos?

—Lo que a usted le parezca.

—¿Volveremos al teatro?

—¿Para qué?

—Nos sentaremos a tomar algo fresco.

Se sentaron en un aguaducho del Prado. Todavía el paseo estaba sin palmeras y sin macizos de hierba y de flores. Era como una rambla arenosa y tenía en medio una pista en donde paseaba de noche en verano la gente pobre entre filas de sillas.

Había menestrales con sus familias en los bancos. Un grupo de niñas cantaba a coro con voces chillonas:

Arroyo claró,

fuente serená,

quién te lava el pañuelo

saber quisierá.

—Son bonitas estas canciones —dijo el doctor.

—Sí, muy bonitas.

Las chicas siguieron con su cantar.

Me lo ha lavadó

una serraná

en el río de Atocha,

que corre el aguá.

—Estas canciones de chicos tienen mucha gracia —aseguró Thierry.

—Cuando me siento en este paseo —observó el doctor— recuerdo los primeros versos de un romancillo que debe de ser antiguo y que comienza así:

¡Álamos del Prado,

fuentes de Madrid,

como estoy ausente,

murmuráis de mí!

—¿No sabe usted más?

—No recuerdo más. Tengo un número de una revista con unos cuantos romancillos antiguos donde está ése, y se lo dejar a usted.

—Muy bien.

Del realismo y de la poesía de los antiguos romances pasaron a hablar del naturalismo en la literatura del tiempo. Don Juan era partidario de la novela científica y experimental; había leído las obras naturalistas años antes, en la época en que tenía prestigio y sugestionaban al público. Thierry las encontraba pesadas y aburridas. Los escritores realistas españoles no le gustaban tampoco, le parecía que lo empequeñecían todo y lo hacían mezquino y rastrero. Con la conversación se les pasaba el tiempo.

—Ya es mi hora —dijo don Juan—; vivo en la calle de Atocha y me voy despacio hacia allá.

—Le acompañaré a usted un rato —indicó Thierry.

—Bueno, pues vamos.

Se levantaron y marcharon por el Prado, siguiendo en su discusión, repitiendo el uno y el otro los mismos argumentos. Llegaron a la calle de Atocha, y como el doctor Guevara mostraba ganas de seguir hablando y discutiendo volvieron de nuevo al Prado.

Ya la gente se había marchado. El paseo estaba solitario y negro. Pasaban algunas viejas busconas vestidas de claro y salían por entre los troncos de los árboles siluetas de hombres.

—Sentémonos un rato —dijo Thierry.

Se sentaron en un banco y cesaron en su charla. Al levantarse del banco volvieron a ella y se enzarzaron en una divagación literaria.

Thierry recordaba que había discutido dos días antes con Aguilera acerca del estilo. Aguilera defendía la idea del estilo como corrección y casticismo, cosa que a Thierry no le entusiasmaba.

—Se puede hacer un estilo imitando a cuatro o cinco autores, ¿pero eso tiene algún valor? —preguntó Thierry—. Yo creo que hasta que un hombre no escriba más que con frases suyas, que no las haya imitado de otros, no tiene estilo.

—Es una idea biológica del estilo —dijo el doctor— que no tiene más inconveniente sino que no es realizable.

—Yo creo que mientras le queden a uno en el estómago frases hechas de otros escritores antiguos no es uno un estilista.

—Pero eso no es posible —repuso Guevara—; para eso cada uno tendría que inventar su lenguaje.

—Bien, ya sé que exagero; pero lo que digo debe ser el ideal del estilista.

—Yo creo que para ser escritor basta con tener algo que decir en frases propias o en ajenas.

—Uno cree que tiene algún talento literario —dijo Thierry—, ¿pero lo tiene? No lo sé. Para mí, por lo menos, sería necesario que viviera y pensara con libertad; que me sacudiera el yugo de mis autores favoritos para saber si soy algo o no soy nada.

—Pues eso se puede saber ensayando —observó el doctor.

—Es que yo tengo mis dudas no sólo acerca del oficio en sí, sino también de si vale la pena entregarse a él. ¿Es mejor vivir esa vida del escritor, que comprende muchas cosas, sintiéndose hoy esto y mañana lo otro: rico, golfo, obrero, medio santo o medio asesino, y en el fondo sin ser nada fuerte, o estabilizarse en su casilla y seguir en ella tranquilo? Puede suceder que en la primera vida haya más frutos que exprimir; pero puede suceder también que en la segunda, de pequeño rincón, el fruto que le haya tocado a uno en suerte se exprima de una manera más completa. Una cosa es ser como el agua que corre; la otra como el agua de la alberca.

—Pues, amigo, hay que decidirse. Ya es tiempo —dijo el doctor.

—Sí, es verdad; tiene usted razón.

Dejando estos puntos literarios, que no interesaban tanto a don Juan Guevara como a Thierry, hablaron de los amigos de la tertulia de don Paco y de Montes Plaza, por quien el doctor tenía marcada antipatía.

—Yo no me fiaría de él.

—Yo tampoco; no pienso tener con él más que relaciones muy superficiales.

—Ese hombre —dijo el doctor— es de esos terribles demócratas que son egoístas como pocos. Hacen que su madre se pase la vida en la cocina y la hermana les cosa la ropa y les espere si vienen tarde. Son tremendos demócratas en la calle; ahora, en la casa, son tiranos.

El doctor Guevara era un tanto dogmático y arbitrario, de los que creen que el árbol malo no puede dar buen fruto.

Luego hablaron de Dobón y de su nietzscheanismo.

—El amoralismo nietzscheano, que consiste en hacer lo contrario de las reglas de la moral, es un poco absurdo —dijo el doctor—. El amoralismo auténtico sería ser, como un animal o como un vegetal, indiferente a las normas éticas, pero esto es muy difícil.

Thierry no creía gran cosa en el amoralismo preconizado por Nietzsche; pero, en cambio, algunas frases del autor de Zaratustra le encantaban. Una de ellas era la recomendación de vivir en peligro. Vivir en peligro era vivir sin lugares comunes, dispuesto al ataque más que a la defensa, con el gusto del heroísmo, en una renovación constante y en un ambiente denso y oxigenado.

—No hay que quemar pronto la vida en un ambiente demasiado oxigenado —dijo el doctor Guevara—: hay que reservarse.

—Nunca el ambiente es demasiado oxigenado —replicó Thierry.

—Eso se cree en la juventud; pero después…

—Después se muere uno con… decencia en un rincón.

—También ésa es una idea de juventud. El día que se sospecha y se comprueba que el valor no es una consecuencia de una convicción, sino del estado de los nervios, está uno perdido.

Volvieron de nuevo a la calle de Alcalá, se despidieron por fin y Thierry y el doctor marcharon cada uno a su casa.