El marqués de Castelgirón, siempre flaco, demacrado, con su barba negra pintada y sus ojos vidriosos de hombre intoxicado por la morfina, parecía que en cualquier momento podía caerse muerto. Aquella noche en vena comenzó a hablar con voz apagada.
El marqués contó cómo había conocido en París dos viejos aristócratas, marido y mujer, de lo más linajudo de Francia y completamente arruinados, que vivían siendo profesores de maneras, es decir, de maintien. Muchas veces habían estado a sueldo de un empresario. El marqués, nunca lo había creído cuando se lo decían, pero al último se convenció. La pareja aristocrática se trasladaba durante algún tiempo a la casa rica de algún chocolatero o fabricante de conservas y vivía en ella como invitada.
Asistían los dos viejos a las reuniones de sociedad, iban al teatro, y los chicos y las chicas de la casa les tomaban como modelo y les copiaban en sus conversaciones y en sus ademanes. Esto a Castelgirón se le figuraba, sin duda, un gran rebajamiento.
—A mí no me parece raro —dijo Thierry—; el mismo Napoleón dicen que tomó lecciones de Talma para llevar la túnica imperial.
Después, el marqués, lanzado a la charla, contó la historia de un banquero riquísimo de París, a quien conoció en un sanatorio de morfinómanos. Este banquero, hombre obeso, genial, alegre y mujeriego, al curarse de la manía de la morfina, apareció como un invertido. Se había revelado un homosexual. Entonces, en una casa de citas regentada por una señora de un gran apellido, quizá falso, alquiló un salón y lo fue amueblando con un lujo oriental. Allí el banquero se disfrazaba, se vestía de mujer, se pintaba y se ponía peluca. A veces salía en coche e iba tan transformado que no le conocían ni sus amigos. Con frecuencia tenía reuniones con hombres en el salón de aquella casa y llevaba orquesta de tziganos o de árabes.
El banquero hacía una doble vida. Una noche un turco salió de aquella habitación oriental y le dijo a la dueña de la casa:
—El banquero se ha puesto enfermo. Voy a buscar un médico.
El turco no volvió. La dueña entró en la habitación y se encontró al banquero muerto, pintado, vestido de odalisca y con una peluca rubia. Tenía un aspecto horroroso. Era una cosa terrible; al ama le dio miedo y llamó inmediatamente a la policía. El cadáver no presentaba herida alguna; en cambio, tenía sangre en la boca; sin duda había mordido a su compañero.
—¡Qué horrores! —dijo uno al oír el relato.
—Todo eso es muy fin de siglo —saltó Montes Plaza.
—¡Bah! ¿Usted cree que los finales de siglo son peores que los principios? —preguntó el doctor—. El siglo es una convención y no tiene realidad alguna. Todos esos horrores son tan antiguos como el mundo. Basta leer a Petronio o a Juvenal.
—Sí, pero hay épocas más decadentes que otras.
—Yo creo que esta frase «fin de siglo» —indicó Aguilera— la ha propagado esa comedia titulada París, fin de siglo, de hace seis o siete años. Fin de siglo quiere decir frivolidad, despreocupación, escepticismo, vértigo, indiferencia, rapidez…
—Dentro de treinta o cuarenta años dirán de nuestra época: era el tiempo de la lentitud, de la pesadez, de la seriedad, de la credulidad —exclamó el doctor con su buen sentido.
—Siempre es lo mismo —añadió Thierry—; no se cambia nada.
Había concluido la ópera, la gente salía tarareando del teatro; comenzaba a tocar la banda militar en el quiosco central; gran parte del público iba apoderándose de las sillas para sentarse, otros se marchaban a la calle.