Con frecuencia, cerca del grupo de don Paco Lecea y de sus amigos se sentaban varias damas de la aristocracia, acompañadas de unos cuantos sportsmen. Según la voz pública y maliciosa, había sus líos entre ellos. En el grupo dominaba la vieja marquesa de Calatrava, gorda, rubia fondona y pintada; los ojos claros, el rostro abultado, de un color de cochinillo al horno, casi siempre vestida de verde manzana y con grandes brillantes en los collares de la garganta y en los dedos.
Le acompañaban sus dos hijas: la mayor, Victoria, un tanto virago, vestida con traje de sastre, cuello de camisa hombruno y corbata masculina. Ésta tenía fama de sáfica. Solía coquetear con un torero de cara delgada y jesuítica, elegantemente ataviado. La menor, Luz, morena, cetrina, con el pelo negro en dos bandas, hablaba constantemente con un aristócrata pequeño, escuálido y verdoso, su cavaliere servente, vestido casi siempre de etiqueta, que parecía una momia salida de su tumba.
En el grupo figuraban una condesa rubia con cierto aire de mujer de Rubens, y otra dama aristocrática de aire brutal, con una cara de campesino tosco y una expresión de rudeza y de ferocidad propia de un jabalí.
El marido de esta señora se dedicaba a seguir y a piropear a todas las chicas que encontraba.
Aparecía con frecuencia en el grupo la duquesa de Haro, pequeña, gorda y mal vestida, con un peinado muy complicado. De ella se contaba, como rasgo de originalidad, que en su casa se comía todos los días cocido con garbanzos. Sin duda era una protesta españolista contra el Chateaubriand pommes y el gigot de mouton. Era también de la pandilla un matrimonio muy entonado, marido y mujer, muy altos y gallardos. Los Leivas. Él era húsar y jugador empedernido. Había liquidado su fortuna. Ella era muy coqueta. Según decían, se habían cansado el uno del otro; se sentían rivales, y se contaban mutuamente sus conquistas para hacerse rabiar.
Lecea pretendía conocer con familiaridad a todas aquellas señoras, y las señalaba con sus diminutivos y apodos familiares: Fifí, Totó, Bebé, etcétera. En el grupo de los acompañantes de las damas había toda clase de tipos: un marqués, alto, orgulloso, un poco moruno, que hablaba con acento andaluz cerrado, un tanto bronco; un revistero de salones, siempre muy elegante, con su barba acicalada; un poeta académico; un duque desvencijado, ridículo, con fama de corruptor de menores, y un comerciante de paños, muy currutaco, de aspecto sonriente y satisfecho de sí mismo, que se pasaba la vida de teatro en teatro vestido de etiqueta. El revistero de salones, muy solicitado por sus crónicas de sociedad, era sordo y hombre que no se enteraba de lo que ocurría a su alrededor. Escribía de una manera mecánica, siempre con los mismos lugares comunes; no hacía más que cambiar los nombres en sus fórmulas; no tenía nada de inteligente ni de ameno.
El poeta académico presumía de chistoso y de mundano y tenía un repertorio de cuentos verdes de almanaque que se consideraba entre la gente de mucha gracia, aunque no tenían ninguna. El poeta y el cronista se creían grandes jugadores de tresillo, y la vieja marquesa gorda les ganaba los cuartos, reconociéndoles siempre como admirables tresillistas.
Uno de los hombres más buscado y llamado por las damas era un presunto joven ya machucho, con un nombre y apellido de novela por entregas, pues se llamaba Alfredo de Mendoza. Por su atildamiento y por su exquisitez le decían, en broma, Alfredísimo.
Alfredísimo, entusiasta de la aristocracia y del éxito, parecía de primera intención un parásito, porque tenía atenciones exageradas con todo el mundo, pero no lo era. Naturalmente complaciente, no pretendía aprovecharse ni lucrarse con su complacencia. Era un hombre que vivía casi exclusivamente para los demás, atento a los gustos y a las inclinaciones de los amigos, de una amabilidad tan exagerada, que al principio sorprendía y ponía en guardia.
Emilio Aguilera, el periodista, se burlaba de él y de sus conocimientos aristocráticos.
—Oiga usted —le dijo una vez—, aquí estamos discutiendo el doctor Guevara y yo una cosa.
—¿Qué es?
—Que hemos visto en la Castellana un coche de cuatro caballos, y el doctor asegura que iba a la grand d’Aumont, y yo le digo que no, que eso tiene un nombre inglés.
—¿Llevaba postillones? —preguntó al momento Alfredísimo, como si la cuestión le interesara mucho.
—No.
—Pues entonces no era a la grand d’Aumont; la grand d’Aumont es un coche con cuatro caballos y dos postillones a la inglesa; la pequeña d’Aumont es el que lleva dos caballos y un postillón.
—Nos ha sacado usted de una duda que nos perturbaba.
Poco después Aguilera le preguntó con un tono casi agresivo:
—¿Pero es que hay alguna diferencia entre un valet de pied y un valet de chambre?
—Hombre, sí. ¡No la va a haber! El valet de pied es el que sigue a su señor y monta en el coche detrás de él, y el valet de chambre cuida de las ropas y de los objetos del tocador.
—¿Y a un valet de chambre se le puede exigir que sirva a la mesa dentro de las pragmáticas de una casa distinguida?
—No, no. En una casa distinguida, de ninguna manera.
Mientras Alfredísimo se explicaba, Aguilera le oía muy serio, y cuando se marchaba se reía a carcajadas.
El grupo de las damas aristocráticas llamaba mucho la atención a los amigos de la tertulia de don Paco. Se llevaba el alta y la baja de los éxitos de los hombres que acompañaban a estas señoras.
—Aquí el conquistador es un conquistador por series, por ciclos —decía don Paco—; llega usted a una dama de estas de vida un poco libre: de la primera pasa usted a la segunda y de la segunda a la tercera y así sucesivamente.
—Advertencia a los donjuanes —añadía el doctor Guevara.
—Estos conquistadores tienen aire de bestias —dijo una vez Jaime Thierry—; no pueden tener éxito más que con estas mujeronas de burdel.
No se sabe si alguno o alguna de la tertulia próxima le oyó; la cosa fue posible, porque dijo su frase en voz alta.
Aquellas damas aristocráticas, cuando llegaba otra nueva, la examinaban al detalle en las distintas galas de su tocado, con una frialdad y una desvergüenza exagerada.
—Estas mujeres han de ser para un hombre delicado como la sombra del manzanillo —añadió Thierry una noche que se sentía más displicente y amargado que de ordinario.
—Ahí está el dominarlas —aseguró don Paco.
—Sí, pero yo creo que no se domina más que a los animales racionales; a los irracionales, imposible.
—Está usted implacable esta noche, amigo Thierry. ¿Qué mosca le ha picado?
—Es posible que haya digerido mal.
Pasaron tres cortesanas por la pista, muy elegantes y exageradas. Una de ellas, chata y rubia, era conocida por la manera pulcra y amanerada de recogerse las faldas. Había sido, según se decía, vendedora de pescado en un pueblo del Norte, y los malintencionados la llamaban la Sardinera.
—No tiene nada de guapa —dijo Thierry.
—Pues se ha comido ya tres fortunas —replicó don Paco, para quien esto era, sin duda, un gran mérito—: la de un aristócrata, la de un notario y la de un dentista.
A la otra, con un aire de Dolorosa, la conocían por Trini la Carabina.
—De ésa no dirá usted que no es guapa.
—No; es una hermosa mujer. ¿Quién es?
—No sabemos más que su apodo. De ella dicen que tiene una hija que se educa, en el extranjero, en un colegio de monjas y que ignora en absoluto la profesión de su madre —contestó don Paco.
La tercera de las hetairas era hija de un militar, socio de un mi casino y amigo de personas distinguidas. La llamaban Charito. La Charito era pequeña, rubia, delicada y frágil, con unos ojos un poco rojizos y una expresión burlona y satírica. Al descarriarse una noche la habían llevado al palco unos amigos del padre que la conocían de niña, abusaron de ella, la dejaron medio desnuda y le llevaron los zapatos.
—¡Qué hazaña canallesca! —dijo Thierry.
A don Paco no le parecía esto nada raro. El doctor Guevara explicó cómo entre la gente que se las echaba de distinguida quedaba, como en las demás, el fondo sádico y cruel del animal humano.
—No importa. Es repugnante —dijo Thierry.
—¿Usted cree que en América no pasaría lo mismo? —preguntó Guevara.
—Probablemente más; allí la hubieran matado.
Al pasar las cortesanas, las señoras del grupo aristocrático las miraron sonrientes y hablaron de ellas.
—Es curiosa la simpatía que produce en estas damas el oficio de las hetairas —dijo Jaime Thierry con acritud—. Se exceptúa, claro es, las que tienen una moral rígida y las que pueden sospechar infidelidades del marido con una de ellas. Se trata del oficio, en sí, que no les produce repulsión.
—¿A usted se la produce? —preguntó don Paco.
—A mí, mucha.
—Teme ser presa —dijo Montes Plaza.
—No; eso, no. Yo soy poca presa.
—Pero ya sabe usted que las lechuzas, que son, naturalmente, noctámbulas y carniceras, cuando no pueden atrapar murciélagos, se comen a las mariposas falenas que vuelan en la oscuridad —dijo el doctor Guevara.
—Yo no me siento falena, amigo doctor —replicó Thierry—. Mi antipatía tiene otros motivos. Claro, puede uno ver una mujer tan guapa, tan vistosa, que le haga a uno olvidar sus antecedentes; pero pensando luego en ella, esa idea del contacto íntimo con lo más vulgar de la sociedad, con el comerciante, con el judío, con el americano, le produce a uno repugnancia.
—Misantropía…
—Quizás. Una mujer así es como un cuarto del hotel.
—¿También le da a usted asco el cuarto del hotel?
—También.
—Usted quisiera un mundo para usted solo —dijo don Paco.
—Sí, es verdad; un mundo pequeño y limitado para uno solo.
—Eso es quizá lo que suele quedar del sentimiento religioso —aseguró el doctor Guevara.
—Tiene usted razón —asintió Thierry—; es muy posible lo que usted dice.
Jaime no se contentó con hablar despiadadamente, sino que escribió una crónica en El Mundo acerca de los Jardines del Buen Retiro con toques burlones, que a la mayoría no hizo ninguna gracia. La gente encontró en ella una intención aviesa y mordaz.