XVII

Un amigo de don Antolín Torrecilla era otro cura llamado don Estanislao, hombre muy sabio en Derecho canónico, que daba lecciones en una Academia. Don Antolín le admiraba y le pintaba como hombre inteligente y austero. Thierry lo dudaba, porque el cura tenía aire de pillo y una expresión de picardía y de cinismo. Un día se cercioró de esto al presentársele una mujer de rompe y rasga bastante joven y guapa en su despacho.

—¿Qué quería usted? —le preguntó Jaime.

—Pues mire usted: mi marido es amigo de usted.

—¿Y quién es su marido?

—Mi marido es don Estanislao y tiene tres hijos conmigo.

—¿Pero cómo? No puede ser. Don Estanislao es cura.

—Sí; ¡pero eso qué importa!

—Para la naturaleza nada y para mí tampoco; pero a los demás quizá les importe.

La mujer venía a darle un sablazo y Jaime pudo parar el golpe con poco dinero.

Thierry preguntó a Beltrán qué había de cierto en la familia de don Estanislao. Beltrán le dijo que era verdad. Los chicos del cura estaban acostumbrados a su condición eclesiástica, y a veces, cuando alguno les preguntaba:

—¿Está tu padre bien?

—Sí; ahora estará diciendo misa, contestaban.

Beltrán acentuó y caricaturizó el hecho.

Muchas veces Thierry salía y no iba a comer a casa y se pasaba el día entero en el centro; otras llevaba la vida del barrio y marchaba a pasear por las orillas del Canalillo y por los alrededores del cementerio de San Martín y de la Patriarcal.

Después se acercaba a la glorieta de Quevedo y compraba periódicos a un hombre de un puesto, el Gafas, naturista y vegetariano, y hablaba con él.

El Gafas tenía todo el aire de un chiflado; aseguraba que había terminado la carrera de maestro; era partidario de la supresión del dinero y del trueque de productos, y del intercambismo, como decía él. Él quería que, si un comprador necesitaba un periódico, en vez de pagarle con dinero le diera una cebolla o una lechuga. Este procedimiento de la época troglodita le parecía un hallazgo. El Gafas era un extravagante, a veces divertido.

También Thierry iba algunas tardes a un café próximo, el Café de los Artistas. En este café de barrio había un pianista joven, un pamplonés, un tal Arregui, que tocaba todas las noches por un duro y la cena. Era un muchacho pequeño, pálido, con el pelo negro ensortijado y el aire enfermizo. Hablaba como inteligente y persona discreta de todo, cosa no muy común entre los virtuosos.

A primera hora de la noche, cuando había público, se dedicaba a amenizar las veladas con polcas, pasodobles y trozos selectos de zarzuelas modernas. Cuando ya no quedaba apenas gente, entonces tocaba, para que le oyera Thierry, a Bach, a Mozart y a Beethoven con una gran maestría. Luego hablaban y discutían de música.

No estaban muy conformes. Al pianista Arregui le gustaba más que nada la música religiosa y Wagner. Thierry defendía la música pura, sin palabras ni explicaciones. El pianista aseguraba que era ésta como una química quintaesenciada y artificial llamada a desaparecer. Para él la música debía tener un fin religioso o social.

A Thierry le hacía gracia, en ocasiones, subir al tranvía con su levita y su sombrero de copa entre obreros y gente de las rondas y marchar al centro. Con frecuencia tomaba el coche de un cochero de punto de la vecindad amigo de Beltrán, el señor Benigno. El señor Benigno era asturiano, grueso, con una cara ancha afeitada, de color de cobre. Solía estar en la glorieta de Quevedo. Tenía una hija que iba a la escuela con la Silvia, la pequeña de Beltrán, y un perro leonado, al que llamaba «Chisquito».

El señor Benigno se consideró pronto amigo de Thierry y le invitaba a tomar su coche, aunque no tuviera, por el momento, dinero para pagarle.

El señor Benigno, cuando se lo encargaba de antemano, sacaba de un almacén un milord charolado y se vestía de gala, con librea y sombrero de copa, para subir al pescante.