Beltrán el farolero conocía a los vecinos y rondadores de aquella especie de aldea encerrada en el solar rectangular, limitado por estacas, dentro del cual estaba la casa.
—Este es Francisco el carrero —decía—, ese otro Domingo el de la fragua, y allí vive la señora Ignacia la asistenta.
Conocía también a la gente de mal vivir refugiada en la casa de la Higuera, entre la que abundaban lañadores, vagabundos, gitanos, ladrones, golfos y descuideros. Al más destacado de todos ellos le llamaban el Payaso y algunos el Capitán. Sin duda lo consideraban como jefe.
Beltrán le achacaba a este hombre varios atracos hechos en complicidad con otros maleantes, entre ellos el Chepa, el Espada o el Espadita, el Marinero y el Piripitipi. Se decía que hacía poco tiempo, con uno de sus compinches, enmascarados los dos, habían secuestrado a un viejo.
El Payaso era un tipo de espadachín, de pájaro de presa, salido de un drama romántico. Alto, membrudo, rojo, la cara tostada por el sol, la nariz grande, los labios abultados y brillantes, el bigote blanco y una mirada viva, astuta, penetrante e irónica. Andaba balanceándose como un barco y tenía una actitud lánguida y perezosa. Llevaba un sombrero viejo, con el ala inclinada sobre la frente.
El Payaso, a juzgar por su mote, había sido gimnasta callejero. Había pasado la infancia en una barraca de titiriteros en la Era del Mico, un desmonte de Chamberí con columpios y tiovivos, anterior al Campo del tío Mereje. El Payaso, veterano del barrio, había tenido éxito con las mujeres y había vivido a sus expensas. Ya machucho y con el bigote blanco, todavía se le veía con chicas jóvenes, a las cuales aleccionaba y daba consejos.
El Chepa era un jorobado bajo, cabezudo, chato, la cara pálida, la barba rojiza y los ojos sombríos, tipo monstruoso y mal intencionado, y, según Beltrán, muy inteligente para el robo. Un tanto letrado y culto para su condición, le gustaba leer los periódicos y los papeles que caían en sus manos.
Era ingenioso y tenía cierto humorismo cáustico.
Una vez que la policía hizo una redada en el barrio y lo detuvo, un agente le preguntó con desdén:
—¡Eh, tú! ¿De dónde eres tú, jorobado?
—¿No lo ve usted? —contestó él con sorna—. Pues está claro: de las espaldas.
El Marinero procedía de Levante; el Piripitipi era un chulo que vestía con cierta elegancia de arrabal. Había otros maleantes guarecidos en los escondrijos de la casa de la Higuera, como el Chato, el Rubio, el Compare y un gitano a quien llamaban el Filimicha; pero éstos, según Beltrán, no eran más que unos miserables chorizos y burreros, es decir, ladronzuelos.
Vivían en aquella casa medio arruinada algunos otros tipos raros y abandonados. A uno de ellos le llamaban el Clérigo, porque le faltaba muy poco para ordenarse. El Clérigo dejó la carrera de cura para seguir a una mujer; fue empleado, hizo una estafa, lo llevaron a la cárcel, salió de ella, anduvo siempre bordeando el Código penal; tuvo una parálisis, un paralís se decía en la vecindad, y se convirtió en mendigo profesional, en un mangante. A veces se llevaba dos o tres chicos sucios y enfermizos de la casa de la Higuera e iba a la puerta de una iglesia con ellos y sacaba cinco o seis duros pidiendo como padre de familia caído en la mayor miseria.
Otro tipo de la casa era el tío Mediospelos, murguista. Había tocado en su tiempo el clarinete y el violín en las orquestas de los teatros, pero se emborrachaba con frecuencia, y acabó por tocar el clarinete en las murgas. Se decía que tenía mucho sentido musical y conocimientos; que había hecho una zarzuela con otro músico y que tuvo éxito, pero el alcohol le había perdido.
Vivían también allí la Cacharritos, la Paloma y la Pasmá, viejas prostitutas que andaban por los desmontes a salto de mata, haciendo una vida de salvajes, preparándose la comida en el suelo en un hornillo formado por dos piedras y lavándose la ropa en algún charco.
Beltrán había conocido también a la Chata, otra Venus Citerea habitante de los desmontes, que parecía una representación de la Muerte por su color amarillo de cera y sus pieles fláccidas. Esta mujer, medio mendiga, medio ladrona, con una cara como la de Mari Bárbola, de Las Meninas, de Velázquez, había vivido durante algún tiempo con un lisiado que se exhibía en las calles con una pierna y un brazo atrofiados, que mostraba al público dramáticamente. Cuando la Chata se emborrachaba, lo que era frecuente, insultaba y vociferaba y los chicos la tiraban piedras. La Chata había muerto una noche, sola, en una cueva excavada en la tierra arenosa.
Beltrán contó a Thierry la cuestión que tuvo con dos de aquellos tipos maleantes amigos del Payaso.
La tienda de comestibles próxima y La Valdepeñera eran del Barbas, un gallego rechoncho, moreno, barbudo, socialista, muy cuco, muy parlanchín, y que peroraba en los mítines.
El farolero estuvo durante una época encargado provisionalmente de la tienda de comestibles del Barbas. Tenía un chico a sus órdenes. Una tarde en que se encontraba en la trastienda colocando unas latas en fila y el chico estaba en la cueva entraron el Chepa y el Piripitipi, a quienes aún no conocía. Le pidieron unas conservas; él comenzó a buscarlas y de pronto le entró la sospecha; se volvió y vio al Piripitipi tendido sobre el mostrador, avanzando disimuladamente la mano hacia el cajón. Beltrán dijo a los dos granujas amablemente:
—Voy a llamar al chico, porque lo que piden ustedes está en la cueva.
Dio una voz y esperó; cuando subió el chico, Beltrán cogió el palo de cerrar el escaparate metálico y dijo a los dos maleantes:
—Bueno, bueno. Fuera de aquí, ya os estáis najando los dos, que ya se sabe a lo que habéis venido vosotros.
—Oiga, oiga. ¿A qué hemos venido? —preguntó el Chepa con ironía.
—A la calle o llamo a un guardia —y Beltrán enarboló el palo.
El Chepa y el Piripitipi se acercaron a la puerta y el primero, haciendo un saludo burlón y ceremonioso y al mismo tiempo un ademán con la mano de apandar algo, dijo:
—¡Adiós, colega!
—¿Y por qué colega? —preguntó Thierry al oír el relato.
—Querían dar a entender que yo era tan ladrón como ellos.
Estas historias divertían a Jaime.
Beltrán el farolero contaba los recursos de la gente de los Cuatro Caminos para ir viviendo, cómo entraban a coger leña en las posesiones reales, robaban en los cementerios abandonados de la calle de Magallanes e iban a refugiarse a la casa del Muerto en el camino de Tetuán.
Todos aquellos alrededores sugerían a Beltrán una historia o una anécdota. Cuando marchaba desde su casa hacia los altos de Monteleón se detenía en un punto y decía:
—Aquí vi yo agarrotar al regicida Otero.
Si se acercaba a la Guindalera contaba con detalles un crimen cometido en este barrio y cómo entre una mujer, su amante y un amigo de éste lo habían matado y mutilado al marido, y concluía diciendo:
—Yo los vi a los tres en el palo sobre la tapia de la Cárcel Modelo.
Beltrán contaba historias truculentas de lo que pasaba en los cementerios de su antiguo barrio. Según él, todas las tumbas de personas ricas enterradas allí habían sido violadas y registradas. Había la tradición que el primer cadáver que se llevó al cementerio del Norte fue el de una querida de Pepe Botellas, y que al día siguiente robaron el ataúd con la muerta y lo enterraron en el jardín de una casa. En algunas sepulturas se habían encontrado cuerpos que, sin duda enterrados vivos, habían arañado con las uñas la tapa del ataúd.
Los cuentos de Beltrán eran para poner los pelos de punta a cualquiera. El hombre tenía el gusto de lo macabro. Él se explicaba estos enterrados vivos por haberlo sido en épocas de epidemia.
Le habían contado también que en el cementerio próximo a su antigua casa quemaron el cadáver del cura Merino y que entre el cementerio y el Hospital de la Princesa estaba el quemadero de la Inquisición, con su cruz.
De anécdotas sobre maleantes que asaltaban aquellos campos santos contaba muchas, desde los que robaban las lápidas para las tiendas de quesos y el metal de los ataúdes para las prenderías hasta los que iban a dormir a los nichos y tenían el producto de los robos guardado en cajas de muerto.
También contaba con gran delectación cómo había ayudado al sepulturero de la Patriarcal a romper un ataúd de cinc soldado, en el que apareció el cadáver de un obispo, con su mitra y sus hábitos. Según Beltrán, al romperlo había soltado tan mal olor que estuvieron a punto de marcarse. Sin duda, el obispo no había muerto en olor de santidad.
Beltrán era un entusiasta de las afueras, sabía la geografía de los alrededores madrileños como nadie. Conocía a los atracadores del barrio, a los pajareros y a los cazadores furtivos de El Pardo, que cogían conejos, faisanes y gamos en la posesión real y los vendían en merenderos próximos. Beltrán había estado en París, contratado por un empresario español a trabajar en una plaza de toros y en un juego de pelota, pero las orillas del Sena no le entusiasmaban; aquello no era lo suyo.
Otro tipo de la vecindad que interesaba a Thierry era un señor para quien trabajaba Beltrán algunas veces. Este señor era sencillamente un ladrón de casas, de esos a los que en lenguaje policíaco llaman topistas.
El hombre vivía en un hotelito del barrio, aislado, construido en un sitio estratégico, como puesto en guardia.
El topista se llamaba don José. Don José no salía apenas de casa. No hablaba con nadie. Solamente con Beltrán se franqueaba y expansionaba. Era menudo, pequeño, calvo, de aire amable. Tenía mujer y dos hijos, varón y hembra. Contaba ya con alguna fortuna, producto del timo del entierro, que había practicado durante mucho tiempo. Sabía cuatro idiomas a la perfección, y tan pronto firmaba Gómez y era de Sevilla, como Soler y era de Badalona, o Smith y era de Liverpool, o Durand y era de Poitiers.
Por lo que decía Beltrán, aquel hombre últimamente no preparaba sus robos ni tenía cómplices. Era un virtuoso del latrocinio. Trabajaba solo.
Una tarde de domingo o de día de fiesta le entraba a don José la ventolera, el afán de la aventura, y se decidía.
Se vestía con cierta elegancia, se ponía una capa, tomaba su palanqueta y sus demás artefactos; se despedía de su familia como si fuera a dar un paseo y se marchaba a algún barrio elegante y lejano.
Allí llamaba al timbre de varios hoteles. Si respondían, preguntaba por un señor cualquiera; si en alguno no respondían se preparaba para su trabajo. Descerrajaba la puerta con rapidez y se metía en la casa.
Ya dentro, echaba el cerrojo y recorría los cuartos para comenzar un desvalijamiento metódico. Iba eligiendo los objetos de más valor, tasándolos con detenimiento, rechazando los que eran de mucho peso y no se podían llevar con comodidad. Después sacaba de su chaqueta un saco oscuro que llevaba preparado y metía todo el botín.
Echaba una mirada por los alrededores del hotel y si no había nada que indujera a sospechas abría la puerta y se marchaba embozado en la capa.
Si le sorprendían cuando estaba en sus operaciones suspendía éstas, se acercaba a la puerta y decía al vecino, alarmado, muy finamente, que llamara a los guardias y que se entregaría sin resistencia. De esta manera le condenaban por robo frustrado, lo que tenía, según los artículos del Código, poca penalidad.
Por lo que le decía a Beltrán, no había en el mundo emoción como la de robar. Amores, ambiciones políticas…, todo esto era literatura.
Para representar la intensidad de la emoción le contó a Beltrán una anécdota.
Un día estaban preparando en Cádiz una estafa un jerezano, ladrón muy hábil, y uno del Puerto de Santa María. El jerezano era demasiado aficionado al vino de su pueblo y no aceptaba otro. El del Puerto aseguraba que la manzanilla de su tierra era cosa seria.
Estaba el jerezano pensando en el negocio, medio adormilado y bebiendo de cuando en cuando de su vino favorito, cuando el del Puerto trajo una botella de manzanilla y llenó los vasos. El jerezano cogió el vaso, bebió un sorbo, y con los ojos asustados dijo:
—Pero oiga, compare. ¿Esto es agua de sebá?
Para don José, todo lo que no fuera el jerez puro del robo se podía considerar como agua de sebá.
Era muy posible que don José inventara robos y se los atribuyese para hacerse más interesante, con una vanidad de autor.
La mayor condena que había tenido aquel hombre había sido en Francia, en una ciudad del centro, robando un Banco. Había entrado, había abierto la caja y estaba sentado, fumando un pitillo para aclarar las ideas, viendo qué clasificación hacer de los valores, cuando dos mozos brutales de la casa, incapaces de comprender el arte, se echaron sobre él y tuvo que pelear con ellos, cosa contraria a sus costumbres.
Thierry pasó varias veces por delante del hotel del topista; pero éste no se mostraba y no llegó a conocerle.
Poblaban el barrio por entonces gente misteriosa y sospechosa, desconocida y no identificada. Salían casi todos los días de sus escondrijos y marchaban al centro a sus negocios oscuros.
Mucha población maleante abandonaba los barrios bajos y se trasladaba a los Cuatro Caminos.
Otro tipo curioso de la barriada era un policía destituido o retirado que vivía en un cuartucho barato de una vieja usurera de aire grotesco conocida con el nombre de doña Paquita.
La casa de doña Paquita era un hotel de ladrillo, con un jardín detrás, con unas tapias altas, erizadas de pedazos de cristales. La casa estaba convertida en una prendería, en tienda de antigüedades o en un arca de Noé, como decían los vecinos. Había allí muebles, trajes, cacharros, damascos y libros amontonados. Se decía que doña Paquita era riquísima y que tenía billetes de mil pesetas metidos en botes de conservas. Al parecer, esta arpía había sido en su juventud figuranta de un teatro y había dado sus escándalos. Un hombre de aspecto torvo, el administrador de doña Paquita, era el que se presentaba cuando alguien quería ver a la vieja. En el piso alto tenía su cuarto el policía.
Todos los días, hiciera bueno o mal tiempo, este hombre marchaba al centro de Madrid a pretender algo, a pedir algo. Mañana y tarde andaba por las calles, con la cabeza baja y un paso de paralítico. Se paraba en los escaparates de las tiendas, en los portales de las fotografías, y seguía su marcha con su aire triste y sus ojos apagados. Thierry pensaba al verle en el hombre de las multitudes de Poe. Esta marcha constante, este andar horas y horas por las calles, al parecer sin objeto, le producían horror.
Otros tipos así, destrozados, misteriosos, había también en el barrio, pero no conocía de ellos más que su silueta o su sombra.