A principios de noviembre la Silvestra dijo a Thierry, recogiendo la indicación de éste:
—Oiga usted, señorito —no le parecía bien hablarle de tú—; hay una casa aislada, como la que usted dice que le gustaría para vivir, en la calle de Bravo Murillo. Vaya usted a verla.
La casa estaba entre la glorieta de Quevedo y los jardines del depósito del canal de Lozoya, en la esquina de una calle recientemente abierta.
Esta calle transversal, aún no urbanizada, comenzaba en la de Bravo Murillo y continuaba hacia el Hipódromo.
La casa era un pequeño hotel, en mal estado de conservación, con un jardín cercado con sus tapias. Dos de éstas, en ángulo recto, daban a calles recién abiertas.
La fachada, de ladrillo muy rojo, estaba cubierta en parte por una enredadera, ya marchita, ennegrecida por el otoño. El piso bajo tenía un mirador saliente y el alto un ventanal con cristales rotos y compuestos con tiras de papel.
Se entraba por la puerta de la tapia al jardín, descuidado, con unos árboles raquíticos y un cenador rústico con rosales de rosas blancas.
La puerta del hotel se hallaba adornada con una marquesina de cristales sucios y a los lados con dos estatuas de piedra, una de Flora y otra de Pomona. El portal era pequeño y estaba prolongado por un corredor hasta un patio.
Una escalera partía del portal para los dos pisos.
En el fondo del patio se levantaba otro edificio de ladrillo, con una escalera de hierro. Este edificio, construido de paredes de pandereta, según expresión de Beltrán, tenía en la planta baja una antigua cochera, empedrada con losas; encima, habitaciones, y en vez de tejado una azotea con un palomar.
En el hotel, en el piso primero, había cocina, comedor, recibimiento y un salón grande y decorativo con el mirador de cristales. En el segundo, una especie de estudio, muy amplio, con el ventanal, alcoba y un cuarto de baño.
El hotel debía de haberlo construido alguna persona rica y amiga de la ostentación. Estaba arreglado y dispuesto con gusto, quizá destinado y preparado en su tiempo para alguna mujer.
El salón del piso bajo era elegante y pomposo. Tenía las paredes tapizadas de un papel como tela, en cuadros limitados con varillas doradas, roto ya en varias partes y lleno de agujeros de clavos, por donde salía la cal. El suelo era de baldosas blancas y negras, que formaban dibujos. En un testero había una gran chimenea de mármol con un cierre de láminas de hierro que no funcionaba.
El techo era lo más lujoso de la sala: tenía alrededor una escocia con molduras y medallones con cabezas de guerreros y guirnaldas de flores y frutos y el centro artesonado, esculpido y pintado con angelitos blancos sobre fondo pardo y azul.
Era un salón como de recepciones, de lujo, venido a menos, deteriorado por el tiempo y por el mal trato que le habían dado los inquilinos sucesivos.
El estudio o despacho del piso segundo debía de haber sido elegante, pero estaba también muy estropeado; sin duda tuvo allí su taller algún fotógrafo y dejó manchas negras en las paredes y en el suelo.
El hotelito alquilado se encontraba en el ángulo de un gran solar, ancho y largo cuadrilátero limitado en gran parte por estacas negras, que debía formar, cuando la ciudad se extendiese por allí, una manzana de casas.
Cerca del hotel, en una de las calles que limitaban el gran solar, había varias casuchas pequeñas nuevas, en fila, con tiendas miserables. En los otros lados del cuadrilátero se levantaban chozas y en medio un caserón grande, amarillento, de tres pisos, arruinado y derruido, transformado en guarida de mendigos y de golfos. Este caserón era conocido en el barrio con el nombre de la casa de la Higuera.
Por la azotea del edificio de atrás, de ladrillo, que daba al gran patio, se veía como una plaza de aldea con casas terreras de una puerta y una ventana sola y más lejos el caserón medio derruido, guarida de golfos.
Desde el mirador del primer piso del hotel se veía el cementerio de San Martín, con sus cipreses puntiagudos y negros.
El hotel quedaba como aprisionado, en parte, por el gran solar. Éste, con su muralla de estacas embreadas, parecía un antiguo campamento. El tal espacio rectangular daba a cuatro calles.
En uno de los lados, en la fila de casas nuevas, pequeñas y pobretonas, había una churrería con las paredes pintadas de azul, una tintorería el Arco Iris, una tienda de comestibles y la taberna La Valdepeñera.
En un balcón se leía un letrero flamante, que decía con laconismo telegráfico: González, pirotécnico.
Había también en una de aquellas casas una cacharrería, con un pequeño escaparate, en el cual se paraba Thierry con frecuencia a contemplarlo. Le encantaba por su sencillez y por su humildad. Mostraba cometas, hechas con cañas y percalina roja, unas jarritas de barro, aleluyas, calcomanías, papeles pintados para los vasares de las cocinas, un ferrocarril de juguete de hoja de lata, caballos de cartón y una fuente vidriada llena de bolitas de colores para jugar, que en el norte de España llaman canicas. Dentro de la tienda había cántaros y muchas escobas y zorros.
El alquiler de la casa escogida no era grande. Thierry se decidió a quedarse con ella. Iría a habitarla con la Silvestra y con Beltrán el farolero. Estos ocuparían el edificio del fondo, con lo cual todos podrían vivir independientes. Beltrán arreglaría su taller en la cochera. La Silvestra haría la cocina.
Jaime, por intermedio de Beltrán, se agenció unos muebles. Puso su despacho en aquel salón decorativo del primer piso, con su mirador, su chimenea y su artesonado en el techo, mandado sin duda ornamentar por algún buen burgués de gustos aristocráticos. Era al principio del otoño. En la casa se sentía mucho frío. Había corrientes de aire, las puertas y ventanas no cerraban bien. En la chimenea de mármol del salón Thierry encendía trozos de madera, de ripia, que compraba Beltrán en los derribos muy barata y servían también para la cocina. Estas tablas de derribo, desiguales, con clavos gruesos, estaban manchadas de cal y de pintura. Muchas veces no entraban a lo largo en la chimenea y había que ponerlas de punta, dejando parte de ellas fuera. Todo esto daba a Thierry una impresión completa del desorden, un poco fantástico, de su vida.
Pronto se acostumbraron al hotel. La combinación no era del todo cómoda para Thierry; la comida preparada por la Silvestra no estaba siempre buena ni siempre a la hora. A Jaime le hacía gracia esta familia improvisada y ser el jefe de ella.
La Silvestra le trataba con gran respeto, como al antiguo señor; le consultaba para todo, y estas consideraciones, entre decorativas y afectuosas, le gustaban a Thierry por su contraste con la vida modernísima y mecánica de Norteamérica.
Thierry tenía simpatía por los chicos de la Silvestra. El mayor, Manolo, Manolín, era avispado y callejero; el segundo, Beltrán, parecía más serio y más formal, y la tercera, de seis años, le entretenía con su charla infantil. Ésta se llamaba Silvia. A su madre se le antojaba feo su nombre Silvestra y le había llamado a la chica Silvia con un nombre casi idéntico al suyo, pero más distinguido.
Manolo, de trece años, ya no iba a la escuela y andaba merodeando por las afueras, como su padre. Una vez le llevó a Thierry un perro de Terranova muy hermoso y al poco tiempo otro más pequeño. Los dos perros solían estar echados al lado de la lumbre mientras Jaime escribía o leía.
Se dedicaba por entonces a los autores castellanos clásicos y modernos y a tomar sus notas. Gonzalo de Berceo y el arcipreste de Hita eran sus escritores favoritos. Era también entusiasta de fray Luis de León, de San Juan de la Cruz, de la novela picaresca y de los dramas de Calderón.