XIII

Thierry guardaba gran entusiasmo por la memoria de su madre. Todo cuanto se relacionase con ella le producía interés y cariño. La tendencia españolista le llegaba también por influencia materna.

A poco de venir a España, al final del verano, se le ocurrió a Thierry escribir al pueblo de Burgos, donde la familia de su madre había tenido posesiones. Supo que la hija de un antiguo capataz de los López de Gamboa estaba en Madrid. Vivía en los Cuatro Caminos, casada con un carpintero.

Fue a verla. La Silvestra, con diez o doce años más que Jaime, había conocido a éste de chico. La Silvestra y su marido, Beltrán, se encontraban por entonces en una situación poco lucida; el marido en huelga en su oficio desde hacía tiempo.

Beltrán, hombre muy trabajador, muy vividor, no en el mal sentido de la palabra, sino en el de ingenioso, activo y económico, encontraba chapuzas, como decía él, para ir viviendo. Estaba entonces empleado en el Ayuntamiento de farolero interino.

Como le sobraba tiempo, Beltrán hacía mil menesteres; fabricaba juguetes, salía con su hijo Manolín un poco a la busca, cogía collejas en sus paseos por el campo y cazaba con liga pájaros para venderlos.

La Silvestra, muy lagarta, convenció a Thierry de que fuera a vivir con ellos.

Jaime sentía el patronazgo, el procerismo, y se creyó en el caso de proteger a la hija del antiguo colono de la familia y a su marido.

Thierry aseguró que a él le gustaría vivir en una casa aislada, solitaria, sin vecindad. La Silvestra tomó en cuenta la indicación.

La Silvestra, mujer de tipo de pueblo, rubia, de nariz corta, con una manera de hablar muy aldeana y muy cruda, decía cosas enormes. Tenía los ojos claros y la expresión satírica.

Cuando le llamaban la atención para indicarle algo se le desviaba un ojo, y al mismo tiempo hacía un guiño malicioso completamente inconsciente.

—Ya está haciendo «la Ojos» la señal del tres —decía su marido en un arranque de humorismo.

Parecía la seña de un jugador de tute o del mus al compañero.

—Las palizas que me ha pegado mi madre por esto del ojo —decía la Silvestra—; pero no lo puedo remediar.

En la vecindad las comadres enemigas le llamaban «Ojo plato».

Beltrán, el farolero, así le conocían en la calle, era hombre delgado, cetrino, sonriente, filósofo, con acento madrileño y una voz más madrileña aún. Tenía la cara triste, morena, expresiva, y le faltaban casi todos los dientes.

—El que ha comido el pan de Madrid no quiere vivir en su pueblo —decía.

Él no era de Madrid, pero había venido a la capital muy de niño.

Para él, los Madriles eran algo perfecto. Si a esta perfección se unía el tomar de cuando en cuando un quince de Valdepeñas, de Valdepeñí, como decía él, la perfección se sublimaba.

Hombre muy rico de léxico, muy observador, Beltrán hablaba con mucha precisión y con muchos requilorios; contaba su estancia en el hospital, donde le habían operado, con tantos detalles como un cirujano.

Parecía tener un gran placer en explicar su enfermedad y el tratamiento quirúrgico al que le sometieron.

Mezclaba en su conversación palabras de su tierra de Castilla la Vieja con otras de Madrid, de las afueras, y términos de cazador furtivo. A un tonto le llamaba lo mismo atontado, pasmado, cebollo o cazuelo, o afirmaba con desdén: «Ése no ve ni jilgueros». De un tipo petulante y presumido, aseguraba: «Es más cursi que un repollo con lazo». De una mujer inoportuna y zafia decía: «Es una tía queso». Sabía muchas palabras de caló y de germanía y le gustaba emplearlas.

Beltrán era hijo del sacristán del pueblo y había comenzado a estudiar para cura, pero lo había dejado por falta de vocación. Todavía recordaba algunos latines, sobre todo macarrónicos y de aire pedantesco, pero más que los latines le gustaba el argot popular.

Llamaba a la policía la bofia; a los billetes de cien pesetas, los pápiros, y a los de veinticinco, los cangrejos. Decía siempre que podía camelar por enamorar o engañar; sornar, por dormir, y apandar o garfiñar, por robar. La cama era la blanda; la cárcel, la trena; la taberna, la tasca; la comida, la bucólica; la bolsa, la zaña, y la capa, la nube. Llamaba a los garbanzos los gabrieles; a un duro, un machacante; a una muchacha, una gachí, y a un chico pequeño, un churumbelillo. Decía de los randas que andaban garbeando por el barrio. Le gustaba cortar las palabras, y la milicia era la mili; la Delegación, la Delega, y la Comisaría, la Comi. En cuestiones tabernarias tenía una riqueza de términos extraña. Tan pronto el vaso era un colodro como un chato; un quince o un tiesto; tomar unas copas entre varios era echar una ronda o tomar unas tintas. El vino era unas veces el morapio, el peleón, el pardillo, el mostagán, etc., y para la borrachera tenía quince o veinte términos: filoxera, cogorza, tranca, pítima, trupita, castaña, melopea, papalina, etcétera, etcétera, y hasta necesitaba echar mano del vascuence para emplear la palabra moscorra. Le gustaba hacer el resumen de una conversación con alguna frasecilla medio argótica o medio gitana. «Hay que estar al file.» «Hay que abiyelar parné.» «Hay que achantarse la mui», o «¡Échele usted hilo a la cometa!» Estas frases las decía llevándose el dedo índice al párpado inferior del ojo derecho.

Thierry le reprochaba el que hablara en su casa a su mujer y a sus hijos este lenguaje de chulos y de gente maleante; pero Beltrán no hacía caso.

Thierry bromeaba también con Beltrán por su profesión.

—Beltrán el farolero parece el título de un melodrama —le decía.

—¿Pues por qué?

—Así parece. El de farolero es un oficio distinguido —añadía—; he leído que en Inglaterra, durante la Revolución francesa, muchos aristócratas de París emigrados en Londres se hicieron faroleros.

Beltrán comprendía la broma y se reía o contestaba con alguna de sus frases clásicas.

Beltrán solía tocar la guitarra. Cantaba con poca voz y con mucho estilo. Su especialidad eran los tangos populares.