Carlos, testigo de los altercados de Thierry, se acercó a él pensando si podría aprovecharlo en algo, y se puso de su parte. Le acompañó y le sirvió de cicerone en el mundo literario, político y periodístico madrileño. Jaime Thierry era hijo de un ingeniero francés, casado con una española que fue a vivir a los Estados Unidos.
El joven literato se ponía en las tarjetas Jaime Thierry y López de Gamboa.
Thierry bebía mucho. Había traído de Norteamérica la costumbre de injerir líquidos alcohólicos fuertes y complicados de nombres extraños. Esta costumbre quería considerarla como una superioridad, y casi le parecía una ciencia el conocer el nombre inglés de las distintas mezclas y brebajes fabricados en el país de los yanquis.
Jaime de físico estaba bien. Era un joven alto, un poco flaco y estrecho, tirando a rubio, las piernas y los brazos largos, impertinente y con mucha afectación. Parecía un vizconde de novela francesa.
Su color era pobre, subictérico. Se decía, y parecía verdad, que, sobre todo de noche, se pintaba las mejillas para no parecer un desenterrado. Esto, naturalmente, le desacreditaba.
Otra de las manías mal disimuladas era la de mirarse en los espejos y en los escaparates de las tiendas. En las lunas del café se estaba estudiando constantemente. Llevaba también un espejito en el bolsillo para verse. Tal preocupación parecía algo patológico, sobre todo por lo exagerada.
Jaime contó a Carlos su vida: su padre enviudó pronto y casó enseguida con una americana. Él tenía tanto odio por su padre como por su madrastra. Deseaba que se murieran cuanto antes.
Jaime Thierry estuvo de niño en un pueblo de la provincia de Burgos, donde la familia de su madre tenía propiedades; luego le llevaron a un colegio de Francia hasta los doce o catorce años, en que fue a los Estados Unidos. En Nueva York leyó las poesías de Edgard Poe y de Walt Whitman y le produjeron tal entusiasmo, la de este último sobre todo, que quiso imitarle y conocer el mismo mundo descrito por el poeta de obreros, marineros, descargadores y pilotos.
El joven Thierry recorrió Long Island y anduvo vagabundeando por distintos lugares de los Estados Unidos, después por México y Cuba.
Cuando le dieron la parte que le correspondía de su madre decidió venir a España y se embarcó en seguida. Thierry hablaba bien el francés, el inglés y el español; el inglés, con acento yanqui.
Thierry, a pesar de su entusiasmo por la literatura y por España, no pretendió escribir versos en castellano, aunque ésta había sido la gran ilusión de su adolescencia. No conocía bastante bien el idioma literario.
El joven Thierry era un poco neurótico. Tenía con frecuencia una sensación de angustia en el epigastrio. Le aseguraban los médicos ser cosa sin importancia y que con la edad se le corregiría.
Otra de las características suyas, consecuencia de su neurosis, consistía en la desigualdad de genio, tan pronto amable como brusco, atrevido y tímido, asustadizo y valiente. Su principal característica era ser un inadaptado; perdía con mucha frecuencia el sentido de la realidad y no sabía reaccionar sobre las cosas exteriores de una manera juiciosa y prudente.
Carlos Hermida contó a su madre las extravagancias de su amigo. Doña Antonia dijo:
—No hagas muchas amistades con él. Los hombres que tienen ese carácter pueden dar sorpresas muy desagradables.
Thierry vestía de una manera un tanto afectada: tenía el afán de aparecer muchas veces con levita, sombrero de copa y bastón. De noche se presentaba con frecuencia en los jardines del Buen Retiro con traje claro y sombrero de color.
Se agitaban en él instintos contradictorios: el sentido social del francés heredado del padre, la tendencia individualista y un poco mística de la madre y luego lo absorbido en el medioambiente yanqui, que le había dado como una sobrealma, con entusiasmos superficiales por los grandes negocios de industria, de Banca y de Bolsa.
Thierry era hombre activo, le gustaba trabajar, pero no estaba decidido y no sabía en qué emplear su actividad.
Con frecuencia se sentía triste, agotado, sin esperanza alguna. Entonces consideraba el vivir al día y el tener una pequeña distracción suficiente atractivo para ir tirando malamente.
Otras veces le nacían grandes ilusiones. A pesar de sus ideas de aventurero desesperanzado, le quedaba aún mucho de niño. Thierry era hombre que no podía vivir solo, necesitaba una familia, un amigo o una mujer, algo que le completara. Esta sensación suya de falta, de manquedad, le angustiaba.
Thierry recordaba a su madre con gran tristeza. Al parecer, su padre le abandonó. Este había sido un conquistador, hombre de buena fortuna, siempre complicado con líos de mujeres.