XI

Carlos solía ir con frecuencia a la tertulia de un café del comienzo de la calle de Alcalá, próximo a la Puerta del Sol. Se reunían allá alrededor de unas mesas varios literatos en agraz, poetas y dramaturgos y dos o tres aprendices de novelistas.

Las conversaciones y discusiones entre ellos eran exclusivamente literarias. Muy pocos sabían algo de literatura antigua; la mayoría conocía a los escritores de la época, sobre todo a los extranjeros.

Para ellos, antes no se había escrito nada digno de leerse. Los autores del principio de siglo eran tan desconocidos como los del XVI o XVII.

A los jóvenes españoles se les unían algunos sudamericanos agrupados alrededor de dos tipos conocidos y de bastante nombre. Uno de éstos, medio indio, medio mulato, con unos brazos como de simio, largos hasta las rodillas, y el otro con una pelambrera negra y rizada, aire sucio y manos grandes, siempre calientes y húmedas. También aparecía de cuando en cuando en la tertulia algún francés decadente, flaco y melenudo.

A Carlos no le interesaba mucho la reunión, pero iba a ella pensando si de allí se podía sacar algo en limpio.

Aquella gente, llegada de todas las partes de la Península, podía convertirse en un grupo político juvenil, y si por casualidad venía empujando y llevaba un movimiento ascendente convenía unirse a él y avanzar en la oleada. Si no subía y no llegaba a cosas mayores, no sería difícil separarse de la turba escandalosa y literaria.

—La cuestión es vivir y sacar unos cuartos —decía Carlos ejerciendo de cínico—. Yo no creo en sistemas literarios. El que tenga personalidad y talento al último se destacará.

En la primavera de aquel año se presentó en el café un joven venido de Norteamérica, llamado Jaime Thierry. A Thierry, tipo un poco petulante, de veintidós o veintitrés años, se le acusó en la reunión en seguida de querer jugar al lord Byron y al dandismo.

No era el dandismo suyo el frío y aristocrático de la Inglaterra tradicional, sino un dandismo revolucionario muy próximo al anarquismo. Thierry protestaba si le llamaban bohemio o periodista.

—Ni bohemio ni periodista —dijo varias veces—. Si quieren, que me llamen aventurero; bohemio, no. No soy bastante tonto para estar en la calle muerto de hambre y querer reírme del que vive cómodamente y bien en su casa lujosa.

Entre los contertulios del café Jaime Thierry produjo más antipatías que simpatías. El recién venido se mostraba de un individualismo radical y furioso.

Thierry se manifestó petulante y agresivo, tuvo discusiones violentas con unos y con otros, terminadas en riñas y en insultos. No había entre los aprendices de literato reunidos allí ni cordialidad ni comprensión, ni benevolencia, y las cuestiones se resolvían o se zafaban con burlas, sátiras y baladronadas.

Jaime se mostraba muy hostil con los sudamericanos, y tuvo con ellos grandes disputas.

Thierry era enemigo también de los Estados Unidos. Estaba convencido de que al fin declararían la guerra a España; pero los Estados Unidos, a pesar de su mercantilismo y de su rapiña, tenían un carácter fuerte, y la América latina no pasaba de ser, según él, una mala imitación de Europa.

Thierry se ponía en contra de todos. Él aseguraba que el francés no era nada comprensivo. París era para él una ciudad correcta y poco interesante. Aseguraba que, para uno llegado de Nueva York, París tenía un carácter de pueblo provincial, de literatura de bulevar, retrasada y aburrida. En París y en las demás capitales francesas sucedía como en Madrid: la mayoría de la gente andaba por las calles paseándose; así, cuando hacía mal tiempo se veían las calles vacías. Esto no ocurría en Nueva York, donde la gente marchaba de prisa con diez grados bajo cero o con cuarenta grados a la sombra.

Estas afirmaciones producían la cólera de los americanos, para los cuales ir a París era alcanzar el doctorado en la vida. Thierry atacaba a los hispanoamericanos y les achacaba ser imitadores sin gracia, de una manera plana y vulgar, de todo lo parisiense; también le parecía insignificante el optimismo banal del joven yanqui.

Thierry había leído algo de Nietzsche en francés y a Dostoievski en traducción inglesa. Después leyó a los escritores de la Gran Bretaña de la época, a Meredith, Stevenson y Kipling. Estos conocimientos de autores ingleses le caracterizaban. Otra de las cosas que le distinguía de los demás literatos era su afición a la música. La mayoría de los escritores la ignoraban y no la sentían, considerándola muchos, como algún autor célebre, el más caro y el más desagradable de los ruidos.