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Doña Antonia pensó que la carrera de Carlitos se podía dar por comenzada. Después de todo era cuestión de dirigirla y de encauzarla. Al arbolito tierno había que podarle implacablemente y arrancarle los retoños inútiles. Doña Antonia decidió mudarse del quinto piso al segundo de la misma casa. El cuarto nuevo costaba dieciocho duros al mes.

Se arregló el piso, se compraron a plazos algunos muebles y se alhajó la sala. El retrato del abuelo brigadier, don Antonio González de Villalobos, con su bigote y perilla, se colocó en la pared en el sitio de honor, sobre un sofá. Era el norte al cual debía enderezarse constantemente el rumbo.

Los mejores cuartos de la casa se destinaron para alcoba y despacho de Carlos. La madre y las hermanas, sobre todo la mayor, Adelaida, vivían para él, pensando exclusivamente en su porvenir.

Carlitos iba extendiendo sus amistades en el medio político y periodístico. Como era hábil y parecía modesto, se le consideraba chico de buen corazón. Conocía muy bien la aguja de marear. En la calle, en el periódico, presumía de imprevisor, de holgazán y de descuidado. Se le tenía por un literato obligado a trabajar en faenas no muy propias para un hombre de imaginación y de gracia.

En el fondo sentía un gran desprecio por la literatura y un gran entusiasmo por la política y por la posición. La literatura le parecía un medio de perder el tiempo. Sabía fingir lo contrario.

En su casa hablaba únicamente con sinceridad con su madre. ¡La posición! ¡El alcanzar una posición sólida! ¡El alternar con la gente rica y distinguida! Esto constituía su ideal.

La dirección de doña Antonia en los asuntos de Carlitos era férrea. No se debía desviar lo más mínimo de la línea trazada. Nada de amores insustanciales ni de tonterías, sino marchar al fin con energía y tenacidad. Bastaba contemplar el retrato del abuelo brigadier y pedir consejo a su estampa muda, llena de galones y cruces.

La madre de Carlos iba comunicando sus ambiciones a su hijo. En su imaginación le veía prosperando y avanzando por en medio de la sociedad. Como habían pasado del piso quinto al segundo de la casa donde habitaban, irían después a una calle mejor y acabaría dejando a Carlos con un gran destino y casado con una mujer rica.

El joven Hermida iba aprendiendo, no sin algunas dificultades, el arte de escribir hilvanando lugares comunes sin una idea original. Leía con gran atención los artículos de fondo de los periódicos para aprender la manera de enjaretarlos. Todos los distingos clásicos del articulista tomados como maquiavélicos en las redacciones los iba manejando; las perogrulladas adornadas de sí que también y sin embargo fluían con facilidad de su pluma.

Carlitos leía a su madre sus producciones; en cambio, las ocultaba a su novia; ésta quizá se hubiese reído de ellas.

Carlos pudo emanciparse del bramante de confeccionador de periódico heredado de Folgueira y pasó a redactor de importancia: a escribir artículos de política e interviús. Por entonces nombraron director a Montes Plaza.

Carlos celebraba conversaciones con los políticos y entraba en las casas y en los ministerios con gran soltura. No firmaba nunca sus artículos. Le gustaba cultivar la interviú política. Si en ella se decían vulgaridades pedestres, él se defendía. No era suya la culpa si le contaban necedades y si la política estaba hecha a base de aquellas inepcias.

Muchas veces daba a las vulgaridades escritas por él primitivamente en serio un tinte de broma y adquiría de este modo un aire burlón y satírico de humorista. Si se trataba de cosa de importancia consultaba la interviú con su madre y ésta era el árbitro. Ella indicaba: «Sí, esto se puede decir», o «No, eso no se puede decir», y, en general, acertaba. Doña Antonia tenía un sentido social agudísimo y sabía por intuición hasta dónde podía llegar la audacia y dónde debía detenerse.

La familia admiraba mucho a Carlos cuando hablaba del gran político a quien acababa de visitar, y explicaba con detalles cómo tenía puesto su despacho y quién le había salido a recibir. Únicamente Emilia, la hermana menor, protestaba a veces del carlismo, como decía ella, triunfante en su casa.

Entre los periodistas se sentía profunda admiración por algunos fabricantes de artículos a quienes se consideraba como grandes escritores. Les halagaba sin duda la idea de que el trabajo rápido y precipitado no permitía a los articulistas escribir obras de gracia o de profundidad. De no ser por aquellas faenas agotadoras, los Cervantes, los Calderones y los Shakespeare habrían salido a docenas de las redacciones.

Carlos comenzó a ir a todos los estrenos para conocer a la gente de sociedad. Su hermana Adelaida, a pesar de estar cansada del trabajo diario, le esperaba casi siempre hasta las dos y las tres de la mañana leyendo folletines y novelones. Carlos llevaba la llave, pero muchas veces se le ocurría tomar algo antes de ir a la cama, y por esto le esperaba Adelaida. Carlos se levantaba al mediodía. A su alrededor giraba la casa entera. Él era como el eje. Con la familia, menos con su madre, se mostraba muchas veces seco y malhumorado.

Quizás esto le parecía una manifestación de autoridad. Su hermana Emilia era la única que protestaba, y muchas veces se burlaba de él.

En la calle, Carlos aparecía sonriente y hasta con aire risueño y de atolondramiento. Él se ponía siempre a tono con el público.

—Es lástima —decía alguno en la redacción o en el salón de conferencias del Congreso—; este muchacho tiene talento, pero con esa vida que hace no podrá salir adelante.

Le pasaba todo lo contrario: no tenía ningún talento e iba a salir adelante con gran facilidad.

No hay como el mundo político y literario para carecer de olfato y conocer mal a las personas. Se elogia la hidalguía del comiquillo miserable, el buen corazón del granuja y la generosidad del roñoso y del usurero. En cambio, si, por casualidad, cae en ese medio el hidalgo auténtico, la buena persona y el hombre generoso, no se le reconocen jamás sus condiciones, quizá por incomprensión o quizá por envidia.

Parece como si hubiera un interés en no acercarse a la verdad y en vivir en la farándula y en la mentira. Quizás este interés exista.

El aspecto físico de Carlos acentuaba su carácter de periodista activo y emprendedor. Andaba de prisa, se metía en todas partes, preguntaba en la calle a derecha e izquierda. Había liquidado su timidez. Vestía siempre con cierta exageración, gastaba bigote a la borgoñona y tupé en la frente de aire atrevido y audaz.

A casa de los Hermida solía ir de tarde en tarde un pariente de doña Antonia, don Juan Ortigosa, llegado a ser subsecretario en su tiempo; hombre pétreo y pesado. Don Juan consideraba a Carlitos como un terrible revolucionario. Don Juan era el hombre del balduque, de estos individuos nacidos para ser oficinistas. El señor Quiroga se mostraba muy satisfecho de haber llegado a ocupar un alto cargo. Encontraba el mundo de su tiempo caótico, perdido; le parecía una de las grandes pruebas de la degeneración social el poco caso que se comenzaba a hacer, según él, en la burocracia y en la vida, de las viejas fórmulas consagradas.

Doña Antonia pedía a su pariente noticias de la política madrileña, que podían servir de algún modo para los planes de Carlos. Ella no desaprovechaba nada.

Por entonces Matilde Leven tradujo del inglés y adaptó con discreción y gracia una comedia muy divertida, que entregó a Carlos. Este la llevó a un teatro. Le faltaban a la comedia, según los técnicos, algunas gracias madrileñas, al parecer indispensables para el éxito. Un sainetero espolvoreó la obra con chistes groseros y bárbaros y algunos juegos de palabras. La comedia se representó como escrita en colaboración por Carlos y el sainetero y duró en el cartel dos meses en Madrid y una temporada larga en provincias.

Carlos cumplió con su novia haciéndole un regalito y llevándola a ver la función.