El elogio de los cuentos y crónicas aparecidos en los periódicos con su firma impulsó a Carlos a aprovecharse de ello de alguna manera. No se le ocurrió cobrarlos, porque ya sabía que esto para un principiante era imposible; pensó como más práctico hacerse periodista e ingresar en este oficio de los improvisados. La pequeña fama de sus falsas producciones podía servirle.
Fue con tal objeto a la redacción de un periódico conservador, donde le dijeron que no necesitaban gente, y luego a otro, llamado El Popular, órgano defensor de las ideas republicanas radicales.
La redacción estaba en la misma casa del director, un militar republicano destacado en un pronunciamiento de hacía diez años.
El militar, con el aspecto de un oficial del tiempo de la República del 73, era barbudo y desastrado. Le faltaba únicamente para estar en carácter una guerrera sucia y una gorra de cuartel.
El director tenía las oficinas en su misma casa en un tercer piso. Mientras trabajaban los redactores, más con las tijeras que con la pluma, entraba y salía la criada, pasaba el carbonero y el dependiente de ultramarinos. Muchas veces había trifulcas entre el tendero y la mujer del director, porque sin duda en la casa las cuentas se pagaban tarde o no se pagaban.
El director no tenía asignado sueldo a ninguno de sus periodistas. Estos, sin duda, se las arreglaban para vivir con lo que podían pescar no se sabía en dónde.
Carlos le llevó al director sus artículos, es decir, los artículos y cuentos de Matilde, y el militar, después de leerlos atentamente, le dijo, demostrando indudable sagacidad:
—Amigo mío, usted es demasiado fino y demasiado literato para mi periódico. Yo no tengo más que gente de batalla, gente de rompe y rasga.
—Eso no es obstáculo —replicó Carlos—. Aquí haré lo que sea necesario. Quiero aprender un poco el oficio de periodista.
—¡Ah! Si usted quiere venir aquí a trabajar se le recibirá con gusto pero yo no pago.
—Muy bien, vendré.
Carlos fue a la redacción. Había en ella tipos famélicos y barbudos, con chaquetas raídas y pantalones con flecos; pobre gente con familia, cargados de hijos, que no se comprendía cómo podían alimentarlos y vivir con ellos.
A pesar de su miseria crónica, eran algunos republicanos exaltados e intransigentes, pero abundaban mucho las deserciones. Por un destinillo cualquiera la mayoría de ellos se pasaba al bando contrario, y la redacción de El Popular daba un contingente grande de empleados y policías al Gobierno monárquico.
Carlos no ganaba nada en El Popular. Sin embargo, iba con asiduidad a la redacción. Pensó que aquello le podía servir, que allí podía comenzar el aprendizaje del oficio. Empezó a conocer periodistas, políticos y reporteros que hacían informaciones para la Prensa de provincias. Al poco tiempo se hizo amigo de un corresponsal y comenzó a ayudarle y a ir con él a Teléfonos y a Telégrafos.
Se daban en la redacción butacas y a veces palcos para los teatros. Carlos los reclamaba y convidaba a Matilde y a su madre. Seguía mandando los cuentos y crónicas de su novia aquí y allá.
A los seis meses de acudir todos los días a la redacción de El Popular Carlos pudo dejarla e ingresar en otro periódico, en El Mundo. Este tenía sus oficinas en un caserón antiguo de una calle céntrica. Aquí Carlitos comenzó a cobrar diez duros al mes, lo cual, en la época, se consideraba un comienzo espléndido.
El director, don Valentín Caballero, un señor mediocre, con fama de buen periodista, era un pobre diablo, serio, pesado y aburrido, de los que creen en el sacerdocio de la profesión y en que la Prensa es la gran palanca del progreso.
Los redactores de El Mundo no eran tan miserables, tan derrotados y tan anónimos como los de El Popular; algunos comenzaban a darse a conocer como escritores, otros estaban empleados en los ministerios y en el Ayuntamiento. Entre los colaboradores había alguno que otro profesor y literato de cierta fama.
Los más destacados de los redactores, los más jóvenes y los más bulliciosos eran Alejandro Dobón, Eduardo Larraga, Federico Golfín, Emilio Aguilera y Ángel Villaverde.
Alejandro Dobón, joven escritor llegado del Mediodía, acababa de ser soldado, sabía francés y había descubierto a Nietzsche, no se sabía donde; pero al mismo tiempo que se comenzaba a hablar del autor de Zaratustra en el mundo intelectual Dobón lo comentaba y defendía. La oscuridad, la bruma que envolvía al escritor alemán, citado sólo en revistas de última hora como un monstruo extraordinario, le prestaba mayor sugestión. El joven periodista cogió en su autor favorito el culto por la energía y la violencia, y le daba unas derivaciones exageradas y un poco absurdas.
Dobón, alto, de cara larga angulosa y bigote corto, tenía una voz hueca y campanuda y aire de soldado.
Emilio Aguilera, profesor de un colegio y periodista satírico, era un bufón. Tenía la cabeza redonda, los ojos vivos y brillantes, la nariz pequeña y la boca de labios gruesos. Hacía una sección cómica en el periódico y tenía gracia; pero sus chistes se destacaban mucho más dichos y accionados por él que leídos.
Golfín, inconsciente y atrevido, era pequeño, con una cara huesuda, escuálida, de calavera; un pelo rubio de estopa, la mandíbula saliente y los dientes grandes y amarillos de inglés de caricatura. Recordaba a un mono por lo vivo y lo desvergonzado.
Golfín era emprendedor y laborioso; había traducido melodramas del francés, que habían tenido algún éxito, y escribía una novela por entregas cuyos capítulos sacaba al mismo tiempo de varios folletines, mezclándolos unos con otros, lo que debía producir un resultado extraño. Golfín no tenía escrúpulos y buscaba el resolver la vida de algún modo, aunque fuera haciendo una trastada.
Eduardo Larraga, crítico de teatros y de música, hombre frío y de mala intención, parecía una araña temblorosa y artera. No hablaba jamás, ni por equivocación, bien de nadie.
Si, por casualidad, se le deslizaba en algún párrafo un elogio, al instante lo corregía y ponía una reticencia maliciosa.
Este crítico ganaba dinero en un ambiente pobre y vivía con cierta esplendidez.
En lo demás no tenía decoro. Elogiar o denigrar, para él era lo mismo, dependía únicamente de su conveniencia.
—Amigo, cómo elogia usted el drama de Fulano —le decían.
—Sí, me conviene. Ya sé que es detestable.
Larraga usaba en sus críticas procedimientos poco delicados. Así, decía algunas veces: «Fulano, que me aseguraba ayer que el libro de Zutano es el más malo que se ha escrito desde hace años…» Lo que exageraba su indelicadeza era que el hecho era verdad y que el Fulano y el Zutano pasaban por amigos suyos.
El administrador, don Boni, era el hombre de confianza del político que sostenía el diario. Este don Boni llevaba barba blanca en abanico, vestía con pulcritud trajes claros y usaba para fumar una boquilla muy larga.
Cuando el jefe estaba en la oposición, don Boni hacía de administrador de El Mundo, y cuando el partido entraba en el Poder le solían dar un alto cargo.
Dirigía la parte material del periódico Pascual Folgueira. Folgueira era grueso, achaparrado, con cara ancha y cabeza comprimida en forma de pera; hombre malhumorado, de un egoísmo cerril y de una incapacidad extraña para enjaretar en el papel cuatro vulgaridades. Cada cuartilla repleta de lugares comunes corrientes le costaba sudores.
Folgueira dominaba el arte de confeccionar el periódico, de darle un aire interesante, poniéndole titulares sugestivos; tenía mucho sentido crítico, sabía muy bien quién valía y quién no en la redacción. Folgueira actuaba en un cuarto pequeño, en una mesa baja, entre cuartillas y galeradas, con un lápiz rojo y otro azul y un bramante para medir las columnas y calcular cuánto había compuesto y cuánto faltaba por componer para cada número. Solía estar siempre con el cigarro en el extremo de la boca, con un vaso de café y una copa de coñac delante. Hablaba con palabrotas.
Carlos se hizo amigo de los redactores. No se las echaba de literato. Esto no se lo hubieran perdonado. Él no tenía tampoco bastante desvergüenza y cinismo para alabarse de lo que no había escrito.
Carlos no quería lanzarse a publicar artículos para no demostrar su torpeza. Trabajó durante algún tiempo de reportero. Conocía los secretos de la información. Luego fue ayudante de Folgueira. Este le trataba mal.
—Si usted es literato, ¿a qué viene aquí? —le preguntaba de una manera brusca.
—Hombre, hay que vivir. ¿Por qué no se puede estar aquí?
—Porque aquí se escribe con las patas de atrás —le decía Folgueira, y le tiraba intencionadamente la ceniza del cigarro al traje.
Carlos aguantaba las bromas y malos humores de Folgueira. Éste, a veces, se emborrachaba y se mostraba más grosero y brutal que de ordinario. Para congraciarse con él, Carlos le convidó varias veces a comer en una taberna. Folgueira se mostraba tan sucio, tan cerril y tan bruto, que daba asco. En la comida cogía del plato lo mejor, manoseaba el pan para elegir el más blando y se limpiaba los dedos en el mantel.
Como a Folgueira se le consideró durante mucho tiempo imprescindible, no se tuvieron muy en cuenta sus impertinencias; pero cuando el administrador, don Boni, comprendió le podía sustituir por Carlos, le despachó muy amablemente.
Entonces Carlos Hermida comenzó a cobrar cuarenta duros al mes. Necesitaba pasar en la redacción desde las once de la noche hasta las cuatro o las cinco de la mañana con los lápices y el bramante heredados de Folgueira. Por la madrugada se marchaba a casa.
Cuando había alguna dificultad de bulto se trasladaba a la imprenta, establecida en una plaza próxima. Sabía ya bastante de cuestiones de tipografía. Para las cosas prácticas Carlos no era nada torpe.
Naturalmente, no podía acudir a la oficina de la Deuda, porque tenía que dormir de día. Como era considerado buen periodista, cumplidor y serio, don Boni habló al ilustre jefe, propietario de El Mundo, político importante, y éste abogó por él y le eximieron de la obligación de ir a la oficina. Al mismo tiempo le ascendieron y le colocaron en la plantilla de los empleados de Hacienda. Entre los dos sueldos reunía ochenta duros al mes.