Carlos, de pronto, apareció ante la gente con cierta vocación literaria. Esta vocación falsa procedía de Matilde, de su novia.
Matilde Leven sentía afición por la literatura, y escribía versos y cuentecillos con gracia. La estudianta, no muy guapa, tenía encanto, conversación agradable y amena.
La futura maestra se enamoró de Carlos; le pareció un tipo de buen muchacho, buen hijo, muy respetuoso y muy amante de su madre.
Era el espejismo de la ilusión, la ceguera que produce el fervor amoroso, que impide ver a las personas que interesan con los ojos de la inteligencia.
Las relaciones se iniciaron bastante frías por parte de Carlos y entusiastas por parte de ella.
Carlos no estaba mal de tipo; dentro de su vulgaridad, era fuerte, la cara correcta; mirándole atentamente se notaba en él cierta mezquindad y poca viveza.
Matilde reprochaba a Carlos falta de arranque para tomar determinaciones enérgicas. Creía que era tímido por candidez y por respeto y no por falta de inteligencia.
—¿Por qué no escribes en los periódicos? —le preguntó ella en una ocasión.
—Porque no se me ocurre nada.
—Pues a mí se me ocurren, no sé si tonterías o no, pero se me ocurren cosas.
—Pues escríbelas y publícalas.
—No, no quiero publicar nada con mi nombre. De una mujer sabia y literata se ríe en España todo el mundo. ¿Quieres publicar tú algo mío con tu nombre?
—Bueno, intentaré.
Carlos mandó a diferentes periódicos los trabajos de Matilde, firmados por él, y salieron cuentos y crónicas como si fueran suyos.
Matilde Leven, hija de un piloto escocés, casado con una vasca, se apellidaba Leven y Echeverri. Había pasado la infancia en Bilbao, y se sentía muy española. Después de muerto su padre en un naufragio se trasladó con su madre a Madrid. La madre de Matilde era una mujer siempre vestida de negro, huraña y poco comunicativa.
Matilde tenía un aire genial, la frente tempestuosa, los ojos brillantes, la expresión de inteligencia y de audacia. Recitaba muy bien; le gustaban las poesías de Bécquer, de quien se mostraba gran admiradora. Tenía las obras completas de Walter Scott, en inglés, que leía constantemente. También era música, y tocaba en el plano a Beethoven, a Schubert y Schumann con mucha expresión.
Matilde, entusiasmada con Carlos, creía a su novio un hombre excepcional, generoso, caballeresco. En cambio, Carlos sentía un fondo de rencor contra ella; comprendía demasiado su ingenio; su superioridad, y sus instintos generosos le humillaban.
Le hablaban a Carlos con frecuencia en la oficina y en la calle de los productos literarios de su vecina, que aparecían como si fueran suyos. Entonces los leyó con atención para contestar a las felicitaciones y a las bromas de algunos conocidos. Realmente Matilde tenía imaginación y talento, cosa para Carlos insólita e indignante. ¿De dónde sacaba aquella mujer aquellas ideas y fantasías? A Carlos le producía esto una mezcla de asombro y de desprecio.
—Hombre. Veo que escribe usted en los periódicos. Nunca lo hubiera creído —le decía alguno.
Era tanto como indicarle: No pensé que fuera usted capaz de esto. Lo tenía por más torpe y más bruto.
Algunos le indicaban, medio en serio, medio en broma:
—Amigo, yo ya le había calado a usted desde hace tiempo.
—¿Pues? ¿Por qué?
—Había comprendido por su aspecto que tenía usted algo de poeta. No, no me ha engañado usted.
Los elogios le producían mayor resquemor contra su novia.
Carlos no había leído casi nada de chico. Dos o tres novelas de Fernández y González y de Pérez Escrich y otros tantos folletines franceses de La Correspondencia en España constituían toda su lectura. De alguno de aquellos novelones no supo distinguir bien qué tenían de reales y qué de imaginarios.
La madre de Carlos, doña Antonia, comprendió desde el principio la maniobra. Los cuentos y crónicas firmados por su hijo no podían ser suyos, no le consideraba con ingenio capaz de escribir algo literario; pero esto para ella no constituía una inferioridad, sino más bien lo contrario: una superioridad.
El escribir en los papeles estaba bien para gente absurda, zarrapastrosa y tabernaria, que fumaba en pipa, llevaba sucias melenas y se emborrachaba, no para personas correctas y distinguidas.