VII

Carlos Hermida, Carlitos Hermida, era hijo de un empleado de la Sección de Fomento, oficina que había, hace años, en los Gobiernos civiles de las capitales de provincia. Su madre, una burgalesa, se llamaba doña Antonia González Villalobos.

Esta señora, nieta de un brigadier e hija de un capitán con el grado de comandante, tenía la sensación de haber descendido de categoría en la escala social y el deseo de subir nuevamente en ella algunos peldaños.

El padre de Carlos había sido oficinista en varias capitales; después, ascendido a jefe de negociado de primera clase, fue trasladado a Madrid.

El buen señor, de ambiciones modestas, reclamaba a veces entre los empleados subalternos el tratamiento de usía, lo cual demostraba no ser un águila ni un monstruo de orgullo cuando con tan poco se quedaba satisfecho.

Al morir el padre de Carlos quedó la viuda con un hijo ya mozo y dos niñas. Guardaba la familia algún dinero ahorrado, y con él y con la pequeña pensión de la madre se sostuvieron y vivieron pobremente.

Doña Antonia y la hija mayor, Adelaida, comenzaron a trabajar para fuera.

El hijo, Carlos, tenía el grado de bachiller terminado en Burgos, y por falta de medios no podía empezar a estudiar una carrera.

Doña Antonia lo sentía mucho, no porque Carlos mostrase aptitudes extraordinarias para el estudio, sino porque consideraba la carrera el único modo de encumbramiento para un joven de buena familia como su hijo.

En el bachillerato, Carlitos fue pasando los cursos a fuerza de recomendaciones, sin manifestar la menor afición a ninguna ciencia o arte ni siquiera al de hacer versos.

Carlos no se mostraba chico travieso, sino más bien parado, poco vivo y menos inteligente. Nada imaginativo, de un egoísmo cazurro, hipócrita y disimulado, su condición mejor para la vida era el ser práctico y el darse cuenta de las cosas.

En Madrid, y a fuerza de trabajos de su madre y de recomendaciones, le nombraron temporero de la Deuda. Fue un buen empleado: acudía puntualmente a la oficina, trabajaba con asiduidad, atento a las indicaciones de los jefes, y no prestaba atención a compañeros alborotadores, escandalosos y bohemios, que consideraban que allí se estaba únicamente para cobrar el sueldo.

Carlos pensaba hacer oposiciones a cualquier destino modesto y seguro, al primero que se presentase; pero las oposiciones no llegaban.

Con la viudedad de la madre, el trabajo para fuera de ella y de su hija mayor, Adelaida, y el pequeño sueldo de Carlos podía ir tirando la familia con mucha estrechez y sin hacer trampas. Vivían en la calle de San Bernardino, en un piso alto, adonde se trasladaron al morir el padre.

Doña Antonia era flaca, seca. Vestía siempre con el mismo traje. Se mostraba muy fría, muy severa, con todos. No tenía condescendencia más que para su hijo. Vivía pensando en el encumbramiento de Carlos.

Doña Antonia contaba con algunas amistades. Las cultivaba como podía. En la vecindad vivía una muchacha estudianta de maestra, Matilde Leven, pronto amiga íntima de Adelaida, la hermana de Carlos.

Cuando Carlos se quedaba con su madre a solas hablaba de su porvenir y de sus esperanzas. Madre e hijo pensaban, calculaban, inventaban mil cábalas y posibilidades. Las dos muchachas, Adelaida y Emilia, no debían de tener gran importancia para su madre y para su hermano, porque nunca hablaban de ellas ni se preocupaban de lo que podían hacer en la vida.

Adelaida, de cara incorrecta, desvaída y aire débil, no parecía con condiciones para luchar y prosperar. Emilia, la menor, prometía ser más decidida, atractiva y coqueta.

Con esta falta de sentido moral, frecuente en las familias trepadoras, poco a poco, a la débil le daban más trabajos que a la fuerte. La una tiraba para cenicienta y la otra para princesa. Carlos, por entretenimiento y dejándose llevar por la influencia de su hermana Adelaida, comenzó a galantear a Matilde, a la chica de la vecindad que estudiaba para maestra.

Ella le aceptó y se trataron los dos como novios formales e hicieron proyectos de matrimonio para el porvenir.