No era constante, pero con frecuencia se presentaba en la tertulia de don Paco como una momia, como un fantasma, el marqués de Castelgirón, un morfinómano, envenenado, consumido por el alcaloide del opio. El marqués había vivido muchos años en París, donde adquirió su toxicomanía. Estaba delgado y pálido como un espectro, llevaba la barba pintada, tenía la mirada vidriosa, vestía muy elegante y gastaba monóculo. Era amigo de don Paco, quien le admiraba profundamente.
Un detalle horroroso del marqués, que no se apreciaba al primer momento, era que tenía una cánula en la garganta. La llevaba con un corbatín metálico que le sujetaba el cuello y solía disimular el aparato con un pañuelo de seda. Le faltaba parte de la laringe, que se la habían extirpado hacía ya ocho o diez años. Había tenido un chancro y al operarle fue indispensable dejarle aquella cánula para respirar.
La pobre momia del marqués morfinómano hablaba con una voz muy baja. No podía levantar la voz. En su casa llamaba a los criados con un pito. Tenía el criado número 1, el número 2 y el número 3 y acudían según los silbidos.
Se contaban cosas raras de él. Una vez, cerca de París, en una partida de campo se cayó al Sena en un sitio no muy profundo, y los compañeros, gentes de broma, al verle sacar la cabeza del agua no le hacían caso y se reían; pero el marqués se iba ahogando, el agua le entraba por la cánula de la garganta al pulmón.
Cuando el marqués llevaba algunos días sin su droga era como un cadáver putrefacto, amarillo, horroroso. Luego le daban la inyección y reaccionaba y parecía una persona.
El marqués, siempre muy atildado, se daba de espectáculo al público. Solía presentarse en una platea de la derecha en todos los estrenos importantes solo, dramático.
El marqués de Castelgirón tenía una vieja ama de llaves antigua y fiel. Ésta le guardaba la morfina y se la administraba cuando ya no podía pasar sin ella.
Esta mujer, mientras el marqués dormía, le vigilaba constantemente, y si veía que la garganta del enfermo comenzaba a gorgotear le sacaba la cánula, la limpiaba y se la volvía a poner con la habilidad de un cirujano. Así, aquel hombre vivía constantemente acechado por la asfixia entre la vida y la muerte.
El marqués contaba unas historias terribles de París, de chantajes políticos, de amores monstruosos entre invertidos y lesbianas. Todo el gran mundo parisiense de su tiempo desfilaba en sus conversaciones con un gran relieve; sabía perfilar los tipos y contar con arte dramático los sucesos.
También se acercaba con frecuencia a la tertulia el marqués de la Piedad, hombre de fama más que equívoca, quien a veces hacía gala de su homosexualismo. El marqués, grueso, atrevido, era un cínico. Solía decir:
—Esto de los amores para ustedes es cosa fácil; pero figúrense ustedes lo que será para mí.
—Sí, nos lo figuramos —contestaba Guevara con una seriedad un poco cómica.
El marqués era gordo, pesado y grasiento, de barba ya blanca; tenía negocios teatrales y andaba por las calles siguiendo a los soldados. Al parecer era muy decidido y muy arriesgado, lo que hacía decir al periodista Aguilera en broma:
—Lo marqués no quita lo valiente.
Alguno, inspirado en la retórica acaramelada de D’Annunzio, le llamaba el divino marqués. No es probable que esta palabra de divino se empleara recordando al divino Argüelles, en la época completamente olvidado.
Otro de los contertulios, curioso dentro de su vulgaridad, don Guillermo García Flores, ex comerciante, había ido a Londres en su juventud de dependiente de una frutería. En Inglaterra hizo una pequeña fortuna y se convirtió en un tremendo anglófilo. Llegó a tener, sin duda por convicción, cara y tipo de inglés.
Don Guillermo era de una vanidad cándida. La aristocracia le entusiasmaba. Ya viejo como era tenía las ilusiones de un joven. Ir al Teatro Real, pasear en el coche de un aristócrata, saludar a la marquesa o a la duquesa, para él constituían sus más caros ideales.
Don Guillermo llegó a borrar los rastros de su vida de comerciante. Vivía en un hotel céntrico; el amo del hotel le hacía gran rebaja, porque don Guillermo, en caso necesario, le escribía cartas en francés y en inglés, y si se presentaba algún huésped extranjero ilustre no tenía inconveniente en acompañarle y en servirle, en apariencia gratis, de cicerone y de intérprete.
Don Guillermo se daba como hombre dedicado en su juventud a la diplomacia. Se mostraba especialista en cuidar bien los trajes; si a otro le podía durar uno con aspecto flamante tres o cuatro meses, a él le duraba dos o tres años.
Don Guillermo aprovechaba el ser socio de un casino aristocrático, y por diversos procedimientos, bien estudiados, de emplear los criados y los coches para sus conocimientos del hotel, de utilizar periódicos y papel de cartas, le salía la cuota gratis.