V

Si no todas las noches, aparecían con frecuencia en los jardines el marqués de Castelgirón, el conde de la Piedad, un señor García Flores y varios jóvenes periodistas llevados allí por Montes Plaza.

Cada uno tenía su especialidad y su carácter. Don Paco Lecea solía animar su tertulia contando historias de la gente antigua madrileña. Saludaba con gran ceremonia a las damas y hablaba luego mal de ellas.

—Ahí va la duquesa de Tal… —decía, y después, en un aparte, añadía—: Es un zorrón desorejado… Es algo pariente mía.

El mérito para el grande era el parentesco, más o menos lejano, con la duquesa; su calidad de desvergonzada o de virtuosa ya no le importaba.

Don Manuel el de Filipinas poseía una finca en la isla de Luzón y en ella vivía hacía más de veinte años; pero pensaba dejarla y venderla. La larga estancia en un campo siempre verde le había dado gran entusiasmo por las ciudades, con sus calles y sus aceras de piedra.

—El verde de los árboles me da mucha tristeza —solía decir—; esto estaría mejor sin árboles.

Don Manuel hablaba mucho de la sociedad secreta masónica de los filipinos: el Katipunán; contaba historias muy amenas, pero que no interesaban a nadie.

El madrileño de entonces era incapaz de ocuparse de cosas lejanas, aunque ocurriesen en dominios españoles. Madrid, las playas de moda, París y un poco Inglaterra, este era su mundo; lo demás era una geografía inferior que no valía la pena de tomar en cuenta.

Don Juan Guevara se dedicaba pesadamente a la antropología pintoresca. Señalaba entre la multitud de los jardines el tipo simio, el negroide, el hombre de aire semítico, céltico o germánico. Descubría o creía descubrir al militar, y si éste aparecía con una mujer llena de diamante suponía de dónde venía cargado de dinero, a qué regimiento de Administración Militar pertenecía y si estaba sumariado y obligado a pedir el retiro.

Para Guevara había tres clases de hombres: el Homo Sapiens, raro; el Homo Demens, corriente, y el Homo Domesticus o Vulgaris, frecuentísimo.

El doctor Guevara hablaba de escritores desconocidos para la mayoría, casi todos ingleses. Leía constantemente a Macaulay y a Spencer.

El doctor se mostraba enemigo acérrimo de la exageración y de la hipérbole. Su afán de exactitud y de claridad se tomaba casi siempre a chacota.

Una vez, y la cosa se repitió entre bromas, tuvo una larga discusión con un tal Aguilera, periodista y profesor de latín y de literatura en un colegio. Éste, al llegar a la tertulia, dijo:

—He tardado mucho porque se nos ha parado el tranvía. Había, ¡qué sé yo!, lo menos trescientos tranvías detenidos en la calle de Alcalá entre la Puerta del Sol y la iglesia de San José.

—¡Hombre! ¡Hombre! ¡Trescientos tranvías! ¡Eso es imposible! —dijo el doctor.

—¿Por qué?

—Porque no puede ser. ¿Cuántos metros supone usted que tendrá un tranvía de largo?

—No sé. Tendrá cuatro o cinco.

—Bien. Suponga usted que tenga cinco. Multiplique usted trescientos por cinco, son mil quinientos; ponga usted dos metros entre tranvía y tranvía para las mulas, tiene usted seiscientos; sume usted mil quinientos y seiscientos, le dan dos mil cien metros y entre la Puerta del Sol y San José no habrá seiscientos.

—Bueno. Pues suponga usted que he dicho que había treinta tranvías parados —replicó Aguilera con cierta acritud.

—¡Hombre, no! ¿Cómo va usted a confundir treinta con trescientos? Para eso no tendría usted que tener ojos.

—Pero usted ha hecho el cálculo mal —dijo don Manuel el de Filipinas maliciosamente—. Usted no ha tenido en cuenta que hay dos vías en la calle de Alcalá.

—Es cierto. Tiene usted razón; pero ni así puede haber trescientos tranvías en el espacio que dice Aguilera.

Con tal motivo el doctor comenzó nuevos cálculos, aburridos y pesados, entre la indiferencia y la sorna de los demás.

El doctor Guevara se incomodaba a veces con las fantasías.

—Nada de divagaciones —decía don Juan— ni de teorías al aire. Hechos y nada más que hechos. ¿Cree usted? ¿Qué es eso de que cree usted? ¿Qué vale eso? ¿Lo ha visto usted? ¿Lo ha comprobado usted? No me hable usted de lo que cree, porque eso para mí no vale nada.

Eduardo Montes Plaza, el periodista, era delgado, de bigote negro y frente pequeña. Don Juan Guevara no le miraba con simpatía.

—Es un hombre de poco fiar —aseguraba—, un perfecto canalla, o, si se quiere, un canallita.

Nadie consideraba al periodista como tal. Se le tenía por hombre alegre, despreocupado y campechano.

Probablemente, el doctor Guevara estaba en lo cierto en su diagnóstico. Montes Plaza era hombre de enredos y de chanchullos, holgazán, con un egoísmo disimulado por cierta falsa alegría, capaz de engañar al amigo y al compañero.

Bajo su aire ficticio de bohemio despreocupado aparecía el individuo envidioso y ávido de fama. Montes Plaza se manifestaba lleno de escepticismo por la época y por la política, aunque presumía ser un demócrata sincero.

Era difícil saber cómo aquel hombre se las manejaba para vivir y sostener a la familia. El sueldo, pequeño, del periódico no le podía bastar para sus necesidades. Tenía, sin duda, raíces que llegaban hasta el presupuesto. Se le consideraba protector de los periodistas jóvenes, de los chicos de la Prensa, pero no había tal, más bien los aprovechaba para sus fines políticos.

Montes Plaza aseguraba que su inclinación natural era la de ser gandul; ahora, según él, no había podido llegar a ser el gandul puro y perfecto, el vago arquetipo. Muchas veces sentía, según afirmaba, estúpidas veleidades de trabajar y de conseguir éxito y hasta gloria, y esto le desacreditaba en el concepto de los demás.

Si no hubiera hecho nunca nada, decía, tendría mayor respetabilidad; pero el afán de hacer, el no contentarse con la noble calidad de holgazán y de vago le desconceptuaba por completo.

No era esto cierto, sino más bien una finta para disimular su ambición oculta.

Montes Plaza llevó a la tertulia de don Paco a varios redactores de su periódico, a quienes llamaba sus tigrecitos entre ellos a Emilio Aguilera, a Alejandro Dobón, a Carlos Hermida y a Jaime Thierry, joven escritor recién llegado de Norteamérica a quien en el mundillo literario y periodístico se consideraba como un mozo de porvenir.

Estos jóvenes tenían pase para entrar en los jardines. Iban casi todos ellos allí con mucha frecuencia, aunque algunos alternaban las funciones de ópera con los estrenos de zarzuela ligera de los teatros. Otros tenían que acudir a recoger noticias a los ministerios y a la central de Teléfonos.

Uno de los amigos de Montes Plaza, y que éste presentó en la tertulia, era Romero, Pepe Romero el bolsista, hombre que presumía de práctico y que, como decía él, no pedía a las mujeres más que lo que podían dar. Romero vivía con una fulana cualquiera y no le exigía, según afirmaba él, ni inteligencia, ni virtud, ni fidelidad. Esta actitud era para él uno de los caracteres de su sabiduría y claro juicio. A Romero, a quien todo el mundo llamaba Romerito, se le tenía por hombre servicial y amable.

Romerito era partidario de jugar a la baja. Creía que la Bolsa se regía únicamente por el acontecimiento y la noticia y no comprendía las jugadas de los banqueros y de los técnicos que ganaban casi siempre haciendo operaciones a la alza. En los muchos años que frecuentaba la Bolsa no había aprendido nada.

Guevara decía que Romerito, con aquellas ideas, no podía ser un buen bolsista.

Con Romero vino a la tertulia el comandante Lagunilla, hombre a quien se tenía por un militar valiente, terrible y sentimental. Lagunilla era robusto, moreno, fuerte; echaba discursos a sus soldados en el cuartel y les llamaba muchachos, hijos míos. Había estado en Cuba y en Filipinas y no le había tocado jamás una bala. Sin saber por qué se le hizo una fama de héroe y algunos le veían como un futuro dictador. El mejor día pensaban que Lagunilla iba a hacer algo sonado.