Los jardines del Buen Retiro eran sitio estratégico e importante para la burguesía madrileña de hace más de treinta años. En aquellos jardines se podían pasar las noches de verano de una manera agradable. Era lugar relativamente céntrico, contiguo a la plaza de la Cibeles; había en él un teatro grande, árboles, boscajes retirados para parejas misteriosas, un café y música.
El jardín presentaba soberbio aspecto de noche, iluminado con brillantez por los arcos voltaicos. Cruzaban damas elegantes y señores bien vestidos. Se lucía, se coqueteaba, se piropeaba y se cambiaban miradas ardientes entre unas y otros.
La gente se divertía, probablemente, como hace quinientos años y como se divertirá con seguridad dentro de otros quinientos. Por un precio módico se tomaba el fresco las noches ardorosas del verano madrileño y se charlaba en una tertulia. En unas temporadas se oía ópera, aunque barata no mala; en otras se veían representar zarzuelas bufas y algunos bailes y pantomimas de gran espectáculo.
Los días de moda, en junio y a principios de julio, antes del éxodo de la gente rica a la costa cantábrica, los jardines tenían aire de gran gala.
Al público del Buen Retiro que quedaba en el rigor del verano se le motejaba de pobre y con pretensiones, es decir, de cursi, terrible acusación, espada de Damocles de los españoles durante cincuenta años y a la cual hoy parece írsele quitando la punta y el filo.
A las funciones de los jardines iba, según se aseguraba, mucho tifus, es decir, gente que entraba de balde. Ello no impedía a estos tíficos darse gran tono, en el teatro y hasta desacreditar el lugar de su diversión.
Se veían allí casi siempre gran número de políticos, de periodistas y varias familias de la aristocracia. De éstas, por presentarse en el jardín todas las noches y no salir a veranear a las playas del Norte, se pensaba si estarían arruinadas.
Como hay un fondo de petulancia y de malevolencia hasta para lo agradable, los mismos que se divertían y distraían en los jardines no lo confesaban casi nunca y hablaban de ellos como de sitio de aburrimiento, de cursilería y de fastidio.
Había entonces en el público más variedad de tipos que ahora, variedad, naturalmente, externa. El hombre no cambia por dentro ni en cuarenta ni en cuatrocientos años. Por lo menos no ha cambiado hasta ahora.
Entre los varones, unos llevaban barba, otros bigotes erizados a la borgoñona; algunos, una sortijilla ridícula sobre el labio, y no faltaban los que llevaban las guías engomadas a estilo de Napoleón III. Se usaba con frecuencia cuellos de pajarita, corbatas de plastrón, sombreros de copa, levitas y chaqués.
También entre las mujeres existía mayor variedad; casi ninguna se pintaba, o si lo hacía no era de una manera tan exagerada como en esta época. El maquillaje sólo para las hetairas, para las horizontales, era la palabra del tiempo, y se miraba como algo chocante y de poca distinción.
La pintura desvergonzada y con mucha pasta de color sobre la piel de la cara y la depilación de las cejas ha dado a las mujeres de hoy un aire inexpresivo de muñecas y una falta absoluta de carácter. Princesas, manicuras, tanguistas y cocineras, todas parecen actualmente lo mismo, de la misma harina, ejusdem farinae, que decimos los latinistas. Lo terrible es que quizá lo sean.
Las clases se notaban entonces más que ahora, y por poca perspicacia que tuviera una persona no confundía la dama aristocrática con la corista o con la figuranta de un teatro.
Los días de fiesta engrosaba el público del Buen Retiro con gente oscura de comercio y de tiendecillas de barrios bajos y hasta con otra más pobre próxima a la plebécula.
Eran menestrales, unos alborotadores y otros un poco cohibidos como gallinas en corral ajeno. Esto daba al paseo un aire plebeyo y provinciano.
Los abonados, los de siempre, miraban con cierta indiferencia irónica a los domingueros, más turbulentos y locuaces.
Alguno de los espectadores de ocasión, protestantes de las diversiones de los demás, llamaban a los habituales los aburridos con dignidad.
El inventor de la frasecilla tuvo su éxito, porque se repitió con fruición refiriéndose al público de casinos, balnearios y playas poco frecuentados y algo lánguidos.
La gente goza de tan poca fantasía que tiene que recoger con ansia unos de otros estos pequeños adornos de la conversación. Son como traperos o colilleros de frases hechas.
Cosa, en parte, digna de señalarse era que, en general, a los extranjeros no les gustaba absolutamente nada los jardines del Retiro. Los franceses encontraban poca libertad para hablar con las mujeres y los alemanes preguntaban extrañados:
—¿Pero aquí dónde se bebe?
El espectáculo era exclusivamente madrileño, un tanto cortesano, un tanto provinciano, elegante y al mismo tiempo pobretón.
El público de los jardines del Buen Retiro se sentaba en las sillas, en corros, alrededor del quiosco central, donde tocaba la música, dejando libre la pista para pasear. Los focos eléctricos, colgados de cables tendidos en postes, entre los árboles, iluminaban el paseo con una luz muy blanca, como de luna. Los tales focos, con dos carbones, lucían con intermitencias y echaban chispas.
Estos arcos voltaicos metidos en globos de cristal esmerilado, envueltos en un enrejado de alambre, brillaban entre nubes de mariposas y mosquitos atraídos por la luz cegadora.
Parte del público, sentado en las sillas del jardín, se levantaba e iba de prisa al teatro cuando los timbres anunciaban el comienzo de la representación de un acto; otros, sin duda más indiferentes o menos filarmónicos, desdeñaban el espectáculo y se quedaban disfrutando del fresco de la noche.
Muy pocos tomaban localidades de butacas o palcos; la mayoría de la gente se sentaba en una galería circular en torno de la sala. En esta galería, con el piso de arena, se amontonaban las sillas de pala ordinarias.
Las mujeres se quejaban con frecuencia de ellas. Al parecer, se les enganchaban los vestidos en los palos de los respaldos o de las patas de los asientos, un tanto desvencijados.
Dentro del teatro la luz parecía más blanca, y cuando se rompía el globo de un arco voltaico se veían los dos carbones incandescentes tan brillantes que dejaban por un momento a cualquiera medio ciego.
Como el público, en su mayoría, era de cierta posición más o menos sólida y estaba acostumbrado a oír óperas en el Teatro Real, tomaba las representaciones aquellas un poco en chunga.
La ópera, cosa seria y sagrada para la generación anterior, tenía para ésta, al menos en verano, un aire de broma.
Los espectadores escuchaban unos trozos y desdeñaban otros; se oía, por ejemplo, en Lucrecia Borgia el coro «Bella Venezia» y la cavatina del duque de Ferrara «Vieni la mia vendetta». En La Favorita se escuchaba el dúo del barítono y la tiple y el «Spirito gentil», y de diez veces, nueve, entre personas mayores se recordaba al tenor Gayarre. Era el eterno lugar común. En El Trovador se escuchaba «Il balen del suo sorriso» o «Matre infelice», según fuera el tenor o el barítono de fama el cantante principal, y todo el mundo tarareaba «Ah che la morte ognora», «Addio, Leonora! Addio!» En el Ballo in maschera se oían las dos canciones del barítono, «Alla vita che tarride», «Eri tu che macchiavi quell’anima», y también el allegro del paje «Ah di che fulgor» y la canción ligera y alegre «Saper vorreste».
En La Africana, cuyo argumento parecía siempre un logogrifo inexplicable, aparecían Selika y Nelusco con camisetas oscuras de punto, muchos anillos y pulseras, y el marino Vasco de Gama, después de lanzar un gallo, se ponía a tomar mediciones con un compás muy grande en un mapa. ¿Qué medía? El público en general no se enteraba de la razón de aquellas medidas misteriosas, que quedaban en el mayor secreto.
Aida resultaba tan oscura y tan negra como La Africana, y Los Hugonotes no le iban a la zaga. Aquí todo el mundo tarareaba la canción del paje, la ronda de los bohemios y el canto de la queda.
El duque de Mantua en Rigoletto cantaba su ballata de bravura y de indiferencia «Questo o quella» poniéndose los guantes y «la Donna é mobile» sentado en una mesa. Algunos viejos recordaban a Tamberlick. ¡Ah! Aquél era un tenor.
Las decoraciones eran bastante malas y el vestuario, de la guardarropía del Real, deslucido y ajado.
Los coros estaban siempre constituidos por señoras viejas y señores calvos y gruesos. Cantaban unos y otras con mucha afinación, y las bailarinas, mujeres esqueléticas, con piernas musculosas y fuertes, marchaban con agilidad deslizándose sobre las puntas de los pies.
Había siempre cosas ridículas y, al parecer, inevitables. La tiple de La Traviata, Violetta, en su lecho de muerte, tísica por los cuatro costados, era una señora gorda y apaisada a quien se podía pronosticar a cincuenta metros de distancia expuesta a la apoplejía pero inmune en absoluto para la acción del bacilo de Koch.
A pesar de ello, la música sentimental de la ópera de Verdi hacía llorar a algunos viejos. El brindis «Libiamo ne lieti calici», o aquello de «Alfredo, Alfredo, di questo core», o lo de «Parigi o cara» les enternecía. Aquí se acordaban los filarmónicos de la Patti. ¡Oh! ¡La Patti! Aquella era una tiple.
El tenor de Lohengrin, con unos tacones de a cuarta, unos colorcitos en las mejillas y el aire de zapatero, menos romántico posible, después de llegar en su nave conducido por el cisne de cartón, el cigno fedele, en el momento de requerir a la sublime Elsa de amores dejaba caer el casco al suelo, que sonaba en el escenario ostentosamente a hoja de lata.
Una noche, en una de estas representaciones alguien dijo: «¡Ahí está el heraldo!» Otro añadió: «¡El Heraldo, que viene bueno!» Y un tercero puso la coletilla, gritando: «¡Si ha salido el Heraldo vámonos a cenar!»
Las copas de veneno de Lucrecia Borgia eran del más puro cartón de Bohemia, las plumas del sombrero de Nevers en Los Hugonotes parecían arrancadas del sombrero de alguna vieja rancia y las espadas y puñales daban siempre un poco de risa.
Don José, con su navaja haciendo derrotes a Carmen a la puerta de la plaza de toros de Sevilla daba algunas veces ganas a la gente del público dominguero de gritar como en un tendido: «¡Ahí la tienes! ¡Tuya es! ¡Anda con ella!» Los actores de La Bohemia, de Puccini, parecían viajantes de géneros de punto de Tarrasa, y la vecchia zimarra, salida de un bazar barato de ropas hechas.
La temporada de opereta italiana resultaba, desde el punto de vista de la representación, bastante mejor, y las obras y las decoraciones puestas con más elegancia y cuidado. Orfeo en los infiernos, La Mascotta, Bocaccio, Doña Juanita, Mam’zelle Nitouche y otras más modernas entonces, como La geisha, El bombero de servicio o el Carnet du Diable, se cantaban con mucha gracia por las tiples y los caricatos italianos; aquéllas muy expresivas y éstos con caras agudas de polichinela.
En La Mascotta, una tiple, la Caligaris, decía con gran picardía los cuplés del bravo capitano preso por los bandidos, y en el Carnet du Diable hacía reír al público el commendatore del Caimane Rosso.