Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306
—Médico, os lo pido. Quedaos a mi servicio. Podéis quedaros con vuestro Huguelin.
—No, señora. Con todos mis respetos y mi admiración. Sois una buena señora. Tal vez un día, cuando los caminos y las aventuras me hayan cansado, os suplicaré que me acojáis de nuevo. Debo, pues es un deber, esmerarme en descubrir el secreto de un… asunto que concierne a mi padre. Él murió por defenderlo. No sé nada más y es una lástima.
—¿Un deber? ¿Vuestro padre?
—De veras.
—Nunca iré contra el deber. Mis puertas siempre estarán abiertas para vos.
Ella pareció dudar y después dijo:
—Lo que ocurre es que… No veáis en ello ninguna debilidad, solo una constatación. Ahora estoy tan aislada. Sin Igraine. ¿Sabéis que Léon solo ha encontrado su saya, que yacía en el suelo? Sus pesados brazaletes de plata y su tiara se encontraban entre las cenizas, ennegrecidos y un poco fundidos por la hoguera.
—¿Nada más? ¿Su anillo en forma de serpientes? ¿Su bastón?
—No. Léon es categórico: era una maga. No mueren como nosotros. Ella ha debido sacrificar su carne para liberar su espíritu y volar hacia otro lugar. ¿No lo creéis?
—¿Qué responder, señora baronesa? Que Igraine haya sido maga da lugar a pocas dudas. En cuanto al resto, a esos futuros posibles que ella evocaba, esos otros mundos, yo no correría el riesgo de pronunciarme sobre ese asunto. En cualquier caso, ella vela por vos. De eso estoy seguro.
Una verdadera tristeza se transparentó en la voz de la baronesa roja cuando dijo:
—No lo dudo. Pero no por ello es menos cierto que ella ya no está aquí.
Recuperándose, continuó:
—Herbert ha sufrido un violento revés. Estará tranquilo durante un tiempo. Le he hecho saber que poseo las cartas de Jean Lemercier. Llegado el caso, ellas me permitirían pedir justicia ante nuestro soberano, Felipe el Hermoso. Sin embargo, mis tierras forman una lengua en medio de las suyas, un peligro para él. Yo en su lugar reaccionaría.
—¿Qué teme él exactamente?
—Que cree alianzas con uno de sus enemigos. Entonces se vería debilitado por el norte y por el sur. Con el inglés, especialmente.
—¡Entonces hacedlo, con toda la prudencia necesaria! Él quiere impediros cerrar un pacto. Si ese pacto existiese… ya no habría razón alguna para que él quiera que desaparezcáis. Al contrario, os deberá apoyar, proteger y daros privilegios con el fin de evitar una guerra que él no podría ganar. Muy viva y bien intencionada respecto a él, vos os convertiréis en su salvaguarda.
* * *
Béatrice d’Antigny estalló de risa y dio palmadas de felicidad.
—Druon, Druon… Cómo os voy a echar de menos. Este es de los escasos cumplidos que he hecho en toda mi existencia. Le he dado vueltas a esa posibilidad, y no he llegado a decidirme… De hecho, a nada se teme más que a lo que ya ha ocurrido. Se transige con ello. Mi dulce sobrino Herbert deberá colmar de atenciones a su tía política para que ella le conserve su cariño. ¡Voy a disfrutar tanto!
—¿Y Julienne, y el señor Jean Lemercier…?
—Serán juzgados y ahorcados o decapitados —dijo ella de forma seca—. Jean escogió su bando, el equivocado. Peor para él. Esperaba retribución y honores cuando ya era muy rico y apreciado. Tal vez también deseaba dar las gracias a Herbert por haber favorecido a su hermano menor ante el obispo de Chartres. Me es indiferente. Ha jugado y ha perdido. No olvidéis, médico, que él sabía que una criatura muy humana masacraba a esa pobre gente, aunque, por prudencia, Herbert le había ocultado su identidad. Utilizó esa abominación para su beneficio. Que se considere afortunado, pues he decidido hacer acto de clemencia respecto a él. Ha hablado de buen grado, así que se ahorrará el tormento. El ahorcamiento es algo dulce comparado con sus crímenes. En realidad, ya no deseo más escándalos. Quiero que este horrible recuerdo sea enterrado cuanto antes, por la paz de todos.
—¿Y Julienne?
—Ella no tiene ninguna excusa. Por lo tanto la condeno a muerte. A la decapitación simple, con hacha, o al estrangulamiento en el garrote, lo dejo a su elección. Ella lleva mi apellido y es una dama de alta alcurnia. Aunque sus tentativas fueran ineptas, al igual que ella, su intención era matarme de una forma horrible. Julienne no sabe que su hermano, mi querido difunto esposo, se proponía enviarla a terminar su vida en un convento. Ella le exasperaba. Yo pienso… pienso que él presentía que era dañina… Al menos es lo único que me viene a la mente hoy en día. Sin embargo, mi esposo, que es cierto que tenía sus defectos, era un hombre de honor en todos los sentidos. Nunca habría hablado mal de su hermana. Yo no comprendía lo que él callaba y luché por mantenerla junto a nosotros, como dama de su rango. Y esta es la forma en la que ella me lo agradece: con una grotesca muñeca traspasada de agujas y con cabezas de víboras. Pagará con su vida, pues estaba convencida de querer segar la mía. Así lo he decidido. ¿Os parezco feroz?
—No. Siempre me pregunto qué es peor: haber matado sin desearlo o no haber conseguido matar cuando es lo que más se desea. ¿El acto o la intención?
Ella le miró con detenimiento, sonriendo, y dijo:
—Médico… Estamos solos de cara a nuestros actos y a nuestras intenciones. Dios viene después, mucho después, y la cuchilla cae. Muchos de entre nosotros intentan escapar. Pero se equivocan. Además, nos esforzamos por conservar el honor, esperando que sea nuestro guía. En cuanto a Paillet, seré yo quien le degolle. Mi verdugo, que es un hombre experimentado, le ha arrancado unas confesiones que hielan la sangre de los más intrépidos. He visto tantos horrores, médico… Sin embargo, nunca… nunca habría pensado que un hombre podía saciarse y disfrutar hasta tal punto a costa del sufrimiento de los demás.
—Oh, señora baronesa… estoy seguro de que otras «bestias[244]» de la misma calaña han causado estragos y los seguirán causando. Es muy hábil disfrazarse de animal fabulístico o de demonio. El terror y la superstición hacen el resto.
—Seguramente tengáis razón —asintió la baronesa.
Ella hurgó detrás de su espalda y le tendió una pesada bolsa explicando:
—Para vos. Por favor, no la rechacéis, me lo tomaré como una ofensa. No se trata de un pago. Mi pago, el que habíamos acordado, son vuestras vidas, las de los dos. Os las restituyo. Aceptad esto como un presente de amistad y de estima para vos y vuestro galopín.
Druon se inclinó en reverencia, aceptando la bolsa.
—Señora, me siento honrado, profundamente emocionado. No rechazaría este dinero, pues lo necesitamos. Sabed, sin embargo, que serviros ha sido una dificultad que me ha seducido en cada momento. Vos habéis requerido lo mejor de mi mente. En efecto ha sido una prueba… pero también he sentido una extraña satisfacción, me da vergüenza confesarlo… por haber sido más inteligente que vuestros enemigos.
* * *
Él se dispuso a despedirse definitivamente. Ella le retuvo y él la notó emocionada:
—Médico… Reitero mi oferta, es sincera. Si un día… Mis puertas están abiertas para vos. No lo olvidéis. Aparte de eso, mis mejores deseos os acompañan a los dos. Adiós, maese, y buen viaje.
* * *
Una vez sola, Béatrice d’Antigny pensó de nuevo en las confidencias que le había hecho Annette Lemercier. Aliviada por la generosidad de la baronesa hacia ella, Annette había solicitado desde el día siguiente a su llegada al castillo una corta audiencia con su señora. Ella había revelado sin ambages que aunque Jean, apodado el Sabio, había manipulado hábilmente a los demás miembros del consejo, estos habían sido muy prestos en querer ponerse en manos del señor Herbert y en obligar a Béatrice a ir a un convento.
La entrada de Léon en la gran sala puso fin a sus pensamientos:
—El señor Druon y el joven Huguelin preparan sus bártulos. En cuanto a los otros, han llegado y esperan en el patio de honor, señora baronesa.
—Que suban —ordenó Béatrice con voz seca.
Los cinco hombres hicieron su entrada poco después y se repartieron en semicírculo alrededor del sitial de la baronesa, inclinándose en reverencia. Uno de ellos, un hombre bajo, flaco y nervioso, de quien Béatrice pensó que se trataba de Serret, el apoticario, presentó a sus figurantes. Seguramente los demás le habrían elegido por la fluidez de su elocución. Tosió y su manera de hablar se entrecortó:
—Señora baronesa, venimos aquí para reconocer nuestra terrible metedura de pata, inspirada, como vos sabéis, por el infame canalla de Jean. Deseamos ante todo retractarnos y aseguraros nuestro absoluto juramento de fidelidad.
La mirada tan azul de Béatrice d’Antigny pasó por cada uno de ellos y los cinco notables bajaron de uno en uno los ojos. Irónica, ella replicó:
—¿Metedura de pata? ¿Es así como se llama ahora el crimen de alta traición?
Lubin Serret, con sus manos presas de pequeños movimientos nerviosos, dijo:
—Oh, señora baronesa, claro que no. La admiración que sentimos no tiene más igual que nuestra fidelidad hacia vos.
—No añadáis la mentira ni la adulación a la prevaricación, apoticario. Estoy de muy mal humor.
Una voz se elevó, grave, muy lenta. Era la de Séverin Fournier, el acaudalado granjero.
—Vos decís la verdad,… señora baronesa…
Los otros cuatro le lanzaron una mirada a la vez de pánico y de enojo. Fournier continuó:
—El innoble Jean nos ha engañado, eso es cierto. Sin embargo, es evidente que no le opusimos gran resistencia, ni mucho menos.
—Por fin un fragmento de la verdad —comentó la baronesa—. ¿Qué tengo que hacer con las promesas de unos traidores que se volverán contra mí a la primera de cambio? Vuestra deslealtad no tiene más igual que vuestra necedad. Por cortesía, mi difunto esposo nunca deseó intervenir en los asuntos del consejo del pueblo. Así que soy una estúpida mujer, ¿no es cierto, Serret, Lafleur, Mortabeuf? Sin embargo, no tendré la delicadeza del difunto conde. El consejo del pueblo queda disuelto. Yo nombraré a los miembros del próximo. Adiós, señores.
Lubin Serret abrió la boca. La orden estalló:
—He dicho adiós. Consideraos afortunados de que mi cólera no vaya más allá y no pongáis más a prueba mi paciencia.