LVI

Bosque de Multonne, agosto de 1306

Igraine, con una sonrisa en los labios, terminó de amontonar la leña seca que había recogido en los alrededores del claro, situado a más de un cuarto de legua del castillo. El círculo estaba cerrado. Todo estaba dicho. Al menos en lo que concernía al «aquí y ahora». ¿Acaso tenía miedo del «allí y el después»? No habría sabido expresarlo, pues lo había pensado en aquel momento, a lo largo de los años. Tenía la impresión de que erraba desde hacía siglos, saltando de una envoltura carnal a otra. Sin embargo, no estaba segura. ¿Acaso se había extraviado desde el principio? Las consecuencias serían tan devastadoras, tan irreparables que se prohibió pensar en ello.

En el fondo, lo admitía, tenía miedo. Ella, que detestaba el miedo. Siempre había tenido la impresión de estar llena de las almas de aquellos de su raza que la habían precedido. No obstante, aquel día, en aquel claro, le asaltó una duda.

Miró la alta hoguera que había creado, detestándose por su miedo, por su indecisión, y volviendo a pensar en el mensaje que había dejado para Béatrice:

* * *

Adiós, querida Béatrice:

Mi tiempo a vuestro lado se ha agotado. No me arrepiento ni de un solo segundo.

Tened por seguro, querida Béatrice, que llevo conmigo, allá donde vaya, la deuda que me une a vos. La puerta de una muerte se cerró de golpe tras de mí aquel día, en el reino italiano, donde vos me salvasteis de una hoguera. Por lo tanto, parece normal que la puerta de otro mundo se abra gracias a otra hoguera.

No me echéis de menos. Ya no estoy ni viva ni muerta. Estoy en otro lugar, de otro modo.

Me reúno con los míos y nuestros dioses. Le suplico al vuestro que os guarde siempre.

Igraine, vuestra amiga, más allá de los tiempos.

* * *

Todo estaba dicho. Ya no podía dar marcha atrás. Arrojó su candelero al ramaje. Las llamas prendieron con fuerza. Igraine se desvistió y abandonó su saya en el suelo.