Castillo de Souprat, agosto de 1306, unos días más tarde
A causa de la furia, Herbert d’Antigny barría los candelabros que había sobre su mesa de trabajo, acompañando su gesto con una sarta de insultos.
Con las manos cruzadas sobre su vientre rechoncho, François de Galfestan esperaba órdenes. El cambio de humor de su señor no le conmovía, aunque fingiera un aspecto anonadado por aquella situación. Después de todo, Galfestan, que no ignoraba que todos, sobre todo su señor, le tenían por un memo, había optado hacía tiempo por una estrategia que le convenía de maravilla. Fingir obediencia, mantener la cabeza gacha y lo que bien le pareciera. Herbert le distraía bastante. ¿Acaso a aquel hombre receloso, demasiado orgulloso, que no pensaba más que en él y en sus intereses, le habría gustado, habría juzgado normal que se afligiera para servirle? ¡De ninguna manera! Ese tipo de abnegación era para los pordioseros, para la servidumbre y los criados, o peor, para aquellos que pensaban sacar un poco de poder y de importancia a la sombra de los grandes. En resumen, aquellos que no tenían otra posibilidad. ¡Pero los grandes son tan versátiles, tan poco agradecidos en general! Muchos tienen esa propensión a rechazar la falta sobre los otros pues no soportan verla en ellos mismos.
Galfestan sabía que Herbert d’Antigny le había nombrado baile solo porque le consideraba tonto y manipulable. ¿Qué importaba? Si tonto y manipulable eran sinónimos de una vida larga, agradable y de gran comodidad, Galfestan se conformaba. Además había intentado avisar varias veces al barón. Había sospechado, desde su llegada a Saint-Ouen-en-Pail, que la bestia podía ser un hombre por lo diversas que eran las heridas que infligía según sus víctimas, pero también porque aquella criatura se mostraba tan astuta que no podía ser un animal. Poco después dedujo que el asesino no era otro que Nicol Paillet, de quien conocía todos sus anteriores crímenes atroces.
El barón, obsesionado por su propósito (eliminar a su tía política), se había negado a acceder a que se cazara con una fiera solo hasta que estuviese totalmente dominada. No obstante, ese asesino de busconas[241], ese Nicol Paillet, era incontrolable. Era inteligente, sabía dar pares y nones y prometer. Galfestan le había detenido casi dos años antes, constatando con espanto el horror gratuito de sus asesinatos. Tres. Tres monstruosidades. Pobres meretrices de rostro desgarrado, desfiguradas y destirpadas. El maestro herrero se había defendido bien, con calma, casi untuosidad. Había negado los hechos con un descaro poco común, comenzando por proporcionar una falsa identidad.
Curiosamente, Herbert d’Antigny había juzgado poco convincentes las pruebas de su baile y declaró a Nicol Paillet no culpable[242]. En aquel momento, Galfestan no comprendió nada de aquella repentina mansedumbre, muy inoportuna según él. Hasta que uno de los guardias de la prisión le reveló que el barón había visitado a Paillet en su celda la víspera de la audiencia.
Cuando se les informó de los asesinatos de humanos en la provincia de Béatrice d’Antigny, y llegaron a oídos del baile las espantosas descripciones de las heridas, tan similares a aquellas que tenían los cadáveres de las meretrices, Galfestan tuvo sospechas. Por supuesto, él no podía poner en riesgo ni su cargo ni sus ventajas rebelándose o haciendo críticas. En cambio, estaba fuera de lugar participar en una estrategia que él juzgaba inepta e impía. Por lo tanto, cuando le enviaron a Saint-Ouen-en-Pail, se paseó por el campo, por aquí, por allí, en compañía de sus hombres de armas, seguro de que Nicol Paillet no sería tan necio o suicida como para atacarles.
* * *
—¡Incompetentes, imbéciles, eso es lo que me rodea! —vociferó el barón ordinario.
Ocultando su indiferencia, François de Galfestan, se hizo el tonto y rectificó:
—¡Oh, señor… qué severo sois! En tres ocasiones intenté haceros comprender que vuestras decisiones eran arriesgadas. Paillet había prometido obedeceros, pero él habría jurado cualquier cosa con tal de salvar su canallesca vida. Él debía estaros agradecido. Estaba a salvo y podía seguir haciendo lo que le gustaba: masacrar. Tuvo el buen juicio de nunca volver a entregarse a sus divertimentos en nuestras tierras, con las meretrices de nuestras calles. Pero apuesto a que se entrega a ellos en otra parte, en Chartres o en otro lugar. Desde luego yo no persigo un fin político, al contrario que vos. No obstante, tal vez hubiese sido más adecuado un ataque menos directo…
Herbert d’Antigny le miró fijamente, como si fuese a estrangularle, y explotó:
—¡Precisamente! ¡Dejadme a mí la política y servidme con un poco más de celo y de eficacia! Debería haceros pagar esta derrota… Por cierto, quizás lo haga…
El baile percibió la amenaza explícita. ¿Qué le indignaba más al barón Herbert? ¿Haber fracasado? ¿No poder meter mano a las tierras de Béatrice? ¿Qué le hubiesen ridiculizado? ¿Que un asesino de rameras le hubiese puesto en jaque? Lo único que le quedaba era la posibilidad de que cayera la cabeza de François de Galfestan. En el sentido literal y figurado. Este conocía un poco a la baronesa Hélène d’Antigny, por la cual profesaba una verdadera admiración: aquella mujer de carácter y honor moriría antes que rebajarse a ignominias indignas de ella. Entonces él se anduvo con rodeos, seguro de que ella no estaba al corriente del indignante proyecto de su esposo:
—¿Qué piensa de esto nuestra graciosa baronesa, que es tan sabia? ¿Cree ella juicioso dejar suelto a un vil asesino esperando que nos ayude? Un descuartizador de mujerzuelas de mancebías, que no son, después de todo, más que pobres muchachas empujadas por la necesidad[243]. Confieso que me gustaría obtener su pertinente juicio sobre este asunto, monseñor.
Una amenaza a cambio. Apenas velada. Herbert lo comprendió de inmediato. ¿Galfestan era menos tonto de lo que había creído? Por supuesto, nunca había llegado a oídos de Hélène aquella parte del plan de su esposo, a quien ella habría reprobado alto y fuerte. Ella pensaba que la criatura, seguramente un oso, atañía al «accidente» providencial encaminado a que les permitiese recuperar las tierras de Béatrice. Ella nunca habría accedido a volver a soltar a un innoble asesino para conseguir sus fines. Fue más el temor a que ella conociera la extensión de su estúpido y monstruoso error que el resto lo que calmó al barón. Sin ninguna duda, ella le dejaría. De acuerdo con las circunstancias, ella podría incluso hacer estallar un escándalo y solicitar la anulación de su matrimonio. Partir con su fortuna. Y, entonces, también le abandonaría la única alma con la que él se había sentido hermanado. A pesar de todo, a pesar de su rotundo fracaso, de la humillación, se negó a perder a Hélène. ¡Oh, cómo detestaba a Béatrice! ¡Dios, cómo la detestaba! Transigir. No podía más que transigir.
—Galfestan… Me he dejado llevar por la pasión… Es mala consejera. Hemos perdido y yo creía que jugábamos con agudeza. Me equivoqué. En la forma, pero no en el fondo, porque Béatrice representa una firme amenaza para nosotros.
El baile, como esteta, admiró el cambio. Su señor había fracasado pero se las arreglaba para no desprestigiarse. ¡Qué bien lo hacía! Sus errores resultaban colosales y él era lo bastante inteligente y lúcido como para que no le atormentaran durante mucho tiempo. Las pobres personas que habían perecido por su culpa no le quitarían el sueño. Ellos no representaban nada para él, ni vivos ni muertos. En cambio, la mordaz bajada de pantalones infligida por su tía política, una mujer, aunque ayudada por un médico prodigioso, le perturbaría el descanso.
—En efecto, monseñor. No obstante, ¿no podríamos idear un trato más… pacífico?
—Pensaré en ello, baile. Gracias.
* * *
Una vez se quedó solo, Herbert le dio vueltas al asunto. Había perdido, sería el hazmerreír de su tía y seguramente de su provincia. El señor Jean, por su parte, iba a perecer colgado o bajo el hacha. Le estaba bien empleado. Tendría que haber desconfiado de aquel viejo fatuo, a quien resultó tan fácil hacer cambiar de opinión a cambio de unos beneficios ostentosos. Évrard Joliet, a quien él había pagado pensando que, si la criatura no acababa con Béatrice, el veneno lo haría, había fracasado. Su agonía había sido terrible. Le estaba bien empleado. El fin de Nicol Paillet parecería una pesadilla (en aquel punto concedía toda su confianza a su tía política). Le estaba bien empleado a él también. Herbert había pensado… ¿qué había pensado exactamente? Se decía que Paillet había masacrado a esas pobres muchachas para vengarse de su veleidosa mujer. Desde luego, algo realmente malvado, pero que a los ojos del barón podía incluso tener una especie de explicación, tanto más cuando en aquel momento arrimaba el ascua a su sardina. Se equivocó. A Nicol Paillet le gustaba torturar, destripar, matar… ¿y quién decía que no se le había ido la mano con su esposa? Herbert había cometido un error, ¡un grave error! Y no podía descargar su cólera sobre nadie.
No obstante, el odio, los odios afloraban en él, el peor destinado a ese médico de quien le habían hablado, del papel que había tenido en su derrota, ese Druon de no se sabe dónde. Sin él, sin su ciencia, Béatrice habría caído o perecido. ¿Por qué Dios había juzgado necesario conducir a ese joven hombre hasta Béatrice? Y de pronto, la idea que aborrecía, la que no quería por encima de todo, se impuso: porque ella debía vivir. La idea de que un poder superior, sobrenatural, hubiera dirigido la salvación de su tía le desalentaba. Se dejó caer sobre el sillón y su mirada se posó sobre la insolente misiva que acababan de hacerle llegar, la cual había leído una y otra vez:
Mi dulce sobrino:
Espero, desde el fondo de mi corazón, que mis líneas os lleguen gozando vos y vuestra familia de buena salud. Espero sobre todo que la señora Hélène tenga una salud de hierro. Vos sabéis cómo la aprecio. Tiene un alma hermosa y es de inteligencia vivaz.
Por temor a fatigaros, no os detallaré todos los obstáculos a los que he debido enfrentarme. Sin duda los conocéis mejor que yo. En cualquier caso, tranquilizaos buen sobrino. La odiosa criatura, un tal Nicol Paillet, de quien quizás habéis oído hablar, nos ha puesto en grandes apuros. Se encontrará con el verdugo dentro de poco. Mi atormentador tiene orden de obtener confesiones completas. Confesiones sin duda superfluas, pues tenemos las del señor Joliet, mi bibliotecario-copista, que tenía la intención de envenenarme y que ha entregado su malvada alma; así como dos cartas pertenecientes al señor Jean Lemercier. A esto se añade el abrumador testimonio de Géraud Paillet. Sin embargo, es muy necesario que dé trabajo a mi verdugo, y su oficio no estará jamás tan justificado como en el caso de ese monstruo. Todas estas pruebas confirman que alguien me detesta mucho y se me parte el corazón.
Dios vela por mí, de eso no tengo ninguna duda. En efecto, la llegada providencial de un joven médico itinerante de extraordinario talento ha sido mi ayuda. Él ha desenredado para mí la madeja de malevolencias que se tejían alrededor de mi persona.
He dudado. ¿Debía enviar las pruebas acumuladas a vuestra esposa, cuyo juicio es célebre, con el fin de solicitar su opinión? ¿Debía llevárselas yo misma al consejero del rey Felipe y, con humildad, solicitarle un arbitraje?
¡Bah! ¿Acaso hay algo más preciado que lazos de sangre? Que quede entre nosotros. Al menos mientras podamos…
Vuestra tía, que tanto os ama y os respeta:
Béatrice d’Antigny
* * *
Las amenazas, cuya ironía había despertado la furia de Herbert, eran tan claras como el agua. A la menor nueva extravagancia por su parte, Béatrice avisaría a Hélène y llevaría el asunto ante el rey, con el apoyo de las pruebas. No obstante, ella todavía no se había decidido a arrinconarle, a pesar de que tenía los medios para hacerlo. Desde aquel momento en adelante le tenía a su merced.
De pronto, en un destello de honestidad, Herbert d’Antigny comprendió que había perdido aquella batalla porque su adversario había sabido rodearse mejor que él. Una adversaria de honor y de valentía. Una adversaria que había que aclamar más que odiar. Odiarla sería reconocer su inferioridad ante ella.
Curiosamente, aquella confesión hecha a sí mismo le tranquilizó un poco. «Querida Béatrice, mis honores. No obstante, querida tía, ¡una batalla no es la guerra!».