Bosque de la Viuda, agosto de 1306, aquel mismo día
Dejaron los caballos a diez toesas de la entrada de las grutas para que el ruido de los cascos no alertaran de su llegada. Imitando un gesto de Léon, Béatrice d’Antigny se arrodilló cerca de un pequeño charco de cieno y se maculó el rostro, el cabello, las manos y el torso de barro. Así, los perros percibirían más tarde su olor humano.
Murmurando, ella ordenó:
—Yo me ocupo de él. Tú de las bestias. Dególlalas. En cuanto nos ladren porque nos han localizado, nosotros arremeteremos contra ellas.
Él asintió con la cabeza.
* * *
Ambos avanzaron sin hacer ruido, cuidándose de dónde posaban los pies. Los conocidos hormigueos tomaron por asalto las manos del gigante y su respiración se hizo más potente, más rápida. La ferocidad le corría por las venas pero, ese día, no lucharía contra ella, más bien al contrario. Se preguntó qué sentiría Béatrice. Lo mismo que él, era evidente. Él sacó su daga.
Tras unos interminables minutos de avance silencioso, llegaron a su destino. Los dos se pegaron a ambos lados de la grieta que conducía a las entrañas de piedra. Bruscamente, los aullidos de los perros estallaron y ellos se precipitaron hacia la gruta, iluminada con antorchas. Un hedor se les encajó en la garganta, mezcla de excrementos, orín y carroña.
Una especie de sala pequeña, de formación natural, continuaba por una estrecha galería que descendía en una suave pendiente hacia las entrañas de la tierra. Los ladridos provenían de más lejos. La topografía hacía el lugar verdaderamente siniestro. Una vez que se adentraran en el pasillo de roca, uno detrás del otro, tendrían grandes dificultades para retroceder de forma precipitada.
Béatrice susurró:
—Sería un suicidio adentrarnos los dos a la vez. Yo paso primero. Tanto más cuando tú eres demasiado grande y corpulento para poderte defender con facilidad en este estrecho conducto.
Él la retuvo por el brazo, agitando la cabeza en señal de negación.
—No, él va a soltar a los perros. Eso es lo que yo haría. Según vuestra promesa, ellos son míos.
Béatrice no tuvo ninguna duda de que aquel era un pretexto mediocre. Él temía por la vida de ella y exponía la suya a cambio. Si no fuese así, ella se lo habría tomado como una grave ofensa. No obstante, había comprendido que Léon se redimía a su lado de un pasado del que ella había presentido la perfidia y la desesperación. Tras una larga mirada, ella asintió con un ligero gesto de cabeza y ordenó en voz baja:
—Blande una antorcha ante ti y guarda silencio. Arréglatelas para dejar paso a uno de los dos. Que arremeta contra mí, yo le espero.
Ella no dudó más que un instante y admitió:
—Léon… Te necesito, amigo mío. No lo olvides.
Una sombra líquida pasó por la mirada del gigante, que prefirió no responder por lo mucho que le emocionaba aquella confesión. Descolgó una de las antorchas. Los ladridos se habían vuelto furiosos. En ellos se reflejaban las ganas de masacre.
* * *
Él avanzó hacia la galería, con la antorcha tendida delante de él. Béatrice no veía más que la masa de su espalda. De pronto, desapareció en un recodo. Unos aullidos feroces. Los perros habían sido soltados. El combate a ultranza comenzaba. Ella oyó las injurias gritadas por Léon, los ladridos, los rugidos. Un gemido de dolor. Uno de los perros sin duda.
Bruscamente, una bestia enorme, gris oscura, con el flanco lleno de sangre, los ojos enloquecidos y los colmillos al descubierto, apareció y se precipitó hacia ella. Era el que Léon acababa de herir y que había dejado huir hacia la pequeña sala para que Béatrice lo matara mientras que él se enfrentaba al otro. A lo lejos, la pelea que ella no podía ver causaba estragos. El perro se abalanzó. Ella se apartó y se dejó caer sobre él con todo su peso, aplastando su temible hocico con una mano y clavándole varias veces la daga en el poderoso cuello. El magnífico cuerpo ya no se movía.
Béatrice d’Antigny se levantó, con las manos cubiertas por la sangre de un valeroso animal cuyo único error había sido caer en manos de un monstruo. El odio exacerbado que sentía por Nicol Paillet creció aún más.
El repentino silencio que provenía del otro lado del recodo le angustió. Unos interminables segundos de silencio. Por fin, la enorme silueta apareció. Léon emergió de la galería, tirando del cadáver del segundo perro, degollado. Caía sangre profusamente de su brazo, goteando sobre el suelo de granito.
—¿Herido?
Él sonrió:
—Mordido de manera sucia. Bah, en peores nos hemos visto, ¿no es así, señora baronesa? Nuestro buen médico me remendará.
Béatrice limpió su daga enfundada en sangre en su calzón ajustado y la asió con la mano izquierda. Con la derecha sacó su espada. Después avanzó hacia la galería natural y precisó en voz alta, para que Paillet pudiera escucharla:
—Seguidme Léon. Él es mío y le quiero vivo para que mi verdugo salga de su melancolía. Necesita divertirse, no condeno lo suficiente. No tiene nada que hacer y el pobre hombre está decaído. Si la inmundicia llegara a alcanzarme, que muera lentamente por tu propia mano.
* * *
Ella desembocó con prudencia en una sala bastante amplia y de inmediato se fijó en la jaula abierta en la que Paillet encerraba a los perros. El hedor en aquel lugar era casi insoportable. Ninguna señal del maestro herrero. Léon permaneció en la entrada de la galería, vigilando. Béatrice d’Antigny se abalanzó hacia el centro de la sala con el fin de guardarse por todos los flancos. Una voz grave, venenosa, se elevó en diagonal hacia ella, que provenía de un rincón sombrío:
—¡La puta roja y su esclavo!
La baronesa sonrió, sinceramente animada:
—¡Demontres, me han dedicado insultos mucho más afilados que ese! ¿Entonces, desecho, luchas o te escondes como el maldito cobarde que eres? Necesitas perros para creerte valiente y temible, ¿verdad? ¿Te lo has hecho encima? ¿Es ese el olor repugnante que ofende nuestras narices? Vamos, castrado, no tienes más que a una débil mujer delante de ti. ¿Acaso te da miedo una mujer?
Una silueta se abalanzó sobre Béatrice, con un enrome machete de caza blandido. La baronesa fintó, retrocedió de un salto ligero y embistió, casi arrodillándose en el suelo. La hoja relumbrante salió disparada, clavándose en la rodilla de Paillet, que chilló de dolor. En un abrir y cerrar de ojos, Béatrice se puso de nuevo en guardia, vigilando a su presa. Ella reventó de risa:
—¡Oh, cuánta historia por un pequeño corte! Vamos, vamos un poco de nervio.
—¡Ramera del infierno, sucia, muere!
—¿Eso es todo?
Paillet se abalanzó de nuevo sobre ella, con el arma levantada. Ella rodó por el suelo, volviéndose a levantar de un solo movimiento detrás de él.
—¡Sin embargo había jurado no luchar nunca contra damiselas! ¡Qué lástima! Esto me aburre, herrero, esto me aburre. Atrévete a hacer algo que nos divierta un poco.
La execración, más que el miedo, hizo temblar a Nicol Paillet. Retrocedió unos pasos y lanzó su hoja. Béatrice, que no había previsto el golpe, intentó pararlo. Demasiado tarde. El cuchillo se clavó en su brazo derecho, arrancándole un gemido.
—Bueno, puta asquerosa, ya no eres tan fanfarrona, ¿eh?
La baronesa roja inspiró profundamente, disipando por sí misma el dolor que se extendía por todo su cuerpo. Ella sacó la hoja de su carne, haciendo muecas de dolor, y ordenó a Léon, que se acercaba, vacilando todavía:
—¡Quédate donde estás! Formaremos una buena compañía para que el médico nos «remiende». Paillet, tienes mucha razón: acabemos con esto, aunque tú ahora estás desarmado. No eres un adversario digno y esto no es un combate a muerte. Por lo tanto no te devolveré tu arma.
Lo siguiente fue tan rápido que Léon, aunque conocía el talento de deslumbrante espadachina de su señora, fue incapaz de seguir sus movimientos. No distinguió más que una danza elegante y peligrosa. Ella se arremolinó alrededor del hombre, que retrocedía, buscando con la mirada enloquecida una salida. Solo existía la que Léon protegía con su masivo cuerpo y su daga.
Ella embistió, a pesar del dolor que le ocasionaban las carnes desgarradas. Su espada atravesó el hombro del adversario. Antes de que Paillet tuviera tiempo de chillar de nuevo, la hoja empapada en sangre le destrozó el otro hombro. Por fin, apuntando lo mejor que podía, ella se lanzó hacia él hasta llegar a tocarle, y le afligió con el flanco de su daga, ahogando un gemido. El maestro herrero cayó de rodillas, implorando clemencia:
—Por favor, señora, por favor. Me vacío, voy a morir…
—Claro que no, claro que no, he sido muy cuidadosa —bromeó Béatrice.
Volviéndose a poner seria, ordenó:
—Léon, sácalo a rastras. Trábale. Caminará hasta el castillo, a pesar de la rodilla destrozada. Comienza su calvario. Y no está cerca de terminar.
* * *
Béatrice d’Antigny, después de haber vendado su brazo lo mejor que pudo, aprovechó para inspeccionar la sala. Encontró los hierros con los que Paillet había maltratado a los perros para transformarlos en fieras, así como un silbato colgado de una cuerdecilla. Sopló en la boquilla sin producir el más mínimo sonido[240]. Pero apenas le extrañó: había oído hablar de aquel extraño artefacto. Nadie podía oírlo pero los animales le obedecían. Paillet debía servirse de él para llamar a las bestias, quienes le permitían creerse más fuerte, más poderoso que cualquiera. Al fin descubrió en el rincón sombrío su disfraz de criatura. Una combinación de pieles de lobo y de oso, toscamente cosidas, mal curtidas y que apestaba como todos los demonios. Unos grandes ojos la contemplaban. Dos bolas de vidrio pintados de verde, clavados en una cabeza que debía estar rellena de estopa. Así se explicaba la altura de la bestia, la falsa cabeza colocada sobre la de Paillet, justificando que cabeceara, moviéndose de derecha a izquierda. Ella levantó el largo lazo que le permitía atarse el disfraz al vientre. Entonces la rabia la invadió y dirigió una ácida reprimenda a Dios:
—¿Cómo podéis tolerar a tales seres? ¿No tenemos ya suficientes hambrunas, enfermedades y guerras? ¿Qué hemos hecho, qué hemos hecho para merecer vuestra ira?
Ella luchó con todas sus fuerzas contra las lágrimas. ¡No! ¡Béatrice d’Antigny no lloraba! No había vuelto a llorar desde el día en el que le permitieron besar la mejilla fría de su tan querida nodriza, fallecida de no se sabía muy bien qué cuando ella no tenía más que seis años.
Se levantó y portando entre sus brazos el montón de pieles malolientes, abandonó la caverna. Ella haría que la taparan para que nadie entrara en aquel lugar maldito. El tiempo acabaría por borrar las terribles cicatrices. Se esforzaría, primero en ridiculizar a Paillet en un lugar público, después en enviarle de la vida a la muerte ella misma. Siempre conviene ridiculizar el miedo pues es la única forma de poder convivir con él y después olvidarlo. Hasta la próxima, que seguro llegaría.
El brazo le daba punzadas. Bah, se había visto en otras peores. Ella era señora y la sangre que salía de su herida no era lo que más le preocupaba.