LII

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, al día siguiente

Ambos penetraron poco después en la pequeña iglesia de Saint-Ouen-en-Pail, situada al final de la calle principal. Modesta, de piedras de sillería, el edificio no tenía nada de excepcional. En uno de los lados gorgoteaba una fuente donde iba a proveerse la gente de los alrededores. El rostro roto de la estatua de Saint-Ouen-en-Pail había sido colocado sobre el altar. Léon se santiguó y miró a Druon de soslayo para ver si hacía lo mismo. Este dijo:

—Solo se trata de una estatua pintada que han destrozado para infundir el miedo.

—¿Es que nunca tenéis miedo? —replicó el gigante, molesto.

—Claro que sí. No obstante, formamos un equipo admirable. Vos teméis a las cosas sobrenaturales y yo no temo más que a los hombres.

—¿Dios no os inquieta? —se extrañó Léon.

—No, pues, a menos que cometa una grave equivocación, estoy en perfecto acuerdo con Él. Buscamos el registro de confesiones.

—Lo más probable es que esté guardado en esa pequeña estancia contigua —sugirió el gigante, señalando una puerta baja situada en diagonal hacia ellos.

—Parece cerrada —señaló Druon acercándose.

—Apartaos. ¡Una puerta no nos detendrá!

* * *

Arrancó el panel de sus goznes con un violento golpe con el hombro. Druon se fijó de inmediato en un armario de madera de mala calidad, también cerrado con llave. Su destino no fue mucho más envidiable que el de la puerta, y un golpe con el pie del hombre de confianza de la baronesa partió una de las hojas de arriba abajo. Druon encontró rápidamente lo que buscaba: un grueso volumen encuadernado en piel oscura. En él estaban anotados los nacimientos, los bautizos, las defunciones y los matrimonios, sin olvidar las confesiones.

Comenzó por la última anotación y remontó en el tiempo, reviviendo los últimos días del padre Henri. Su dedo se detuvo en una línea: «Léon, llamado de Lièges, deja gran constancia de su arrepentimiento. Ha ofrecido un pequeño real[236] para el mantenimiento de la iglesia. Quince rosarios». Al no poder ver Léon lo que él leía, Druon se esforzó por mostrarse impávido. ¿Qué había cometido entonces Léon para mostrarse tan generoso? Remontó más tiempo atrás, leyendo detenidamente los escrupulosos informes del padre Henri.

Por fin, supo que lo había encontrado:

«Géraud Paillet. Dios mío, ¡no sé qué hacer! Veinte dineros torneses[237], diez novenas, dos meses de cuidados a los enfermos, y sin embargo, ¿los merece? Creo que la penitencia le tranquiliza un poco. ¡Qué hacer, qué hacer!».

Un castigo severo. ¿Por qué no lo habría merecido? Druon levantó la cabeza y preguntó con urgencia:

—Paillet. Geraud Paillet, ¿eso os dice algo?

—Es el hijo del maestro herrero, Nicol Paillet. Tiene muy buena reputación. Un tipo un poco rudo pero no tiene la cabeza hueca. Forma parte del consejo del pueblo. Ha tenido una historia desagradable.

—¿De verdad?

—Su mujer le abandonó por un vendedor ambulante. Se volatilizó, de la noche a la mañana. Hay que decir que era guapa y que debía aburrirse en esa granja en el culo del mundo…

Léon se interrumpió, frunciendo el ceño.

—¿Sí? —insistió Druon.

—Precisamente, está al sur del pueblo. En dirección a Saint-Julien-des-Églantiers. El camino emprendido por…

De pronto, lo comprendió:

—¿Qué estáis insinuando?

—¿Insinuar? Ese no es el término que yo utilizaría. La criatura es para la baronesa, habéis dicho. Sería conveniente avisarla cuanto antes. Se ha atado el último cabo. Yo me quedaré aquí. La idea de galopar de nuevo hasta el castillo no me sentará bien. He esperado pacientemente durante toda la noche por vuestra buena voluntad —recordó Druon en tono de reproche.

* * *

Una sorpresa impensable le esperaba cuando Béatrice y Léon frenaron en seco delante de la iglesia: la baronesa había previsto un corcel para él, que debía remplazar a la buena y apacible Brise con el fin de ir más rápido. Las babas producidas por el esfuerzo maculaban la boca de los caballos, y el joven médico pensó que debían galopar muy rápido. Él nunca había montado a ningún caballo nervioso, fogoso, que requiriera de un caballero excelente. La orden dada por la baronesa apenas le dio la oportunidad de insistir en sus cualidades ecuestres.

—¡Monte, maese!

Ella iba vestida con el traje de caza que llevaba la primera vez que la vio. El jubón atado y el calzón ajustado de cuero que terminaba en las altas botas ponían de relieve su cuerpo firme y musculoso. El águila Morgane no le acompañaba y él comprendió que para ella se trataba de un combate de hombre a hombre.

—Entendámonos bien: es mío y lo quiero vivo. Lo ejecutaré yo misma, por decapitación con hacha, después de que el verdugo haya hecho su trabajo. Quiero tener su sangre denigrada en las manos y quiero que todos vean a qué se reduce su terror más tarde. Vamos.

Su semental relinchó al sentir la presión de los muslos y se lanzó derecho hacia delante.