Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, al día siguiente
Léon, sentado delante de la gran mesa, seguía la conversación, con un aire sombrío en el rostro.
—¿Estáis seguro, médico, de que Sidonie no es culpable? ¿O Clotilde? —insistió la baronesa que se mantenía en pie al lado del pedestal de Morgane, a quien acariciaba la cabeza.
—Solo estoy seguro de los hechos demostrados, señora. Sin embargo, apostaría por su inocencia. Ella no es tonta. Lo repito: ¿por qué habría insistido delante de todos en llevaros vuestro brebaje, incluso en mitad de la noche, si tenía la intención de envenenaros? Era evidente que sería señalada con el dedo de inmediato. Incluso ha sermoneado severamente a Clotilde porque se le había anticipado una noche, rebelándose porque la vieja sirvienta había usurpado su lugar.
—¿Entonces quién?
—Voy a encontrarle. Primero tengo que reflexionar.
—¡Os pasáis el tiempo reflexionando! —dijo irritada la baronesa.
La injusta reprimenda ulceró al joven médico, que respondió en un tono respetuoso aunque muy seco:
—Así es, es la mejor forma de no caer en el pánico ni en errores de juicio. ¿Acaso todos aquellos que han corrido en todos los sentidos, desde hace meses, como gallinas desquiciadas, han conseguido acorralar a la criatura? No. Solamente en unos días, «reflexionando», ya sé que se trata de un hombre acompañado por perros. Muy pronto descubriré su identidad… Reflexionando.
—¿Debo entender que tanto yo como Léon formamos parte de esas gallinas histéricas? —preguntó ella en un tono seco que no auguraba nada bueno.
—Jamás osaría pensar eso, señora baronesa —replicó Druon inclinándose.
Cuando se levantó, constató que una leve sonrisa flotaba en los labios de la baronesa roja.
—Tenéis suerte, médico. Empiezo a teneros aprecio. No obstante, tened cuidado. No tengo mucha paciencia con las impertinencias. Id entonces a reflexionar y descubrid a ese envenenador canalla cuanto antes.
* * *
Léon y Druon no intercambiaron una sola palabra durante su descenso hacia la habitación subterránea. No fue hasta que abrió la puerta cuando el gigante dijo:
—Me da la impresión de que estáis muy preocupado, médico.
—Así es.
—¿Puedo preguntaros por la razón de ese trastorno?
—He pasado algo por alto, un detalle que he visto u oído y eso me reconcome las entrañas.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—Si supiera cuándo y dónde, me acordaría del resto, señor Léon —vituperó Duron.
—Perdón.
—No, disculpadme vos, estoy irritado. ¡Detesto que mi mente me juegue malas pasadas! Vamos, aceptad mi invitación a compartir un gubilete de sidra con Huguelin y conmigo. No temáis nada, no aprovecharemos para acogotaros y huir, sin monturas no llegaríamos muy lejos antes de que nos atraparan —ironizó.
—Con mucho gusto.
Cuando entraron, Huguelin se esforzaba por trazar sus letras de práctica sobre un trozo de papel, con la punta de la lengua fuera en señal de concentración.
—Huguelin, el señor Léon nos concede el honor de compartir un gubilete con nosotros. ¿Quieres servirnos? —preguntó Druon acercándose al niño para evaluar su progreso.
Su mirada cayó sobre sus dedos jóvenes, todavía torpes y manchados de tinta. Él le aconsejó:
—Es conveniente coger la pluma lo más alto posible, sin que…
Se quedó inmóvil, con la mirada fija en la mano del niño.
—¿Maese?
—Maestro… Todavía no soy muy experto en el trazado, pero voy mejorando… Las letras me salen sin esfuerzo y solo he dejado una mancha en la hoja. Está mucho mejor de lo habitual.
—Oh… Jesús bendito —susurró Druon.
—¿Qué? ¿Qué? —casi gritó Léon.
—Creo saber quién es el envenenador.
—Venid, vamos a arrancarle la confesión ahora mismo.
—Desde luego que no.
—¿Habéis perdido el sentido, médico? ¿No deseáis que pague por sus faltas?
—Claro que sí, cuando consiga una certeza sobre su abyecto crimen. Vos le vais a amenazar, a presionar, tal vez le vais a maltratar y nunca estaré seguro de que sus confesiones sean verdaderas. Por favor, señor Léon… ¿No habéis aprendido a concederme un poco de confianza? ¿Creéis que protegería a un asesino de la peor calaña[235]? Vos queréis llegar a las manos, yo exijo una convicción.
Notó que la duda causaba estragos en Léon. Al fin el gigante dijo:
—Os concedo media hora. Una vez pasada partiré en vuestra búsqueda y me ocuparé en persona de vuestro sospechoso. Prefiero hacerle compañía a Huguelin durante ese periodo de tiempo. Si me cruzara con la mirada de mi señora, no podría ocultarle lo que sé y ella no os otorgaría nunca el permiso que yo os concedo. Actuad lo más rápido y lo mejor posible.
* * *
Druon salió disparado. Subió con dificultad, de cuatro en cuatro, los peldaños y se abalanzó hacia la biblioteca. El señor Évrard Joliet estaba inclinado sobre un alto atril, leyendo, y se sobresaltó ante la entrada muy poco ceremoniosa del médico. Su piel de rubio se encendió por la sorpresa y farfulló:
—Maese… ¿A qué debo el honor de…?
—¿El honor? Eso está por ver. Tengo poco tiempo, señor, y vos mucho menos. Así que ahorrémonos los preámbulos de cortesía. Ya no son apropiados.
—Tengo la impresión de que no comprendo del todo…
—Vuestras manos, señor. Mostradme vuestras manos.
Al tomárselo como una afrenta, el otro se rebeló:
—¡Me parece increíble! ¿Quién sois vos para…?
—¿Preferís que mande llamar a la baronesa o al señor Léon, que tanto me ha costado disuadir para que no me siga? La elección es vuestra, pero daos prisa.
—Yo…
—¡Vuestras manos!
El bibliotecario-copista vaciló una vez más y después tendió de mala gana una de ellas. Tenía todas las uñas cubiertas de manchas de tinta, las cuales le habían venido a la memoria a Druon gracias a Huguelin. Se mezclaban la tinta roja de minio, la negra de humo, tinta de agalla de roble y tinta verde de malaquita.
—Eh… me cuesta deshacerme de esas manchas —explicó Joliet.
Druon olió el aliento de Joliet e ironizó:
—Carape, ni siquiera usando mucha goma arábiga como fijador, qué persistentes. Vamos, ¿acaso con un buen cepillado con cenizas de madera y agua no habríais conseguido dejaros los dedos rosas y limpios? Poco importa.
El joven médico acarició las uñas del copista y rápidamente encontró lo que buscaba. Él constató:
—Habéis mascado una buena cantidad de granos de anís. Esto está relacionado con la nariz de los médicos, experta en discernir el olor de las enfermedades. Bajo el anís se percibe el olor a ajo de vuestro aliento, señor. Además, han aparecido unas irregularidades en vuestras uñas y para ocultarlas os las dejáis manchadas, porque, si no me equivoco, ¡vos no copiáis con las dos manos! En otras palabras, conocéis este síntoma tan revelador del envenenamiento con arsénico. Cuando lo manipuláis cada noche, después os chupáis los dedos para pasar una página, o cogéis alimentos, cuando lo respiráis os contamináis en pequeñas dosis.
—¡Mentira! ¡Qué acusación más abominable! Haré que os apaleen por vuestras inexcusables injurias. ¡Me quejaré! —gritó Joliet retrocediendo.
—¿A quién? ¿A la baronesa que vos hacéis pasar de la vida a la muerte? Vos sois una inmundicia de la peor especie, Joliet. Habéis intentado herbolar a una señora noble que os ha acogido y os ha tratado con respeto. Planeasteis que en vuestro lugar se acusara, llegado el caso, a una pobre muchacha, Sidonie. Ella creyó en un bonito apego por vuestra parte, cuando vuestra única intención era poder culparla a ella del crimen. Después de todo, era ella quien llevaba el brebaje, salvo que vos os apresurabais por encontraros con ella y llevarle la bandeja con el pretexto de descargarla, tal como habría hecho un enamorado. Sois una… cosa despreciable, señor.
El rostro de Joliet se había descompuesto. Sudaba profusamente y se retorcía las manos. Él lloriqueó:
—Van a…
—Así es. El destino reservado a los envenenadores es el peor de todos.
Joliet cayó de rodillas sollozando, cubriéndose la cabeza con las manos manchadas de tinta. Él gimió:
—¡No quiero… no quiero… por el amor de Dios, ayudadme!
—¿Por el amor de Dios? ¿Estáis hablando en serio, señor? No obstante, acepto proponeros un trato. Vuestra única suerte es que yo execro la tortura. Ahora bien, son días y días de intolerables sufrimientos los que os esperan. Sois joven y fuerte. Desafortunadamente, resistiréis hasta que se decida vuestra muerte, vuestro último alivio. No imagináis hasta que punto puede sufrir un cuerpo.
—Sí, sí… ¿Qué trato? Por favor…
—El señor Léon se unirá a nosotros en unos minutos y será demasiado tarde para vos. No dudéis. Quiero saber el nombre de vuestro comitente, al instante. A cambio, os concederé, bajo mi vigilancia, un momento para… que arregléis vuestro final gracias a vuestra provisión de arsénico. No será una muerte dulce. Sin embargo, será mucho más rápida que los tormentos que os esperan.
Joliet, con el rostro empapado en lágrimas, le miró fijamente. Cerró los ojos y juntó las manos como si rezara murmurando:
—¿Por qué tuvisteis que venir…? Yo lo habría conseguido… Sería rico, en vez de llevar esta vida arrastrada al servicio de incultos que poseen en sus bibliotecas toda la genialidad del hombre pero que les importa un bledo. ¿Sabéis que no le he visto ni una sola vez aquí dentro… salvo para verificar mis clasificaciones? Nunca me ha pedido una obra. La baronesa. En cuanto a la otra idiota, gorda como una oca cebada, finge leer para calentarme la oreja con sus eternas quejas. Habría podido…
—Daos prisa, señor. Nos falta tiempo para justificaciones que no me convencerán. ¿Qué? ¿Que la baronesa prefiere la caza y la administración de sus tierras en lugar de la lectura y por ello debería morir? En cuanto el señor Léon ponga un pie en esta estancia, ya no podré hacer nada. ¿Quién os ha, u os iba, a retribuir?
Joliet no dudó más que un segundo.
—El barón Herbert d’Antigny.
—Era lo que yo pensaba, entonces. Proceded… con el resto, señor. Rápido.
* * *
Évrard Joliet, con el rostro azorado, se precipitó hacia el otro lado de la sala y abrió la escalera que había contra una librería. Se subió a ella a toda prisa y cogió un grueso volumen.
Tres golpes violentos asestados en la puerta. Léon entró, con un aire asesino en el rostro. Joliet lanzó una mirada de pánico a Druon y abrió el libro. Una nube de fino polvo grisáceo revoloteó. Él se tragó dos puñados enteros. El polvo le formaba una especie de máscara sobre la parte baja de las mejillas y en los labios. Léon se lanzó hacia la escalera vociferando una sarta de injurias. La sacudió hasta hacer caer al bibliotecario, a quien agarró por la garganta gritando:
—¡Voy a matarte, monstruo! ¡Voy a destriparte! Voy a hacer que te comas tus propios cojones después de habértelos cortado.
—Es inútil, señor Léon —dijo Druon con voz serena y firme—. Va a entregar su alma dentro de unas horas muy largas, tan largas que tendrá mucho tiempo para lamentar su acto.
Furioso, Léon le amenazó con el puño profiriendo:
—¡Vos sois quien le habéis permitido que escape a la ira de la baronesa y a la mía!
—Es evidente, por compasión. Nadie me convencerá jamás de que es un error. ¿Qué compensación habríais obtenido torturándole durante días? Ninguna. Tanto más cuando esto ha sido un trato y he obtenido así la confirmación de lo que yo pensaba. El nombre de su comitente.
—¿Quién es ese canalla?
—Creo, señor Léon, si me lo permitís, que nuestra señora merece la primicia de esta información.
* * *
Sin saber cómo, o sobre qué o quién descargar su rabia y su miedo también, pues el estado de Béatrice le angustiaba, Léon se abalanzó hacia la escalera, gritando como un loco:
—¡Guardias, Grinchu, a mis órdenes, al instante!
Un tropel de dementes no hubiera producido tanto estrépito. Tres hombres de armas, con la espada desenfundada, entraron de sopetón en la biblioteca.
Señalando a Évrard Joliet encogido en el suelo, sin reaccionar, esperando su cercano fin, ordenó en un tono de odio:
—Arrojad a este maléfico desecho al calabozo. Que muera allí, sin beber ni comer. Daos prisa antes de que cambie de opinión y lo destripe lentamente.
Levantaron a Joliet del suelo como si fuese una bestia muerta. Él giró la cabeza hacia Druon y murmuró:
—Adiós, señor. Gracias.
La desaparición de Joliet pareció calmar un poco al gigante, que admitió:
—Señor… decididamente soy vuestro servidor. Os habéis ganado mi eterno agradecimiento. Donde quiera que estéis, en cualquier situación que os encontraseis, sean cuales sean vuestros enemigos, pedidlo y yo seré vuestro guardia. Por mi alma. O más bien por mi palabra, pues es más fiable. Sin embargo, en este preciso instante, y con todos mis respetos, os detesto.
—No me lo tomo como una ofensa, estad tranquilo. Además, esto pasará. Nosotros perseguimos un objetivo idéntico, proteger a la baronesa, con ayuda de métodos divergentes.