Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquella noche
El sueño huía de nuevo de Annette Lemercier. No conseguía quitarse de la cabeza la muerte de Séraphine, sermoneándose durante horas. ¿Y qué? Una tintorera por la que sentía lástima había muerto. No se trataba de un pariente ni de una amiga, ni siquiera de una agradable vecina. Además, las circunstancias de su muerte habían sido pasmosas. Un asesinato disfrazado de suicidio.
La misma pregunta obstinada rondaba por la cabeza de Annette: ¿por qué habían asesinado a esa pobre mujer? No tenía nada, vivía tranquilamente, nunca se mezclaba en asuntos que no la incumbían y todos sentían por ella una compasión infinita a causa de las horribles heridas infligidas por la criatura.
* * *
Jean gruñó mientras dormía cuando ella se levantó con gran precaución para no despertarle. El pobre estaba tan afectado por todas las horribles historias que había envejecido diez años en unas semanas y su bello rostro se arrugaba, hasta tal punto que a veces parecía una máscara mortuoria. A ella le hubiera gustado saber reconfortarle mejor.
En cierto modo le amaba. Sin embargo, no era el mismo amor que el que él sentía. Se trataba más bien de un gran cariño con el que se mezclaba una admiración sin límites. En el fondo, admitía que Jean se había convertido en su padre, su viejo marido e incluso un poco su hijo. Había tenido una suerte inaudita al encontrarse con él y se había esmerado en gustarle, a pesar de la gran diferencia de edad.
Annette siempre había tenido los pies en el suelo. Siendo una jovencísima doncella, ya planeaba lo que sería su futura existencia. ¿Qué necesidad tenía de un fuerte apego hacia un esposo? ¿No era aquella la mejor forma de caer en la decepción y de sufrir? ¿Qué necesidad tenía de uno de esos jóvenes seductores con hermosas promesas, cuyas llamas apasionadas no durarían más que una primavera? No, ella no. Ella elegiría un buen hombre, de más edad, al corriente de la vida y muy pudiente. Después de todo, el trato era equitativo: encantadora y joven, de mente despierta.
Jean coincidía en todos los puntos con ese retrato y ella nunca había lamentado elegirle. Siempre razonable, ella le había influenciado juiciosamente para que él redactase un testamento ante notario que le garantizase un cómodo futuro. Prudente, Annette tenía una confianza muy limitada en los dos hijos fruto del primer matrimonio de su esposo. Peor, sus afabilidades y sus atenciones, en su opinión, no le tranquilizaban desmesuradamente. En cuanto a ofrecerle un nuevo heredero a Jean para recuperar un usufructo viudal, estaba excluido y ella había velado por ello. Existían plantas eficaces para no quedarse encinta. Una vez que Jean falleciera, lo más tarde posible si Dios quisiera, ella viviría apaciblemente[234], sin depender ya de nadie así como lo había soñado siempre.
Ella expulsó esa perspectiva de su mente. A pesar de la felicidad que le produciría esa libertad por fin adquirida, el fallecimiento de Jean le causaría una verdadera tristeza.
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Annette bajó sin hacer ruido hacia la cocina para prepararse una infusión de hierba luisa y de malva, infalible para luchar contra el insomnio. El silencio nocturno de la vasta casa le asfixiaba. Por lo demás, ¿era por el silencio aquella especie de aprensión insidiosa que no se le quitaba desde hacía varios días, desde el cambio de actitud de Séraphine? Pobre, pobre mujer. ¿Por qué el destino se ensañaba con algunos seres que no se lo merecían más que otros, sino todo lo contrario? ¿El destino?
Con los riñones apoyados en el borde del enorme fregadero abierto en la piedra, Annelette saboreaba su infusión dando pequeños sorbos. No había tenido ganas de alimentar el fuego de la chimenea y se contentó con el agua tibia. Sin comprender por qué, su mirada se dirigía constantemente hacia el pasillo. Al otro lado se encontraba la estancia que servía de despacho a su esposo. De pronto, se dio cuenta de que su mente había construido diques, sin que ella fuese consciente, prohibiendo el paso a ciertos pensamientos. ¡No! ¡Vamos, estaba perdiendo la cabeza! ¿Por qué rechazaría ciertas reflexiones? Sin embargo, en ese momento, su inteligencia luchaba duramente contra su deseo de obcecación.
¿El destino? ¿De verdad? ¿El destino había sido el único artífice de la desgracia de Séraphine? De inmediato, una cohorte de «¿por qué?» desfiló en la mente de Annette. ¿Por qué Jean parecía atormentado hasta tal punto por ese asunto, en efecto espantoso, pero que no les afectaba directamente? ¿Por qué no le había impedido con mayor firmeza al padre Henri que saliera en busca de la bestia, crucifijo en mano? ¿Por qué él, el más piadoso, había accedido con tanta facilidad al capricho de su esposa que quería garantizar a Séraphine un enterramiento cristiano? Séraphine solo se había sincerado con una persona después de su agresión: Jean. Ella la había eludido, se andó con rodeos cuando Annette fue después a visitarla con el fin de sacarle detalles. Por qué si no fuese porque tenía una aterradora revelación que contar únicamente al jefe del pueblo. ¿Por qué, por qué, por qué?
No, ¿qué se estaba imaginando? ¿Se había vuelto loca? ¡Aquello no podía ser! ¡Jean no tenía nada que ver con todo aquello!
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El sonido seco del gubilete que ella volvió a posar la sorprendió. Sin ni siquiera decidirse, atravesó la amplia cocina y se dirigió hacia el estudio de su marido.
La claridad de la luna inundaba la estancia a través de las ventanas acristaladas, dibujando nítidamente las siluetas familiares de las librerías, de la gran mesa de trabajo, del sillón con respaldo esculpido de Jean, el taburete cubierto con un lienzo de motivos campestres sobre el que Annette se sentaba cuando hacía compañía a su esposo. Ella cogió la llave del cajón de la mesa de su escondite, en el fondo de un tintero de cuerno agrietado que su esposo conservaba porque había pertenecido a su padre.
Introdujo la llave en la pequeña cerradura y vaciló. ¿Qué necesidad tenía de saber? Le vinieron a la mente aquellos cuentos para chiquillas en los que la curiosidad de las mujeres era severamente castigada por un giro en la situación. Una brutal certeza la convenció: si le daba miedo saber la verdad, significaba que ya había juzgado culpable a Jean de algo.
Entonces abrió el cajón en el que él guardaba por la noche su libro de cuentas, algunos documentos importantes y sus plumas. Debajo del grueso registro de cuero negro, había dos cartas, ambas del barón ordinario Herbert d’Antigny. Acercándose a la ventana para aprovechar la claridad de la luna, leyó primero la más larga, volviéndola a empezar dos veces, pues su contenido le pareció sorprendente, incluso aterrador.
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Muy abnegado Jean:
Tened por seguro que comprendo la importancia de vuestro conflicto de conciencia. Os honra y me hubiera decepcionado, por no decir preocupado, que no fuese así. Sin embargo, acabáis de entrar en el verdadero juego político, que no puede concebirse sin sacrificios ni decisiones que hieren la moral común. Debemos tranquilizarnos al pensar que obramos por el bien de la gran mayoría. ¿Imagináis vuestro pueblo bajo el dominio inglés, u otro? ¿Cuál será entonces el destino reservado para vuestra familia, para todas aquellas personas de las que sois responsable porque ellas han puesto su confianza en vos? Eso es lo que me ha alentado a ofreceros la bailía de Saint-Ouen-en-Pail y alrededores en cuanto la situación política quede aclarada para el beneficio de todos. Allí se os tiene en gran estima y está justificado.
Vos lo sabéis tan bien como yo. Mi tía Béatrice nunca llegará a ser señora sin un nefasto cúmulo de circunstancias. Al ser mujer, no tiene ni las capacidades ni la experiencia requerida.
En cuanto al testimonio de esa tintorera que vos me habéis relatado, comprenderéis, querido Jean, que no puede extenderse bajo ningún concepto. Si vuestra oferta monetaria no ha seducido a esa pobre obstinada, no sé qué aconsejaros a este respecto. Sin embargo es evidente que una casi pordiosera no sabrá hacer fracasar un plan que hemos tardado meses en desarrollar y que pronto dará sus frutos.
Tened por seguro, querido Jean, que mis deseos de éxito os acompañan. La forma es imperativa para poder defendernos contra cualquier acusación de conspiración, es necesario que sigáis obrando con delicadeza para que el consejo del pueblo al completo me suplique que intervenga. Nosotros derrocaremos a Béatrice y no será más que algo justo y bueno.
Vuestro señor agradecido y atento:
Herbert d’Antigny
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La misiva se deslizó entre los dedos de Annette y cayó lentamente al suelo, formando una mancha blanca en la sombra de las losas de piedra. Las piernas se le aflojaron y se apoyó contra la pared por miedo a caerse. Un vertiginoso vacío tomó su cerebro por asalto. Una pesadilla. Solo se trataba de una pesadilla e iba a despertarse en su cama, al lado de Jean. El canto inquietante y perentorio de una lechuza la sobresaltó. Un ululato le respondió. Los sonidos de la noche. Ella no dormía.
Una ola de náuseas la asfixió y se abalanzó hacia la cocina para vomitar allí la tisana. Los sollozos se mezclaron con el hipo y se dejó caer al suelo.
«Jean no», suplicaba. Jean no podía ser… Debía haberlo entendido mal, haber interpretado las líneas como si fuese una imbécil. Pero de repente, la verdad implacable se impuso y nació la furia. Frente a una prometida bailía, un puesto muy halagüeño y sobre todo muy lucrativo, su marido se hacía, en cierto modo, cómplice de aquella criatura que hacía pedazos a la gente. Gente que él conocía desde hacía lustros, gente que tenía fe en él. Jean estaba detrás del asesinato de Séraphine, que se había negado a callar lo que sabía a cambio de una cantidad de dinero. Prudente, el barón Herbert no exigía nada. Sin embargo, aquella carta lo decía muy claro: Séraphine no debía dar a conocer su testimonio, bajo ningún concepto. Más que cualquier cosa, Annette supo que nunca le perdonaría a Jean aquel pobre y modesto cadáver colgado de una viga. Jean, a quien ella había admirado hasta el punto de acabar queriéndole un poco. Ella se levantó, se secó las mejillas empapadas de lágrimas y se precipitó de nuevo hacia el estudio para leer la segunda carta.
Tenía una fecha anterior, dos meses antes.
Señor Jean:
Es importante que nos reunamos con el fin de calibrar vuestra fidelidad hacia mi persona. Tened por seguro que vuestras primeras reticencias me han tranquilizado. La estrategia que tengo en la cabeza desde hace tiempo es delicada y no se llevará a cabo sin daños adicionales. Así funciona la política.
Una vez que vuestra provincia se deshaga de la inepta y calamitosa dominación de mi tía Béatrice, necesitaré a un hombre de confianza, bien establecido, respetado y a quien escuchen, como baile. Vos sois ese hombre.
La idea que os acabo de revelar me ha venido a la mente tras el fracaso de mi baile, Galfestan, de quien no sé qué predomina en él, si la estupidez o la cobardía, y de mis hombres de armas en la exterminación de la criatura. Ahora vos la conocéis antes que mi querida esposa. Lo que os demuestra la gran confianza que he depositado en vos. He de insistir también en que me invadirá la cólera si vos me traicionáis. Vuestro consejo del pueblo deberá suplicarme para que intervenga personalmente, justificando así que mi tía sea apartada. Hasta aquí, quien deba ser avisado lo será.
Tened por seguro que yo también siento el peso de mis decisiones. Sin embargo las he tomado en conciencia. No olvidéis nunca que obraremos por el bien de todos.
Vuestro benevolente señor feudal:
Herbert d’Antigny
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Gracias a Jean, a su complicidad activa, Herbert d’Antigny quería acabar con Béatrice para recuperar así sus tierras. «Hasta aquí, quien deba ser avisado lo será». ¡La criatura! Le harían saber a la criatura que no debía mostrarse cuando el riesgo fuera grande para ella. En otras palabras, la innoble bestia era un hombre. Jean intentaba ahora hacer creer con sutilidad, después de haber fingido aplazarlo, que era demoníaca y que solo la gran alma de Herbert y su fuerza de barón podría defenderles. Un hombre, tal vez al servicio de Herbert. Quizás Jean conocía su identidad. Quizás él sabía quién era el autor de cada masacre cometida.
Seguramente había recibido otras misivas de las que se había deshecho por precaución, conservando únicamente estas dos porque demostraban por escrito que se convertiría en baile, un cargo obtenido a través de los gritos, del terror, del sufrimiento y de la sangre de inocentes.
Annette no sabía lo que la dominaba: el disgusto, la rabia o el odio. Otro pensamiento atemperó la violencia de sus emociones. Vengarse de la espantosa decepción que acababa de infligirle Jean, vengar a toda esa pobre gente y, sobre todo, vengar a Séraphine. En cambio, perderlo todo por la fatuidad de su viejo marido, a quien se imaginaba pavoneándose como baile, y ser castigada por las malas acciones de él estaba descartado.
Reflexionar. En el fondo, Jean había sido el instrumento elegido para acceder a la vida que ella tenía prevista desde su infancia. Y cuando un instrumento se vuelve defectuoso, ¿no nos deshacemos de él?
Cuando tomó una decisión, colocó con cuidado las dos cartas en el fondo del cajón, volvió a poner encima el registro de cuentas, cerró y puso la llave en el tintero de cuerno agrietado. Subió con sigilo para tumbarse al lado de Jean, pensando que iba a esforzarse por borrar de su memoria cualquier recuerdo de él.