XLVII

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Bajo la vigilancia disuasiva de Grinchu, cuya barba le hacía aún más siniestro de noche, Sidonie, presa del pánico, se encontraba ya en la gran sala cuando Léon y Druon entraron en ella. Un criado, a quien habían ordenado despertarse y darse prisa, había hecho brotar un fuego devorador en la inmensa chimenea. Habían vuelto a encender todas las velas. La muchacha miró fijamente al médico, preguntando con la voz entrecortada:

—Señor… ¿Qué ocurre? ¿Qué he hecho? Me ha sacado de la cama este…

Ella señaló al hombre de armas de la baronesa y rectificó:

—Grinchu, que no dice ni una palabra. ¿Acaso he disgustado a mi señora?

—Lo mejor, Sidonie, es que esperemos pacientemente. No obstante, tranquilizaos… Por lo que sé, solo se trata de unas preguntas.

La espera fue corta. Béatrice d’Antigny entró, con aspecto sombrío. Por lo visto el águila, Morgane, se había quedado en sus aposentos, y Druon se sintió aliviado. La baronesa iba vestida con una sobrevesta azul como el mar frío, ribeteada de vero, colocada sobre una saya de un color gris pálido. El médico pensó que a pesar de la urgencia del momento, tenía un noble aspecto. Sin mirarles, se sentó sobre su sitial.

—¡Estoy esperando! —dijo ella.

* * *

Léon relató lo que le habían contado los maestros de cocina, pasando por alto las indelicadezas del chacinero y seguramente de los otros dos. No era el momento de hablar de rapiñas mediocres, sino de asesinato. Instando a Sidonie a que guardase silencio, pues quería protestar, Druon resumió diciendo:

—Por lo tanto, a menos que imaginemos una conspiración de envenenadores, cosa que parece muy poco probable, el veneno ha debido ser añadido después de la preparación del brebaje.

—¿Qué tienes que responder, Sidonie? —exigió la baronesa en un tono que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Druon.

Aterrorizada, completamente lívida, la joven sirvienta intentó justificarse, implorando con las manos unidas.

—¡Señora, juro sobre los Evangelios y por mi alma que nunca he cometido un acto tan espantoso! Yo os sirvo con devoción, respeto y fidelidad. Preferiría morir antes que atentar contra vos o permitir a cualquiera que os hiciera daño.

—¡Eres tú quien me lleva el vino caliente casi cada noche! —dijo enfurecida Béatrice d’Antigny.

A pesar de la vehemencia de su tono, Druon notó que la baronesa esperaba que la sacaran del error en cuanto a la culpabilidad de aquella joven mujer en la que había puesto un poco de su confianza.

—Con vuestro permiso, señora, vuelvo a lo que le dije al señor Léon —intervino Druon—. Todos nos describen a Sidonie como una persona de mente despierta. Sin embargo, tendría que haber sido muy obtusa para hacerse notar insistiendo, incluso querellándose, para exigir ser la única que os lleve vuestro vino. Esa sería la mejor forma de señalarse como asesina.

Sidonie le lanzó una intensa mirada de agradecimiento. La baronesa gritó:

—¿Entonces quién?

Volviéndose hacia la joven sirvienta, el médico la presionó sin brusquedad:

—Avivad vuestros recuerdos, Sidonie. ¿Alguien os ofrece su ayuda para llevar la bandeja hasta los aposentos de nuestra señora?

Ella dudó y después dijo:

—Eh… no.

—Reflexionad, es de extrema importancia.

—No… A veces, Clotilde se apresura para sustituirme… para hacerse ver. Hemos discutido por ese motivo. Ella no está en el servicio de cámara de nuestra señora. ¡Yo estoy encargada de ello! Ella no tiene por qué usurpar mi tarea…

—¿Os cruzáis a veces con alguien?

—No… Maese, os aseguro que no he hecho nada malo…

* * *

Una voz vivaracha se elevó desde detrás del tapiz:

—¡Ella miente!

Una onda recorrió el tapiz e Igraine apareció, con su grajo encaramado en el hombro.

—Nos espiabas —comentó Béatrice.

—No, señora. Nunca espío, vigilo, para protegeros.

Volviéndose hacia la joven y temblorosa Sidonie, ella bromeó:

—¡Ah, las muchachas, las muchachas! No hay manera de hacerles cambiar. Afortunadamente, porque, de ser así, el mundo sería menos divertido.

—¡Al grano! —se impacientó la baronesa.

—Bien, he sorprendido a Sidonie conversando de un modo… «galante» quizás sería abusivo, digamos «agradable» con vuestro bibliotecario-copista, el señor Évrard Joliet. Los dos reían ahogadamente como dos bobos, haciéndose la corte. La bandeja yacía en el suelo, bastante alejada de ellos. Parecían tan absorbidos por sus… chácharas, que no me hubiese extrañado que una tercera persona haya tenido la oportunidad de verter prestamente un veneno en el gubilete sin ser visto.

—¿Eso es verdad, Sidonie? —preguntó Druon.

El bonito rostro pálido y descompuesto se ruborizó por la emoción y el médico comprendió que ella sentía apego por él. Ella permaneció en silencio. Él insistió:

—Sidonie, dudo que la baronesa os reproche que os encontréis con su afable copista. En cambio, si, digamos… unos intercambios con el señor Joliet han podido engendrar una… desatención por vuestra parte, tenéis que decírnoslo. Vuestra «devoción» por vuestra señora os lo manda.

Mirando hacia abajo, ella terminó por confesar:

—Es verdad que… el señor Joliet ha tenido la amabilidad de hacerme saber que me encontraba… interesante. Me sentí muy halagada por ello. Es un erudito y aunque yo sepa leer y escribir un poco… su afabilidad hacia mí era muy halagüeña.

De pronto, preocupada porque sus palabras fuesen malinterpretadas, precisó rápidamente:

—Os aseguro que nunca ha pasado nada que ofenda al pudor o la moral. Yo había decidido pedir permiso a mi señora si… las cosas se hacían más… formales. El señor Joliet me hablaba un poco de sus lecturas, me contaba pequeñas anécdotas, me relataba divertidas bromas… nada más, de verdad.

Aliviada y consternada a la vez por lo que estaba escuchando, Béatrice d’Antigny concluyó:

—En resumen, ¿es un amorío?

Un murmullo apenas perceptible le respondió:

—Oh, apenas, señora.

Las lágrimas se apoderaron de Sidonie y ella balbuceó:

—Oh… Señora… si nuestras bobadas y mi ligereza han permitido que un monstruo envenene vuestro vino, yo no me lo perdonaré jamás y tenéis toda la razón si me castigáis…

Léon dejó escapar un suspiro hastiado. En la misma noche, él había acorralado a un chacinero que sacaba a su señora un poco de tocino y algunos chicharrones para casar mejor a su hija, y a una muchacha cuyos sentimientos tal vez le habían facilitado la tarea a un asesino. ¡Buenas presas para un temible hombre de guerra!

—¿Habéis visto o distinguido a alguien, aparte de vosotros dos? —quiso saber Druon.

Desesperada, Sidonie movió la cabeza en señal de negación y gimió:

—Soy culpable de negligencia. Estaba absorbida por lo que me contaba el señor Joliet… No presté atención… ¡Además jamás habría pensado que un canalla innoble podría tomarla con nuestra señora, que es justa y buena!

A falta de reproches o de argumentos, pues tanto le había asombrado la candidez de la sirvienta, Béatrice de Antigny ordenó sin hosquedad:

—Vuelve a tu alcoba y no salgas hasta que lo ordene.

* * *

Cuando ella desapareció, tras hacer una reverencia, Druon resumió con aire sombrío:

—¡Carape! Este interrogatorio me deja insatisfecho. Resulta que en lugar de reducir el número de sospechosos, ahora todos los habitantes del castillo lo son.

—¿La creéis culpable? —inquirió la baronesa.

—No, señora baronesa. Sin embargo, de momento, tampoco juraría lo contrario…

Cortando la discusión con un gesto involuntario y poco cortés de mano, Druon pasó a lo que le parecía más urgente, pues estaba seguro de que el envenenador iba a amedrentarse y a mantenerse tranquilo, al menos durante un tiempo.

—Otras cosas importantes me obstruyen la mente, señora, y me gustaría hablaros de ello en compañía del señor Léon y de Igraine, si vos lo deseáis.

—Es evidente que esta noche no descansaremos. Os escucho.

Ella, con el torso inclinado hacia él, las manos crispadas sobre los pomos de los brazos de su sitial, no le interrumpió ni una sola vez mientras que él le relataba todas sus deducciones. Igraine se había acercado hasta casi rozarle. En cuanto a Léon, no le quitaba la mirada de encima.

—Comprended, señora, que aquí no expongo más que mis certezas. La criatura es un hombre disfrazado con pieles de bestias, acompañado de perros adiestrados para atacar a humanos.

Béatrice d’Antigny se enderezó y, con las mandíbulas crispadas por la furia y el odio, gritó:

—¿Un hombre?

—Así es. No hay nada de infernal detrás de todo esto. Un monstruo, pero un hombre.

El furor se leyó también en el rostro del gigante, que profirió:

—¡Ese es de mi señora! Va a matarle tal como se merece.

—¿Quién? —exigió la baronesa.

—Todavía lo ignoro, pero le voy a encontrar. Dentro de poco. Además, vos sois, señora, el blanco de una conspiración y apuesto a que la criatura y el envenenamiento están relacionados de una forma que aún se me escapa.

Béatrice d’Antigny se volvió hacia la maga y observó, en un tono que se había vuelto calmado:

—Entonces Igraine tenía razón. Vos debíais ser mi salvación. Mis agradecimientos, médico.

—Me honra y me llega directo al corazón, señora baronesa.

La mirada de color azul intenso le escrutó. Ella inquirió, con una cortesía poco habitual:

—¿Qué os guardáis, maese? Me da la impresión de que hay palabras que no quiere decir.

—Mis incertidumbres, señora.

—¡Vamos, al grano! —soltó irritado Léon.

—No.

—¿Os burláis, maese? —contraatacó el gigante, poco ameno, avanzando algunos pasos amenazantes.

Béatrice d’Antigny emitió un pequeño suspiro y, como algo excepcional, contemporizó:

—Mi buen Léon, tranquilizaos. ¿Acaso no habéis comprendido que maese Druon a veces tiene susceptibilidades de doncella? No le gusta apresurarse con sus razonamientos. No descubre sus pensamientos con la facilidad que se remangan las faldas a una muchacha. No obstante, de hecho, dichos razonamientos son muy preciados para nosotros. Tal vez vayan a salvarme la vida y nos corresponde a nosotros conocer la verdadera naturaleza de la lacra a la que nos enfrentamos. Maese, ¿tendríais la bondad de relatarnos vuestras «incertidumbres»?

* * *

Druon vaciló durante algunos instantes y después se decidió, no sin reticencias:

—Con una condición, señora baronesa, con todos mis respetos y mis disculpas: que el señor Léon no se lance al pueblo para enfrentarse con nadie, y que cada uno aquí haga el esfuerzo de recordar que no se trata más que de suposiciones. Bajo ningún concepto quiero participar en una iniquidad.

En un tono medio exasperado, medio perentorio, la baronesa Béatrice replicó:

—En ese caso, aceptamos. La injusticia me horroriza. Doy mi palabra, señor, y será respetada por toda mi gente.

—Está bien… No comprendo… Verdaderamente no comprendo…

Druon se perdió en sus pensamientos para ser de inmediato llamado al orden por la voz de niña irónica de Igraine:

—Esperamos a que os decidáis y estamos pendientes de vuestras palabras, maese.

—Cuando el señor Léon y yo mismo le visitamos en su morada, Jean el Sabio, jefe del pueblo, nos relató la confidencia de la tintorera. Confidencia que ella le había reservado a él. Él nos afirmó palabra por palabra: «salvo algunos detalles, seguramente debidos al pánico, el relato de Séraphine guarda parecido con las afirmaciones de Alphonse. Excepto por la presencia de dos criaturas terroríficas, en ese último caso». Ahora bien, la descripción de la pobre mujer, transmitida por Gastón, es radicalmente diferente, y similar a la del Simplón y a la de Lucie Fournier. Estoy seguro de que todos esos testigos son fiables, aunque una haya fallecido.

Se hizo el silencio, pensando cada uno en lo que había dicho.

—¿A dónde queréis ir a parar, médico? —exigió la baronesa—. ¿Acaso insinuáis que el señor Jean ha mentido?

—A riesgo de pareceros arrogante y conociendo la confianza que vos tenéis en él: ¿por qué no? Una vez más, no tengo ninguna certeza.

—No obstante, sembráis la duda, señor, incluso la calumnia, y por menos que eso se ha mandado colgar a gente.

—No, no, querida señora —intervino Igraine, animada—. Él siembra la semilla del razonamiento y es conveniente no ignorarlo nunca.

—¿Le estás dando la razón? —se irritó la baronesa.

—¡Por supuesto! Pues sé que él nos lleva hacia la verdad, la cual no será agradable de contemplar.