XLV

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Una rabia asesina se apoderó de Léon cuando bajó a las cocinas situadas justo debajo de la gran sala, para que el calor desprendido por las inmensas chimeneas de cocción no se perdiera. Su respiración se hizo corta, el corazón se le desbocó, la humedad del sudor le empapaba la raíz de sus cabellos de bárbaro, unos picores tomaron por asalto sus manos grandes como sacudidores. Se quedó inmóvil en el último peldaño, alarmado. Reconocía aquellas señales, aquellas que representaban las ganas de matar. Había matado tanto. Fue un ribaldo, o un estipendiario incluso, a merced de las situaciones, un bandido de grandes caminos.

La tierra nunca le había interesado a Léon. Demasiado trabajo para tan poca ganancia. También había dejado a su hermano menor, sin lamentarlo, el pedazo de parcela que le correspondía para desaparecer por siempre. Robar, masacrar, torturar a veces, le había parecido mucho más simple, más lucrativo también. En el fondo, ahora le costaba recordar a sus víctimas y no sabía si tenía que ver en ello una bendición o los signos precursores de su inevitable condena. Salvo a una: un anciano. ¿Por qué este se le aparecía a veces por las noches? Léon abrió sus grandes manos en un gesto involuntario. Aquella noche habían estado cubiertas con la sangre de aquel anciano.

* * *

Léon se tambaleaba, borracho, cuando entró en la casa. De aquello se acordaba muy bien. Se le habían escapado unas risas ahogadas de borracho. El viejo le había jurado por su alma que no poseía nada. Léon estaba convencido de lo contrario.

Primero le golpeó con violencia, sin ni siquiera ver las lágrimas, sin escuchar tampoco sus gritos, ni después sus gemidos. El pobre hombre terminó por confesar el escondite del fino crucifijo de plata de su esposa, fallecida hacía años. La furia sacudió a Léon: aquel viejo necio le había mentido. Sacó su cuchillo e hirió las mejillas arrugadas y amarillentas. La sangre le chorreaba. El viejo gemía, suplicaba, lloraba, una suerte de imprecisos ruidos de fondo. Exasperado, Léon le empujó con brutalidad. Un golpe seco. Su cabeza chocó contra la esquina de la chimenea. Se desplomó, muerto, con el cráneo hundido. Al principio fuera de sí, Léon revolvió todas las cosas de la casa. Nada, excepto alguna vil moneda. «Mucho más simple, más lucrativo también».

De pronto se dio cuenta de que se había llevado una vida, otra, por una ganancia que no le daría ni para un gubilete de vino de mala calidad. Desengañado, se arrodilló al lado del anciano, rezando por las almas de ambos. Apretó la cabeza herida contra él, la sangre tibia cubrió sus manos. Permaneció así buena parte de la noche, con la mente vacía de todo pensamiento, salvo de uno solo: había matado tanto, robado tanto, «mucho más simple, más lucrativo». Sin embargo estaba solo, sin un cuarto. Había perdido su alma y ni siquiera las jarras de vino ni las muchachas de vientre fácil aplacaban ya la aversión que sentía por sí mismo.

Él nunca llegó a confesarle todos sus crímenes a Béatrice d’Antigny cuando le ofreció sus servicios. Seguramente ella lo fue adivinando poco a poco, al menos en parte. Un día ella le dijo:

—Solo la gente de bien es inexcusable cuando no se comportan con honor. Si la honestidad, la valentía y la dignidad son deberes, también son lujos. Sin embargo, pueden ser de todos, si queremos. Exigen una gran labor. Se trata de un esfuerzo continuo que no se persigue por complacer a los demás sino a uno mismo. La perversidad, la mediocridad y la cobardía son mucho más simples. ¿Sabes, Léon? Los demás me importan un bledo. ¿Sabes por qué? Porque yo soy mi propio juez, el más implacable y a quien no soy capaz de mentir. Seguramente Dios perdonará mis ofensas, yo no.

El apego, el amor que él sentía por ella nacían en parte de aquello. Ella no conocía la piedad. Sin embargo, su alma estaba libre de manchas. Y Léon había quedado fascinado por el espectáculo de aquella alma indemne. Él, poco a poco, se había convencido de que el trato con ella podría, quizás, lavar un poco la suya. Solo un fragmento, una parte que pudiera certificar que él no había perdido toda la humanidad. La idea de que quisieran matarla le devolvía a aquellos años atrás, a sus tiempos de barbarie, un tiempo del que ya no quería saber nada. Situado sobre el último peldaño, se obligó a tranquilizarse, ordenando a su corazón y a su respiración que retomaran el ritmo normal.

Ella se mostraba impía, pero nunca había matado por diversión, por facilidad, por interés ni por miedo.

* * *

Sin duda, su rostro todavía mostraba los estragos de su ferocidad de antaño, pues cuando entró en la inmensa cocina, se hizo un silencio compacto, solamente roto por el crepitar de las llamas de las dos chimeneas, una enfrente de la otra. Un cucharón cayó sobre el suelo enlosado de piedra, rebotando en lo que pareció un estrépito. Todos le miraron fijamente como si una especie de presciencia les hubiese advertido de la inminencia de un cataclismo. ¿Era su imaginación o la joven Sidonie retrocedió con discreción colocándose detrás de una fregona de cocina recién salida de la infancia?

La mirada del gigante barrió la amplia estancia abovedada, la inmensa mesa central colocada en medio, que ocupaba casi todo el largo, abarrotada de recipientes, marmitas, brochetas, aves de corral por desplumar, champiñones[231], cuencos con crema, escudillas con sangre de cerdo y utensilios. Una mujer joven estaba sentada sobre el banco que la flanqueaba, inmóvil, con un pato en una mano y una mata de plumas en la otra. En un rincón, abierto en el suelo, el orificio que permitía arrojar desechos para alimentar a las carpas ciegas del vivero cavado bajo la cocina. Suspendidos de unos ganchos alineados sobre una de las paredes, diversos embutidos acababan de secarse, chicharrones, jamones, orejas de cerdo y golosinas para tomar como aperitivo.

—Maestro cocinero, maestro chacinero, maestro hornero, tengo que hablar con vosotros. Fuera.

Los tres hombres se miraron y obedecieron, aparentemente inquietos. Escoltaron a Léon hacia el pasillo y se alejaron algunos pasos de la amplia entrada. Léon les miró fijamente uno a uno, con el rostro ensombrecido. Por fin, el hornero inquirió, bastante inseguro:

—Señor Léon, vuestras visitas son poco frecuentes… pero bienvenidas. ¿Es que la baronesa se ha quejado de nuestro servicio?

El chacinero palideció y miró sus zuecos con extrema atención. Se humedeció los labios con la lengua. El cocinero, un hombre bajo, orondo y jovial, parecía preguntarse qué hacía él allí y si, por desgracia, había sazonado demasiado un plato.

Con una voz glacial, Léon continuó:

—No. Al menos hasta ahora. ¿Quién prepara cada noche el vino caliente de nuestra señora?

Su pregunta, a pesar de ser sencilla, pareció arrojar a los otros tres a una agitada incomprensión. Se miraron, alzando las cejas, sacudiendo la cabeza. Léon se mostró aún menos ameno:

—¿Habéis perdido el sentido? La pregunta se entiende perfectamente. ¿Quién lo prepara? ¡Antes de que me hierva la sangre!

El cocinero regordete le lanzó una mirada de pánico y confesó:

—Bueno, señor, yo, casi siempre… Ah, cielo santo… ¿acaso mi vino le ha provocado acidez de estómago a nuestra señora?

—¿Casi siempre? ¿Quién más?

—A fe mía, según la hora y los quehaceres, un poco todo el mundo. Él y él —acabó por decir, señalando a sus compañeros, de los cuales, el chacinero continuaba perdido en la contemplación de sus zuecos y cuya mirada no se había cruzado ni una sola vez con la de Léon—. A veces un sirviente. No es muy complicado. Un poco de vino, de miel, de canela, de nuez moscada y de jengibre, un clavo de especia, que es conveniente quitar después para que nuestra señora no corra el riesgo de tragárselo… ¡y eso es todo!

—¿Muchas personas, entonces? —insistió Léon, serenándose un poco tras conocer aquel detalle.

Cinco o seis personas no habían podido decidir envenenar a Béatrice. Aquel gesto odioso no era obra más que de una persona. En otras palabras, la preparación del brebaje no estaba en juego. Era herbolado después, cuando se lo subían a la baronesa. La búsqueda se estrechaba.

—Así es. ¿Se ha quejado?

—No. ¿Pero acaso es necesario que justifique mis preguntas, hombre? ¿Te olvidas de quién soy?

El cocinero dio un paso atrás, bastante asustado, balbuceando:

—Oh no, señor, no… El hombre de confianza de nuestra señora puede exigir… ¡hasta los secretos de mis salsas!

Léon reprimió una sonrisa. Carape, los secretos de sus salsas, los cuales protegía hasta tal punto que no las elaboraba más que apartando a todos sus ayudantes y sus fregonas para que ellos no pudieran adivinarlas.

—¿Maestro chacinero?

—Señor —respondió el otro con la voz temblorosa, sin levantar la mirada.

—Tu mirada, hombre, antes de que vea en ello una ofensa… o algo peor.

Parpadeando con nerviosismo, el otro obedeció. La parte baja de sus mejillas temblaba de miedo. Aquel canalla tenía algo que reprocharse, Léon hubiera puesto la mano en el fuego por ello.

—Eh… ¿señor?

—Nada.

El otro hizo el ademán de volver al remanso de las cocinas, pero la orden de Léon estalló:

—¡Quédate! No he terminado contigo.

Volviéndose de nuevo hacia el cocinero, del cual habría jurado que no tenía pinta de ser un asesino abyecto, Léon preguntó:

—¿Quién le lleva el vino por la noche a nuestra señora?

—A fe mía… señor, todo depende de quién se encuentre aquí… Yo mismo se lo he llevado en una o dos ocasiones, hace mucho tiempo… Tanto más cuando es… embarazoso… Bueno, la baronesa puede llevar puesto su atuendo de noche… Es mejor una mujer… Sidonie, que está totalmente entregada a nuestra señora, insiste ahora en llevarle el vino. A veces, Clotilde está aquí y la sustituye.

—Entonces, ¿sobre todo es Sidonie?

—Así es.

El hornero añadió:

—Ella no tiene hora para servir a nuestra señora. Es capaz de quedarse hasta mitad de la noche con el fin de asegurarse de que la baronesa Béatrice no necesitará nada. Su celo y su diligencia son meritorios. Además, nuestra señora la ha distinguido y la ha puesto a su servicio personal.

—Es cierto. Gracias. Podéis ocuparos de vuestras tareas, excepto tú —precisó al señalar con su índice amenazador al chacinero, que pareció estar a punto de desmayarse—. Tú sígueme. Fuera.

Los otros dos no se hicieron de rogar y abandonaron a su compañero.

* * *

—Pasa delante de mí, hombre. Me apetece tener una pequeña charla.

—Pero… señor, señor… no veo…

—Vas a verlo rápido.

Léon le empujó sin miramientos por la escalera, atrapándole por la parte de atrás de su delantal cuando el otro dio un traspiés y casi se cae.

—Avanza. ¡No juegues a ser una damisela en apuros! Mi paciencia tiene un límite muy corto.

—Os lo aseguro,… señor… Yo…

—¡Avanza!

No habían puesto un pie en el patio de honor cuando Léon empujó contra el muro al chacinero. El choque de su cráneo contra las piedras le recordó a un anciano a quien nunca debería haber matado. Dos guardias del camino de ronda, apoyados sobre sus partesanas[232], contemplaban la escena, animados por aquella distracción inesperada. La enorme mano de Léon se abatió sobre la garganta del hombre. Dijo en un tono seco:

—Escupe lo que guardas o muere. La elección es tuya.

Molesto por la presión que le comprimía la laringe, el otro gorgoteó:

—No comprendo… yo…

La fuerza del puño se hizo mayor:

—¿Quieres que tu morro se parezca dentro de poco a una de tus morcillas? ¡He matado a tanta gente, hombre! Y por mucho menos que esto. La verdad, ya.

Unas lágrimas de dolor y de terror asomaron por los ojos del chacinero que lloriqueó:

—Señor… lo hacemos todos… Se le dice la sisa… No es para tanto… Soy razonable… os lo juro… El hornero también… revende algunas piezas de pan, algunos barquillos…

—¿De qué me hablas?

—Bueno, de la sisa… Yo revendo un poco, casi nada, a los mercaderes que pasan… No gran cosa, lo juro por mi vida… Algunos dineros por aquí, por allá… Es por mi hija que va a establecerse… A nuestra señora no le falta nada… La diferencia no se nota…

Léon aflojó la presión. Jesús bendito. ¡Un saqueador de salchichas y de empanadillas, cuando lo que él buscaba era un asesino de la peor especie! Una bofetada monumental se abatió sobre la mejilla del hombre que, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo.

—¡Miserable canalla!