Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día
Huguelin le hizo fiestas al verle como si fuese un cachorro. Druon percibió la angustia del niño. Desde su partida precipitada de la posada del Chat-Huant se había tejido entre ellos un vínculo difícil de definir. En efecto, el chico le estaba agradecido por haberle sacado de la miseria y de entre las patas de aquella a quien llamaba la «gorda cerda maloliente», pues es embriagador mofarse de las cosas y de los seres que nos aterrorizaron o maltrataron. Sin embargo, el médico notaba que con ello se mezclaba un verdadero afecto. Él había sido el único que había tratado a Huguelin como una criatura humana respetable, capaz de aprender y de sentir. También el niño temía en aquel momento, y a la vez, ser ejecutado por la baronesa si su maestro no tenía la suerte de satisfacerla, y que Druon se deshiciera de él para mantenerse a su servicio en el caso contrario. En cuanto a Druon, mientras que su primera intención había sido realizar una buena acción al salvar al niño de los ardores repugnantes de la posadera, ahora sentía por él un apego que habría que calificar de maternal, sin olvidar su verdadera naturaleza de mujer joven, de nombre Héluise.
—¡Maestro! ¡Ah, maestro! Cada vez que desaparecéis me pregunto si os volveré a ver. Contadme cómo os ha ido el día, por favor. Estoy muerto de preocupación y ahora que ya estáis aquí sano y salvo me muero también de curiosidad. Un mal defecto, me replicaréis.
—Claro que no. Una preciada cualidad para quien sabe usarla.
—¿Entonces?
—He de admitir que el laberinto en el cual progreso, al igual que una hormiga, es agotador. Cada vez que creo haber avanzado un paso, sobreviene otra cosa que me hace ir hacia atrás.
—¿Y la bestia demoníaca?
—¡Oh, no tiene nada de demoníaca, querido Huguelin!
—¿Eh?
—Se debe decir: «perdón» o, como mínimo, «cómo» —le corrigió Druon.
—Disculpadme, maestro. ¿Perdón?
—¡Bueno, si el demonio es tan zoquete como la criatura, no debe tener mucho éxito!
La estupefacción que leyó en el rostro del chico le dio ganas de sonreír al joven médico, a pesar de la gravedad de lo que había dicho. Él continuó:
—Antes de detallar para ti mis tergiversaciones y de que intente desmenuzar lo mejor posible esta sangrienta charada, tenemos trabajo.
—¿Qué, qué? —se entusiasmó Huguelin a quien le había pesado la soledad del día.
—Aprovechemos la generosidad de la señora, que ha puesto a nuestra disposición papel, tinta y pluma[224].
Huguelin se sentó a su lado. Al tener aún una mano torpe, se maravillaba siempre que otra pudiese trazar letras tan pequeñas y tan perfectas para que otros pudieran leer y comprender. Tanto más cuando la gótica bastarda[225] de su maestro surgía con una rara elegancia.
—Recopilemos lo que sabemos, gracias al señor Léon, de la localización de los diferentes ataques.
Druon trazó sobre la hoja un gran triángulo en el que plumeó los tres lados explicando:
—Árboles y más árboles. El bosque de Multonne. Ideal para una retirada precipitada.
Señalando el interior del triángulo, continuó:
—La parte despoblada de árboles y cultivada, salvo algunos bosquecillos más o menos poblados pero siempre propicios para el escondite, representa del mismo modo más de cien arpendes[226] por lo que tengo entendido.
—Carape, eso no es poco —comentó Huguelin con un pequeño silbido que le valió una mirada reprobatoria.
—No olvidemos un detalle crucial que me ha contado el granjero Séverin Fournier: estamos en el noroeste del pueblo. Tracemos unas cruces que representen los diferentes… encuentros desafortunados. Eso es, las posiciono de forma aproximada, fiándome de las indicaciones espigadas aquí o allí.
Señaló la primera con una «R» de Robert, el pastor desfigurado cuyo perro habían encontrado aterrorizado. Una «B» de Basile, después una «P» por Pauline, la mujer hecha pedazos, casi decapitada, con el vientre desgarrado de una forma horrible. No se olvidó del cazador de la baronesa. Una «E» y una «A» representaban a Étienne y Anselme, los dos jóvenes pastores masacrados de los cuales uno había intentado huir. Una «S» representaba a Séraphine y un «Al» a Alphonse Portechape, el tonelero, la última víctima. Solo faltaba en el dibujo la «H» del padre Henri. Druon tampoco omitió las diferentes matanzas de animales de cría que habían precedido.
La figura que obtuvo le intrigó. Todas las masacres habían sido cometidas siguiendo la línea de la linde de ambos bosques, que se unían formando un ángulo agudo, incluso en uno de los bosques, llamado de la Viuda, en el caso de Basile. La bestia nunca se había alejado más de diez toesas de los montes, salvo en tres casos: los animales devorados salvajemente, el joven Anselme, al que atrapó cuando intentaba huir; y Portechape, el tonelero.
—¿Esto os dice algo, maestro? —murmuró Huguelin como si temiera molestar en misa.
—Todavía no. Sin embargo, el señor Fournier tiene mucha razón: ¿qué fue a hacer entonces el pobre padre Henri al sur del pueblo si lo que pretendía era sacar a la criatura de su atrincheramiento? Pasemos a…
* * *
Un puñetazo asestado en la puerta les sobresaltó. La encantadora Sidonie, quien les había servido el vino en la gran sala, con el rostro encuadrado por una hermosa melena de un cálido color avellana, apareció escoltada por el siniestro Grinchu. Con una sonrisa en los labios, ella se adelantó, anunciando con voz dulce:
—Vuestra cena, maese. Con los cumplidos de mi señora.
—Mil gracias, Sidonie.
—Para serviros —respondió ella haciendo una graciosa reverencia—. Creo que no he olvidado nada para vuestra satisfacción. Me sentiría muy contrariada en el caso contrario.
Después desapareció. Una sonrisa boba y conquistada flotaba en los labios del chico, que miraba fijamente la puerta cerrada de nuevo. Druon pensó, animado, que pronto llegaría el tiempo en el que debería retenerle por la camisa cuando una bonita damisela se cruzara en su camino.
—Huguelin, ¿me concederías el honor de volver aquí? —le sermoneó para guardar las formas.
—Ella es muy agradable, ¿a que sí?
—Así es. ¿Podemos continuar? Una bestia maléfica anda suelta por la naturaleza y convendría que pusiéramos término a sus artimañas, ¡cuanto antes!
—Disculpadme. Soy todo oídos —afirmó el chico mientras desempacaba la cesta que había llevado la joven Sidonie, con un mohín goloso en el rostro.
Extendió un lienzo sobre la mesa y sobre él alineó una hogaza de buen pan, un asado de cerdo que habían tenido la delicadeza de cortar en lonchas, empanadillas fritas y apetitosos buñuelillos de frutos secos con miel. Sin olvidar una botella de sidra.
—Me halagas. Entonces, pasemos ahora a las diferentes narraciones que nos han hecho, al menos los supervivientes, de esa… cosa. De ellas se desprenden dos descripciones, muy dispares, pero que pienso que ambas son verdaderas.
Con los ojos abiertos de par en par, Huguelin casi suplicó:
—Decidme… ¡ponedme a prueba, por favor!
—Gastón el Simplón, cuyo testimonio resulta muy interesante para quien desdeña su lentitud de mente y sus dificultades con el lenguaje; Séraphine, siempre por voz de Gastón; y, ahora, la joven Lucie Fournier, nos bosquejan el mismo retrato. Una bestia enorme, mucho más alta que un hombre, que se desplaza principalmente sobre dos patas sin hacer ruido, que tiene unos ojos brillantes de color verde intenso, las patas delanteras armadas de garras inmensas y afiladas «como dientes de horca», precisó la señorita Fournier. Gastón revela que se sentó sobre su trasero, con las patas delanteras levantadas[227]. Añadamos a eso las grandes huellas de las patas traseras encontradas en el barro y que esa bestia lanza gritos que hielan la sangre.
Huguelin le miraba de hito en hito, asintiendo con la cabeza en cada frase, olvidándose de su estómago.
—Escuchemos ahora la descripción de Alphonse Portechape, la última víctima, revelada, en mi opinión, de forma fiable por el jefe del pueblo, Jean el Sabio, y por el apoticario Lubin Serret. ¿Qué nos cuenta Portechape más allá de la muerte…?
El chico se santiguó, lo que le valió una reprimenda:
—Los muertos son inofensivos, no lo olvides nunca. Portechape describe no a una, sino a dos bestias que califica de enormes. Una de ellas arremete contra él a cuatro patas y le ataca. Sus ojos son de color negro azulado. No dice nada sobre garras pero sí sobre colmillos, de un hocico amenazador. Portechape habla de rugidos feroces y de un aullido a la muerte bestial. Curiosamente, el otro que se abalanzó sobre él se quedó inmóvil de repente. Después las dos bestias abandonaron la partida, sin que sepamos por qué. En mi opinión, esta descripción se acerca al asesinato de los dos jóvenes pastores, Étienne y Anselme.
—¿Por qué razón? Eh… con perdón, ¿podemos sustentarnos? Puedo reflexionar mientras como.
—Come y déjame un poco. Por mi parte, pienso mejor con el estómago vacío.
—Seguramente es porque a menudo estuvo más lleno que el mío.
Huguelin se mordió los labios, preguntándose si no había sido un insolente. La mirada de Druon le tranquilizó. El niño se tragó una empanadilla en solo dos bocados, sirviendo a cada uno un gubilete de sidra.
—Volviendo a tu pregunta: porque Anselme fue alcanzado a la carrera, a pesar de que corremos muy rápido cuando tememos por nuestra vida. Igual que una de las bestias atacó al tonelero a gran velocidad. En cambio, Lucie y Séraphine, metidas en sus ropajes femeninos, no fueron perseguidas. Y además, otro detalle me deja pasmado.
—¿Cuál, maestro? —inquirió Huguelin masticando una loncha de asado.
—No se habla con la boca llena, es una grosería. El pegajoso baile de saliva y alimentos es un espectáculo poco apetitoso para quien te mira. El señor Hugues de Saint-Victor, un teólogo parisino, lo escribió. Algo así como «No debes limpiarte las manos en tu vestimenta o volver a poner en el plato los trozos medio mordidos o los pedazos atascados entre los dientes».
—Me he enterado… No obstante, tengo mucho que aprender. ¿Y ese detalle que os preocupa, maestro?
—A pesar de que Gastón se encontraba a algunas toesas de ella, la criatura no se percató de su presencia. Mas puedo asegurarte que él apesta hasta el límite de lo soportable. Es por eso por lo que te dije antes que si el demonio es tan zoquete como ella, no debería tener mucho éxito.
Espantado, con la mano sobre la boca, Huguelin masculló:
—Jesús bendito, nuestro Salvador… Creo que sé a dónde me queréis llevar.
—¿A dónde? —le animó Druon sonriente.
—Oh, no me atrevo…
—Cuando se imponen las deducciones, hermosas por su simplicidad, es nuestro deber atrevernos.
—Un hombre —susurró el niño—. Debe ser un hombre… pero un monstruo a pesar de todo.
Druon vació su gubilete de sidra y dijo:
—Estoy orgulloso de ti. Un hombre ayudado por dos perros entrenados en la casa de fieras que primero hincaron el diente a animales para después atacar a humanos. Así se explican las presas parcialmente devoradas. Un hombre disfrazado de criatura demoníaca, que es lo que en realidad es, con unas bolas de vidrio en el lugar de los ojos y unas garras de metal al final de cada mano. Un hombre que no puede perseguir a sus víctimas pues le estorba las pieles que le cubren. A veces, hace que sus perros las atrapen, como a los dos pastores; a veces las víctimas se le escapan, quizás porque sus fieras no le acompañan esa noche. No es la criatura la que devoró la cabra que puso de cebo la baronesa. Fueron los perros a los que les hace pasar hambre, seguramente para hacerlos más feroces. En cambio, es él quien ha desgarrado, desfigurado, decapitado y destirpado.
—Eso no puede ser —protestó Huguelin con voz débil.
—Mi primera duda nació tras el examen de las heridas de Portechape y de Séraphine. Al tonelero le mordieron, indiscutiblemente. Se distinguían las huellas de los colmillos. La forma y la profundidad de las heridas sugerían una boca alargada. Además, las heridas más graves estaban localizadas a la altura de las caderas, de los muslos, en la parte baja de la espalda, sobre todo en el lado derecho. En resumen, el tamaño de un perro enorme. La única herida leve que tenía en el rostro se la hizo la bestia cuando se alzó sobre sus patas traseras, apoyándose en él. Una vez más, es lo que haría un perro o un lobo. Portechape adornó su ataque y su defensa porque, a pesar de su estado, quería jactarse, exhibir su valentía.
—¿Como esos pescadores que atrapan una carpa o un lucio tan grandes como una ballena?
—Eso es.
Volviendo a su demostración, Druon continuó:
—Por el contrario, las cicatrices de Séraphine fueron provocadas por unas garras afiladas que le arrancaron la mitad del rostro y le desgarraron el hombro y el brazo del lado derecho. De ahí el hecho de que haya una supuesta «bestia» que se sostenga sobre dos piernas.
—Y una «bestia» diestra, que sujetaba a Séraphine con su mano izquierda para atacar con la derecha —completó Huguelin, que tenía la sensación de que por fin su cerebro salía de una oscuridad tenaz.
Gracias a su maestro, consiguió razonar, percibir la verdad bajo un montón de mentiras y de incoherencias. Sintió un gran alivio y, confesémoslo, orgullo por sus progresos. De golpe, el apetito que le había abandonado volvió y se hizo con otra empanadilla.
—¡Exacto!
—Por eso la pobre Séraphine está muerta.
Druon le pasó la mano por el pelo y le felicitó:
—¡Soy un maestro muy orgulloso de su alumno, que le hace honor! Una vez que su terror se disipó, que sus horribles dolores se atenuaron, ella comenzó a reflexionar y comprendió que no la había atacado una bestia. El miedo y el desánimo explican sin duda su cambio de actitud. De jovial y enérgica, pasó a ser cerrada. Ella quiso confirmar su opinión yendo a hablar con Gastón el Simplón. Alguien debió sorprenderla y la eliminaron.
—¿Gastón no corre el riesgo de…?
—No lo creo. Al menos eso espero. Proclamé bien alto que yo sabía la verdad. Así me convertía en la persona a la que hay que matar.
—Sois valiente.
—No. ¿Qué cosa nefasta crees que puede ocurrirme si Léon no me deja dar un paso solo, salvo cuando estoy encerrado aquí dentro?
Druon pensó que estaba maquillando un poco la realidad. Había sido mucho menos presumido al salir de la posada del Finguant Limaçon, espiando las sombras y sobresaltándose con el más mínimo ruido, dándose prisa por volver bajo la protección del gigante.
—Ya. ¿Pero quién…?
—Todavía no lo sé. Sin embargo, pondría la mano en el fuego al afirmar que también fue él quien destripó al pobre padre Henri. El padre debió haberse acercado demasiado y, por tanto, no era tan memo como parece que piensan sus feligreses. Resulta que el asesino robó el crucifijo de plata, del cual sacaría una importante suma si es lo bastante astuto como para no venderlo en estos parajes.
—Oh, ¡si ha matado a un hombre de Dios está condenado para toda la eternidad!
—Espero de verdad que lo esté. Pero sobre todo querría asegurarme de que sea castigado en nuestro mundo y cuanto antes, porque se lo merece. Hombre de Dios o no, ha matado de una forma abominable. Lo pagará aquí y allí.
—No se debe matar, ¿verdad?
—No se puede matar más que para defender nuestra vida o la vida de un ser incapaz de protegerse y solo cuando ya se ha intentado todo lo demás. A veces también… por amor infinito y desinteresado.
—¿Perdón?
Druon intentó sacar de su mente la espantosa imagen que se había formado de su padre, atormentado en la mesa de torturas. Con las heridas abiertas, la sangre cayéndole por los lados, el olor a carne quemada por los hierros al rojo vivo.
—Para evitar intolerables sufrimientos al ser amado que, de todas formas, lo llevarían a la muerte. Sin duda es un pecado pero, en mi opinión, es un pecado que Dios puede perdonar.
Un triste silencio se instaló. Druon buscó la forma de romperlo:
—¡Sigo con esa historia de las mamas, de la cual no entiendo nada!
—¿Qué?
Una mirada de soslayo de Druon le llamó al orden.
—Eh… disculpadme. ¿Unas… bueno unas… mamas… de… como las de… una doncella…?
Huguelin se había colocado las manos ahuecadas sobre el pecho.
—¡Es evidente! —replicó Druon—. Los hombres también tienen pero son mucho menos visibles. Acabas de reproducir el mismo gesto que Gastón. Él estaba seguro y, según él, Séraphine también: la bestia tenía mamas. Sin embargo, cuando la tintorera le golpeó los testículos, chilló.
—Pero… Si es un hombre disfrazado…
—También estoy contrariado. ¿Por qué esmerarse en reproducir unos pechos…?
—¡Ojetes! —gritó Huguelin—. Gruesos ojetes[228] para pasar un lazo y poder ajustar las pieles alrededor de él.
Druon le miró, maravillado, y dijo:
—¡Eso es! ¡Eres muy agudo! Ah no, no me arrepiento de la liebre corrompida de la posada del Chat-Huant, a pesar de que me revolviera los intestinos.
El chico se enrojeció hasta la frente por el cumplido.
—Ah, Dios mío… Ese horrible canalla, ese maldito… —vituperó el joven médico—. Nos enfrentamos a una partida difícil. Él es astuto y se complace con el mal. Nada, ninguna monstruosidad le detendrá.
—Dios mío… Dios mío… ¿Qué vamos a hacer…? —gimió Huguelin.
—Echarle el guante y llevarlo a rastras ante sus jueces. ¿Qué otra cosa?
—Pero, en fin… nosotros solo somos dos y yo no soy muy grande y… Si el baile y diez hombres de armas… sin mencionar a los aldeanos, al señor Léon y a la baronesa…
Druon reflexionó solo unos instantes, reprochándose un poco haber tomado como confidente a aquel niño, por no decir como vía de escape. Bah… Sería adulto en pocos años. Miles de niños de su edad erraban por las calles, ganándose el pan como podían, para algunos ya bandidos, para otros, víctimas eternas. El siglo[229] no era un camino de rosas ni para los adultos ni mucho menos para los niños. Sobrevivían los más astutos y los más aptos.
—Iba a contárselo a la baronesa pero otra sorpresa muy desagradable me lo ha impedido.
* * *
Un «también» abrumado respondió al médico.
—Hum… Están intentando envenenar a la baronesa Béatrice. También se están esforzando por hechizarla, sin embargo, ese intento me preocupa mucho menos.
—¿Qué?
Druon, demasiado preocupado, no señaló la falta.
—En fin, maestro, afirmáis que no se trata de un demonio directamente salido del infierno. ¡Sin embargo, confesad que el cúmulo de asesinatos o de crímenes, y ahora de malvados sortilegios, apesta tanto a infierno que dan ganas de vomitar!
—Lo que ocurre es que todavía no conoces bien a tus congéneres —replicó el médico en un tono monocorde.
Una carreta de la que unos hombres sacaron el cadáver maltratado de Jehan Fauvel, envuelto en un lienzo. Semanas de espantosas torturas. Infligidas por unos hombres, de los cuales algunos se hacían llamar hombres de Dios. La hoguera que rugía y que había encendido otro hombre. El guardia a quien él había pagado para que asesinara a su padre y evitarle así más sufrimientos insoportables. Por amor infinito, un amor humano. Su padre, un ser de excepción. También humano.
El hombre: el peor o el mejor. El peor y el mejor en una convivencia que le carcomía a veces hasta el punto de volverle loco.
* * *
—¿Maestro?
La voz preocupada del chico sacó a Druon de sus horribles recuerdos. De sus más hermosos recuerdos también. Volvió al presente.
—Perdón.
—Os habíais perdido en vuestros pensamientos. Siempre veo sombras de dolor pasar por vuestro rostro… Tal vez un día queráis contármelo… Las cosas malas se soportan mejor entre dos.
Druon, con una sonrisa triste en los labios, observó el rostro que había conservado toda su gracia infantil. La madurez y la torpe benevolencia de Huguelin no le sorprendieron. Sin embargo, lo contrario no le habría asombrado más. Desde su más tierna infancia, el niño había sido condenado a la falta de todo, al miedo al mañana y a una vida desprovista de piedad. Algunos seres aprenden de ello la bondad, la compasión y la pasión por la vida; otros, la ferocidad, el gusto por la venganza y el apetito por el dolor que infligen.
Poco deseoso de responder a Huguelin, dijo en un tono con el que fingió glotonería:
—El hambre se hace notar. Ah, ¡esa empanadilla parece muy sabrosa!
Le dio un bocado y se tomó un tiempo para saborear unos tragos de sidra bajo la tierna mirada del niño.
—¿No apesta tanto a infierno que dan ganas de vomitar? —insistió este último.
—No. Apesta a conspiración, a manipulación.
—¡Pardiez! ¡Una conspiración… contra la baronesa! Pues sí que ha debido hacerse con enemigos tenaces.
—Queda por saber quién se encuentra detrás y no tengo la menor idea, no obstante parece que esa persona está cerca de nosotros… Aunque solo sea para supervisar el progreso de su plan. En cuanto al envenenador o la envenenadora, es evidente que él o ella se esconde entre los muros del castillo.
El médico se tomó un tiempo para saborear una loncha de asado. Bebió un gubilete de sidra antes de decir en un tono profundo:
—Voy a enseñarte otra gran ley científica que tendrás que conservar en tu memoria. No es infalible, pero a menudo permite que se hagan importantes avances. Cuando varios acontecimientos de la misma esencia sobrevienen en un perímetro restringido, es conveniente preguntarse si están relacionados.
Huguelin permaneció en silencio, con la frente arrugada por la concentración y un trozo de empanadilla entre los dedos antes de admitir:
—No estoy seguro de haberlo entendido, maestro.
—Ah, celebro que lo confieses. Hay que reconocer siempre que no se ha entendido algo antes de partir desde falsas certezas. Tanto más cuando, seguramente, no he sido lo bastante claro. Nos encontramos entonces en la provincia de la señora Béatrice. La esencia ahora. Sui generis[230]. Una criatura… o más bien un hombre innoble, acompañado por perros feroces, ataca a la gente de la baronesa. Su cuñada quiere verla muerta a través de sortilegios y encantamientos. Un envenenador obra para que muera lentamente.
—Por lo tanto ella está en el centro de todos esos terribles crímenes.
—No… ¡Ella es el blanco de todos ellos!
—¡Cielo santo!
—Y si hay un blanco, hay un arquero.
—Vuestra mente es prodigiosa —murmuró el niño, invadido por la admiración.
—La de mi padre lo era. Yo me esfuerzo por ser digno de él.
—¡Oh, lo sois!
* * *
Una pregunta confidencial acosaba a Huguelin. ¿Por qué se decía que las mujeres eran de corta inteligencia? Bah, había escuchado tantas sandeces de las que poco a poco se deshacía gracias a Druon. Como la de que se supone que los gatos negros traen mala suerte y que se les crucificaba en las puertas de los graneros. El médico le reprendió por ello:
—¡Vamos, Huguelin, reflexiona! ¿Cazan ratones y ratas peor que los otros? ¿Protegen las cosechas de forma menos eficaz? ¿Entonces el color negro traería mala suerte? ¿Y qué pasa cuando nosotros nos vestimos de negro? ¿Acaso las catástrofes se ciernen sobre nosotros?
El chico suspiró con gusto. ¡Qué cosa tan magnífica era aquello de la reflexión! En el fondo, ¿tal vez su horrible vida había sido un sufrimiento necesario porque le había llevado hasta Druon? De inmediato, la inquietud y la pena atemperaron su inmensa satisfacción: ¿y si el médico, la médica, le abandonaba? Eso sería peor entonces que un tiempo antes, pues ya había disfrutado de la ternura, de la inteligencia, de la dignidad y del valor. Alarmado, abrió la boca, pero después se echó atrás.
* * *
—¿Qué querías decir? —inquirió Druon tras haberse percatado de su confusión.
—No, nada, maestro.
—Vamos, quiero saberlo.
Al borde del llanto, Huguelin preguntó con voz temblorosa:
—¿Vais a dejarme? ¿A devolverme?
Druon sonrió, emocionado, y afirmó de forma inapelable:
—Nunca. Por mi honor. Te lo dije: puedes irte cuando lo desees. En cuanto a mí, yo te guardaré a mi lado tanto tiempo como tú quieras, salvo si no me mientes nunca.
El miedo conquistó al chico. Ya que, de hecho, le mentía, aunque solo fuese por omisión. Cierto es que la discreción le justificaba. Sin embargo, se trataba de hecho de una ocultación.
—Es que…
Huguelin vio cómo el hermoso rostro se apagaba y su miedo se transformó en pánico.
—¡Confiesa!
—Es que… En realidad no es una mentira…
—Estoy esperando.
—Yo no he hurgado… Solo quería ordenar, limpiar… No he metido las narices donde no me llamaban —casi gritó.
—Huguelin, estoy esperando —se impacientó Druon.
—Bueno… yo sé que… en fin, vos no sois en realidad… bueno, más bien una médica… en cierto modo —farfulló el chico, con las lágrimas resbalándole desde los párpados—. ¿Me detestáis? ¿Os vais a deshacer de mí?
Se llevó las manos a los ojos y Druon se levantó para envolverlo entre sus brazos. Le dio un beso en el pelo, dulce como los de un bebé y murmuró:
—No.
Se enderezó y dijo en un tono gracioso:
—En el fondo es mejor. Eso va a facilitarme la vida sobremanera. Esa tira de lino con la que me comprimo el pecho día y noche me sofoca.
El niño le miró de hito en hito, sin estar todavía seguro del todo.
Volviendo a ponerse serio, el médico añadió:
—Jovencito, vas a jurarme, ante Dios, la santa Virgen, por tu alma y tu honor que nunca revelarás a nadie, ni siquiera a un sacerdote, lo que has descubierto. No exagero. Más adelante te contaré las imperiosas razones que me han obligado a disfrazarme así.
—¡Lo juro! Lo juro mil veces. Por todo. Que arda en el infierno por toda la eternidad si perjuro y que todos meen sobre mi tumba riéndose a carcajadas.
—Muy bien… «Escupan» hubiera sido preferible e igual de evocador.