XLII

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Justo antes de nona, seguida de una Clotilde poco serena, Igraine avanzaba por la estrecha galería abierta entre las paredes, con el candelero blandido delante de ella. El aire fétido, saturado de olor a moho, le picaba en la garganta a la vieja sirvienta, que murmuró:

—¿Estáis segura de que ha salido, dama Igraine?

—En compañía de Joliet, para su paseo por la torre de vigilancia. Debemos ser prestas.

—¿Y si descubre que hemos hurgado en sus aposentos? —se preocupó Clotilde.

—Querida, sé cómo forzar una cerradura, también las que son más retorcidas, como las de un gabinete. Además vuestras sospechas son fundadas, ¡será un placer para mí darlo a conocer a viva voz!

—No creo haberme engañado con sandeces, os lo aseguro.

—¡Precisamente por eso he decidido jugar a las granujas y las indiscretas! Hemos llegado. ¡Apesta tanto que dan ganas de vomitar!

Con un vigoroso empuje, Igraine hizo girar una parte de la pared. Las dos mujeres se colaron por la abertura y se encontraron en una minúscula estancia semicircular que Clotilde creyó que había debido servir como ropero y como habitación retirada, a juzgar por la delgada tronera[219] que lo ventilaba. Igraine confirmó su deducción:

—La alcoba de la difunta baronesa madre. No se ha vuelto a usar desde su fallecimiento. Está situada justo enfrente de los aposentos de su hija, Julienne.

Igraine abrió la alta puerta esculpida de la alcoba y asomó la cabeza por el pasillo, en guardia. Clotilde susurró detrás de ella:

—Tenemos poco tiempo. La señora Julienne se cansa muy rápido. Sus paseos son breves.

Atravesaron el ancho pasillo con presteza y entraron en la antecámara de la cuñada de la baronesa. A pesar del bochorno del día, el fuego crepitaba en la chimenea.

Igraine no perdió el tiempo en observar detenidamente el lugar. Se lanzó hacia la alcoba, cuyo espacio estaba atestado de muebles y se precipitó hacia el alto gabinete de paneles esculpidos que representaban paisajes campestres. Sacó una varilla larga y fina terminada en forma de gancho de la manga de su saya y se atareó con las cerraduras. Estas apenas resistieron unos instantes. Cuando abrió los dos batientes, la sorpresa dejó a las dos boquiabiertas.

—¡Cielo santo! —gimió Clotilde santiguándose—. No me había equivocado.

—Es peor de lo que había imaginado —susurró Igraine.

* * *

Dos alturas de cajones habían sido extraídas, componiendo una especie de altar maléfico. Destacaba en el centro una burda muñeca de un solo pie, con el cuerpo de estopa y de tela y el rostro modelado con cera. El cráneo de la figurilla estaba cubierto de una especie de minúscula pañoleta roja. La inicial «B» había sido trazada con sangre en el torso acribillado de gruesas agujas. Tres cabezas disecadas de víbora la rodeaban.

Igraine cogió el libro de cuero negro colocado a un lado y lo hojeó comentando en un tono casi de indiferencia:

—¡Antiguas recetas repugnantes de magia venefica! Bueno, se puede decir que nuestra queridísima Julienne ha encontrado con qué entretenerse.

Señalando la figurilla, Clotilde susurró:

—Es… ese horror es…

—La baronesa, ¿quién si no?

—¿Va a…?

—No —la tranquilizó Igraine sonriendo—. Los estúpidos encantamientos de esta malvada boba no pueden hacer nada contra los sortilegios con los que protejo a nuestra señora desde hace mucho tiempo. Recojamos sus venenosas… distracciones. Deberán interesarle mucho a Béatrice.

Acompañando sus palabras con un gesto, reunió entre sus manos a la muñeca traspasada de lado a lado y el odioso libro, sin olvidar las cabezas de serpiente.

—Estallará en una furia mortal…

Igraine la miró, sorprendida:

—¿Y qué? ¿Acaso querríais que felicitara a su querida cuñada por intentar matarla? ¿Y de manera tan vil?

—La juzgará de inmediato y le condenará a la hoguera o a la horca…

—Siempre he pensado que es magnánima. ¡Julienne se merece un proceso inquisitorio! Sin embargo, dudo que Béatrice se acostumbre al escándalo que no dejará de salpicar su nombre. Vamos… tenemos que avisarla. ¡Maldito bicho —bramó con odio de repente—, que muera y se ase en el infierno eternamente!

—Dama Igraine, vais a pensar que soy muy cobarde pero… en fin, si vos pudierais ahorrarme lo que viene a continuación… Nuestra señora desatada por la rabia…

Una sonrisa amable iluminó el rostro demacrado de la maga.

—Por supuesto, buena Clotilde, ¡porque apuesto a que van a temblar las paredes! Nunca podré agradeceros lo bastante vuestra perspicacia y vuestra fidelidad hacia nuestra señora.

* * *

Igraine, con los repugnantes chismes de hechicería entre las manos, se detuvo tras el tapiz que conducía a la gran sala del castillo. Oyó unas voces, la de la joven médica, la de Léon y la de Béatrice. Ella vaciló. ¿Debía esperar un momento de soledad de la baronesa para revelarle la oscura verdad? Ya que, sin duda, Béatrice se sentiría herida antes incluso que preocupada o furiosa. ¿Acaso no es abrumador saber que alguien de quien habéis cuidado por pura nobleza urde vuestra muerte? ¿Descubrir de buenas a primeras el odio salvaje e ilimitado que un ser siente por vos? ¿Comprender que no ha dudado en manchar su alma para siempre, más allá de todo arreglo, con el único propósito de destruiros? Una tristeza inesperada invadió a Igraine. Béatrice no se merecía aquello. Sin embargo, más valía infligirle ese sufrimiento lo más rápido posible para que se repusiera cuanto antes. La voz perentoria se elevó:

—Igraine, ¿acaso tu oreja es tan indiscreta que nos escuchas por detrás del tapiz? Morgane te ha olido.

—No, mi señora, reflexionaba. En cuanto a esa águila, ¡un día de estos acabará en el caldo!

—¡Si quieres acompañarla en el asado! —bromeó la baronesa.

La maga apartó el tapiz y avanzó hacia el sitial en el que estaba sentada Béatrice d’Antigny.

La mirada de la baronesa cayó sobre lo que ella portaba:

—¿Qué es esto?

—Los juguetes de vuestra hermana política, descubiertos hace unos instantes en su gabinete gracias a la suspicacia de Clotilde. Tened cuidado con las agujas —precisó Igraine tendiéndole la figurilla.

Con una mueca de revulsión en el rostro, Béatrice examinó la muñeca.

—¿Esto es… lo que creo que es?

Igraine asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Ha intentado matarme con magia? —murmuró Béatrice como si negara la evidencia.

—¡Maldita! ¡Voy a matarla! —gritó Léon sacando su daga—. ¡Y yo que casi la compadecía!

—Tú no harás nada de eso —espetó Béatrice—. Será juzgada.

Estupefacto, Druon contemplaba la muñeca maléfica. Con una voz opaca, Béatrice, para asegurarse, preguntó:

—Maese… ¿Pensáis que ese bocio… haya podido turbarle la mente hasta el punto de empujarla a este imperdonable crimen?

—Desde luego que no, señora. El bocio cansa, puede ocasionar una confusión en el lenguaje, pero no convertir al mal absoluto a un ser.

—Entonces, no existe ninguna atenuación para la maldad de sus actos —resumió la baronesa en un tono de derrota.

Igraine se acercó a ella. Con su voz de chiquilla, dijo:

—No busquéis en vos las raíces del mal que ha proliferado en ella.

—Nunca habría imaginado que me detestase tanto.

—Ah, es que es más fácil execrar, envidiar, hacer responsable al otro de lo que no somos que admitir que nuestra mediocridad no nace más que de nosotros mismos.

* * *

La baronesa Béatrice se pasó una mano vacilante sobre la frente húmeda. Al igual que durante su llegada al castillo, una eternidad antes a su parecer, un detalle provocó una difusa confusión en Druon.

—Igraine… ¿estás segura de que tus sortilegios me protegen siempre? Ahora sí puedo revelároslo. No me siento tan fuerte como antes.

—¿Cómo, señora? —se preocupó Druon.

—En realidad es poca cosa. Siento una especie de debilidad intermitente… La cabeza me da vueltas a veces y me despierto con la boca seca.

—¿Sufrís cefaleas, las náuseas os aprietan la garganta, señora? ¿Tenéis los intestinos revueltos por la diarrea? —inquirió Druon.

—Así es.

—¿Comisteis ajo ayer?

—No lo comí.

Ella se giró hacia el gigante que lo confirmó con un gesto de cabeza, visiblemente preocupado.

—Tomo todas mis comidas en compañía de Léon.

—Carape, es peor de lo que suponía. A eso se añade la humedad de vuestro rostro. ¿Cómo es que no he reaccionado antes? No obstante, al señor Léon nunca le huele el aliento a ajo. ¿Puedo examinaros los dedos?

Béatrice d’Antigny tendió la mano. Aquello que había visto por el rabillo del ojo el día de su llegada, sin prestarle gran atención, le despejó sus últimas dudas. Igraine no le quitaba los ojos de encima. Druon observaba las estrías blancuzcas que marcaban las uñas de la baronesa, después su palma, sobre la que habían aparecido manchas, y murmuró, devastado:

—Los embrujos de vuestra cuñada, aunque sean monstruosos, no tienen nada que ver con este debilitamiento, señora. Os han herbolado con arsénico[220].

Un silencio sepulcral se instaló en la sala.

—¡Eso no puede ser! —murmuró Béatrice d’Antigny con la voz aterrada.

Léon se llevó una de sus enormes manos a la boca y Druon temió verle romper a llorar. Igraine parecía petrificada.

—Es cierto. El arsénico siempre ha sido un veneno muy preciado y su uso se remonta a viejos tiempos. Apenas tiene sabor, es inodoro, el colmo del disimulo. En función de la dosis administrada puede matar de forma rápida o lenta. Provoca síntomas y diarreas profusas que hacen que parezca una enfermedad del vientre, permitiendo al envenenador pasar desapercibido.

Druon notó cómo la baronesa hacía un esfuerzo considerable para recomponerse. Ella preguntó en un tono falsamente indiferente:

—¿Voy a morir?

—Quiero decir que es conveniente ser…

—¡Una respuesta, maese! ¿Voy a morir? ¿En cuánto tiempo y con qué dolores?

—Lo que ocurre, mi señora, es que ignoro desde cuándo quieren matarla y cuántas dosis os han sido administradas.

—¿Julienne? —murmuró Igraine que parecía volver a estar consciente.

—Eso me sorprendería —rectificó Druon—. ¿Por qué habría recurrido a la magia si tenía a su disposición un tóxico que ha demostrado ampliamente su terrible eficacia?

—Como ese canalla, ese maldito caiga en mis garras, le abriré el vientre y haré que se trague sus propias tripas —prometió Léon, tan pausado que todos se percataron de que no era una forma de hablar.

—Además, ¿dónde habría podido procurárselas? —añadió la baronesa.

—Eso, señora, sería algo muy sencillo. Los mercaderes ambulantes a veces ofrecen bienes muy extraños para quien tiene la bolsa llena. No me sorprendería que hubiera comprado así las cabezas de serpiente, porque no la veo cazando víboras. Sin embargo, una vez más, dudo que ella sea la envenenadora.

—Se trata de un miembro de mi castillo. Debe ser alguien cercano a mí para poder administrarme las dosis.

Léon se examinaba las uñas desde hacía unos instantes y recalcó:

—Yo no tengo estrías, no huelo a ajo y no manifiesto ningún síntoma. Ahora, tal como os ha dicho mi señora, maese, yo comparto lo que bebe y lo que come.

—No mi vino caliente, ni mis especias de alcoba[221] —observó la baronesa—. Es así como me envenenan.

—¿Quién os los sirve? —preguntó el joven médico.

—A fe mía… casi siempre Sidonie, a veces Clotilde… No, no puedo creer que ellas me detesten hasta el punto de…

—Los sirvientes de cocina pueden acercarse durante la preparación —la intentó calmar Igraine.

Béatrice d’Antigny se puso en pie de un salto y la furia hizo que le temblara la voz al bramar:

—¡Quiero a ese envenenador, quiero arrancarle los ojos y despellejarle vivo yo misma!

Moviéndose sobre su pedestal, Morgane lanzó un graznido taladrante. La baronesa se giró hacia su querida águila y admitió:

—Sí, bonita, tienes razón. Serás tú quien le extirpe. En cuanto a ti, Igraine, tú le maldecirás por los siglos de los siglos. Lleva la investigación, Léon. Alguien tiene acceso a mi vino caliente antes de que me sea ofrecido. ¡Quiero a esa persona y la quiero ya! Quiero saber si siente, también ella, un odio personal hacia mí o si… ¡Y lo sabré! Avisa al verdugo para que esté listo para hacer su trabajo. ¡En cuanto a la otra, Julienne, ella también pagará! Que la encierren en su alcoba, hasta que decida su suerte.

Volviendo su mirada de un azul intenso hacia Druon, exigió:

—Espero mi respuesta, maese. ¿Voy a morir?

Bajando la mirada, Druon confesó:

—No os lo puedo asegurar, señora. En cambio, he oído hablar… de un antídoto del que no sé si dará resultado, pues nunca lo he visto utilizar. Pero…

—Pero no tenemos mucha elección. ¿El antídoto?

—Ajo, en grandes cantidades, que consumiréis tres o cuatro veces al día durante un mes largo.

—¿Luchar contra el olor a ajo del aliento con ajo? —inquirió Igraine que no confiaba mucho en la medicina analógica, la cual se practicaba en todas partes.

—No. Parece que unas… sustancias presentes en el ajo permiten forzar la eliminación del arsénico[222]. Una vez más, ignoro si…

—No tenemos otra opción, lo repito. Léon, avisa en las cocinas. ¡Comencemos con el remedio de inmediato, a pesar de mi poco gusto por este condimento! Médico, tal vez estaba escrito que yo me convertiría en vuestra deudora.

La hermosa mirada se hizo triste y se perdió en el infinito. Ella acabó diciendo en un murmullo, como para sí misma:

—«Detesto la idea de una muerte insidiosa que repta hacia mí. Siempre he pensado, esperado que una noche un ciervo o un jabalí herido o incluso una espada afilada causaran mi pérdida. En realidad, aborrezco la perspectiva de una muerte así porque me da miedo. Es eso lo que pagará el envenenador con lágrimas de sangre: haberme hecho temer a la muerte».