XXXIX

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día, un poco más tarde

Ya que el gigante tenía la plena confianza de la baronesa, él le contó su entrevista con el Simplón detalladamente.

—¿Estáis seguro de que no se tratan de las divagaciones de un cretino?

—Completamente.

—¡En fin —dijo Léon irritado—, la descripción de ese tonelero fallecido… Portechape, revelada por el apoticario, es muy dispar!

—¡No lo es!

—Además le atacaron de forma feroz. Sus heridas…

—Ah, sí, sus heridas —repitió Druon en un tono de indiferencia.

—¿Qué pasa con sus heridas?

Druon se inclinó para acariciar el cuello de la hermosa yegua percherona que le llevaba. Brise respondió con un relincho sofocado y cómplice.

—Todavía no lo sé, señor Léon. No obstante, algo me perturba y voy a averiguar qué es.

—¿Estaríais insinuando que él mismo se las infligió?

—Claro que no —le sacó Druon del error—. A menos que imaginemos que fuese un verdadero demente. Las heridas eran horribles y le costaron la vida.

* * *

Se estableció un corto silencio, acompasado por el ruido de los cascos de las monturas. El detalle que le había alertado vagamente cuando entró en la choza de Gastón volvió de pronto a la mente de Druon. El candelero. Un banal candelero. Susurrando dijo:

—Cuatro candeleros… ¿No es demasiado dispendioso para pasar la noche al raso… para un simple campesino además? Mientras que dos y dos… Sí, dos y dos diría yo…

—¿Perdón? —le preguntó Léon que no comprendía nada.

—Supongo que hay una granja, una vivienda, no sé, situada no muy lejos del claro en el que fueron encontrados los restos de aquel joven hombre… Basile, ¿no es así?

—Sí, también la de Séverin Fournier, el granjero más rico de la región. También es miembro del consejo del pueblo.

—Hum… ¿Y qué tipo de hombre es? —quiso saber Druon.

—Taciturno, lento de lengua. Serio, piadoso. Se dice que es decidido y duro en los negocios, pero sin pillerías.

—Un retrato más bien halagüeño. ¿Su mujer todavía está en este mundo?

—Así es. Si doy crédito a lo que me han dicho, podría parecer la hermana de su esposo: lenta, seria y piadosa.

—¿Entonces no sería una mujer acalorada de las que van cortejando a cualquier hombre?

—Oh, por supuesto que no. ¿Por qué me…?

—Señor Léon, me gustaría presentarme a ellos mañana.

—Muy bien.

No volvieron a intercambiar una palabra hasta que llegaron a las inmediaciones del castillo. Léon llamó con voz estentórea a los que hacían guardia cerca del puente levadizo. El chirrido ensordecedor de las poleas del contrapeso se hizo oír de inmediato. El puente bajó y se elevó el rastrillo.

Bajaron de los caballos. Druon se dejó caer por el lado de Brise. Vaciló, preguntándose si el otro accedería a su petición.

—Señor Léon… Necesito aire, soledad y espacio. ¿Me concedéis unos instantes de paseo? Tenéis a Huguelin, os lo recuerdo. Habría podido huir mil veces desde esta mañana.

—Oh, lo sé. Pero vos no sois de esos que abandonan. De acuerdo. No os alejéis demasiado. El bosque no es seguro por la noche. Avisaré a los guardias.

Su silueta alta e imponente desapareció tras el hosco rastrillo del puente, que bajaron de inmediato.

* * *

Pensativo, el joven médico volvió a bajar a paso lento la amplia alameda de piedra. Tomó el camino que atravesaba el bosque. En aquel lugar, mucho tiempo antes, debía haber un denso bosque que había sido parcialmente arrasado para que el enemigo no se pudiera esconder con el fin de acercarse al castillo. Druon lo admitía, el gigante le fascinaba bastante. Se hacía numerosas preguntas con respecto a él. Su inteligencia no dejaba lugar a dudas, su educación tampoco. ¿Un leal, un hombre libre pero sin tierra que prestaba servicio voluntariamente a una señora? Druon lo dudaba. ¿De dónde venía exactamente, de qué vida? ¿Cómo había llegado al entorno de la baronesa? ¿Por qué razones se le había concedido su confianza cuando ella parecía desconfiar de casi todo el mundo? Por lo demás, el médico se hacía más o menos las mismas preguntas sobre Igraine.

Dio un brinco cuando una mano firme se posó sobre su hombro y se dio la vuelta sacando su espada corta de la funda.

Dos ojos amarillos, una voz de chiquilla vivaracha:

—Tranquilo, maese. Vais a alarmar a Arthur. Me alegra mucho encontraros. Os esperaba.

—¿Me esperabais? ¿Cómo sabíais…? ¿Léon os…?

—No, no le he visto. Paseo por aquí desde hace un rato. Poco importa. Avancemos con cordialidad, ¿queréis?

El grajo encaramado al hombro de Igraine miró de derecha a izquierda. Se podría pensar que vigilaba los parajes. Ella le acarició las plumas de sus robustas alas y continuó:

—No le deseéis nunca ningún mal, médico. Puedo ser temible. Lo habréis comprendido, espero: no soy una vil hechicera que se entrega a la magia venefica[218], y mucho menos una pobre charlatana.

Comprendiendo que hablaba de la baronesa, él inquirió:

—¿Por qué querría desearle algún mal, dama Igraine?

—Es que hace falta tener un alma muy aguerrida para comprender la de Béatrice, joven mujer. Porque sois hembra, ¿verdad? Una vez más, poco importa. Así ha sido decidido. Nosotros somos, hemos sido, seremos tantas cosas… Por esa razón tenemos que respetar a todas las criaturas de Dios. Él las creó a todas con la misma pasión. Ninguna es despreciable ya que vienen todas de Él.

—No estoy seguro de entender…

—A menudo es el efecto que produzco. Aspirad el aire perfecto de esta noche. ¿No es embriagador?

Ella inspiró profundamente, con una sonrisa en los labios.

—Volviendo a Béatrice, no os equivoquéis: soy capaz de matarla. Tal vez lo haga un día. Por su bien. No obstante, nadie le hará nunca ningún mal. Primero tendrían que atacarme a mí y eso sería un terrible y doloroso error —lanzó—. Quizás algún día, como médico, os deis cuenta de las grandes cicatrices de quemaduras que tiene en los brazos y en el pecho.

—¿La quemaron?

—Oh, sí, hasta lo más profundo de sus carnes. Sufrió un calvario durante días y días. Nunca se quejó, ni siquiera cuando deliraba de dolor.

—Un incendio…

—No, una hoguera. La mía. La que debía consumirme tras el juicio por brujería pronunciado por el cardenal que había sido mi amante y deseaba más que nada olvidar que se había beneficiado de mis poderes. Una larga y sórdida historia. En algún lugar del reino de Italia. No me detendré en eso. Un estúpido error de juventud, una locura de joven mujer amante y ciega, como se suele decir. La génesis de la historia no tiene ningún interés.

Druon vio reflejada una gran pena en el bello rostro demacrado.

—¿Qué ocurrió?

—Poco importa el antes. Solo cuenta el después. El fuego me rodeaba. Yo tenía el alma en paz, estaba aterrorizada. Por el fuego, claro, pero también por… la traición codiciosa de aquel a quien había apreciado tanto de corazón. Por quien había abandonado… todo lo demás. La muchedumbre gritaba, reía y aplaudía…

Ella cerró los párpados y dijo:

—Vos sabéis lo que es eso… Una hoguera ruge en vuestra memoria.

Druon sintió que el suelo se hundía bajo sus pasos. ¿Cómo podía estar ella al corriente del fuego que había consumido el cadáver de su padre? ¿Sus poderes? Igraine continuó con la misma voz infantil:

—De repente, ella… Béatrice, nuestra señora, se lanzó con su corcel, derribando a los guardias armados. El animal, espantado por las llamas, relinchaba de terror. Sin embargo, le obedeció y la acompañó al infierno de fuego. Ella me arrancó del poste del suplicio y me arrojó a la grupa. Galopamos todo recto, hacia delante. El caballo sollozaba de sufrimiento, porque los animales lloran para quien sabe escucharlos. Las llamas le habían abrasado el pecho. Sin embargo, continuó. Nos detuvimos en un sotobosque. Yo conozco las plantas medicinales tan bien como mi propia vida. Pero esa es otra historia. Les curé a los dos. El valeroso semental perdió la vista en la aventura y se convirtió en la debilidad de Béatrice. La sirvió sin fallarle, por devoción. Ella va a visitarle casi todos los días a las caballerizas, le colma de trozos de fruta e incluso de golosinas. Él le hace fiestas como si fuese un cachorro aunque ahora es ya muy viejo. Ella lo monta para dar un agradable paseo sin obstáculos durante el cual es ella quien le guía, le acaricia, le habla. Es feliz.

Notó que Igraine no tenía necesidad de desahogarse. No le contaba aquella historia más que con un propósito concreto. Tras echar una mirada al grajo de buen tamaño, manteniéndose tan dócil sobre el hombro de su ama que parecía hechizado, preguntó:

—¿Por qué me contáis esto?

—Juzgamos a los humanos sobre todo por la forma en que tratamos a los animales que les han servido. ¿Sabéis por qué? Porque los hombres temen a sus semejantes de dos patas y están dispuestos a ser zalameros y demostrar falsa fidelidad, incluso cuando los detestan y los querrían ver muertos. En cambio, un animal, ciego además, ¿quién cuida de él?

—¿Quién?

—Un alma hermosa.

—¿Qué? —saltó Druon—. Ella es feroz. ¡Nos amenaza de lo peor, al pobre Huguelin que no ha salido de la infancia y a mí! Y todo por un lebrato flaco que ellos mismos habían colocado en un lazo.

—Vos habíais puesto la trampa, ¿no? Eso es caza furtiva en las tierras de una señora y está castigado con la muerte. Además… aún estáis con vida.

—Porque ella me necesita. De ninguna manera se trata de compasión.

—Oh, nunca he asegurado que ella sea una dulce paloma. Ella no ha sido educada en eso. Su papel es el de luchar y defender, aunque muera por ello. Es una fiera, nos os engañaré. He hablado de un alma bella porque ella es justa, honorable, no tiene miedo e incluso cuando teme a algo, no desdeña sus temores para no decaer. Sin embargo, no es una frágil monja. Es una señora que exige sus derechos pero que cumple con sus deberes. Nunca faltará a su palabra. Podrán detestarla o ponerla por las nubes, según el desenlace, pero nadie tendrá nunca ningún argumento para menospreciarla.

El grajo dio saltitos sobre el hombro de su ama, que sonrió, encantada.

—Le caéis bien. Es raro. Arthur, ve a saludar a nuestro médico… nuestra médica… Vuestro secreto estará bien guardado, no temáis… Al menos mientras sirváis a Béatrice.

El grajo saltó sobre la cabeza de Druon que sintió cómo las garras se cerraban sin agresividad sobre su piel. Él acarició el plumaje del animal, que le rozó con dulzura la oreja con su temible pico, diciendo:

—Se afirma que son animales muy inteligentes.

—Así es. Su enorme ventaja, al menos para ellos, es que casi son incomibles. Son pobres para el gusto y están llenos de huesos pequeños.

Ella sonrió y añadió:

—Además, existe una superstición tenaz que les asocia a la muerte, a la mala suerte, al más allá. Entonces provocan miedo. Confesad que es el accesorio ideal para una mujer como yo. Sin embargo, adoro a Arthur. Es muy afectuoso. Y, lo que es más importante, detecta a nuestros enemigos incluso mejor que yo. Exactamente…

Ella se interrumpió y le miró de hito en hito con una desagradable intensidad.

—¿Exactamente?

—Es por eso por lo que esperaba con impaciencia vuestra llegada, que había previsto desde hacía meses, antes incluso de que vos os pusierais en camino. Antes incluso de la hoguera. Una mujer joven lloraba entre la muchedumbre. Por sus lágrimas, vos la considerasteis como una hermana, ¿me equivoco?

La emoción y el temor presionaron la garganta de Druon, que consiguió articular:

—¿Perdón?

—No importa… Revivo pedazos de vuestros recuerdos, de vuestros posibles futuros. Una sombra maléfica está sobre ella. Muy próxima. Aquí, tal vez.

—¿No podéis ser más precisa? Sois maga.

Igraine movió la cabeza en señal de negación. Un poco deshecha, admitió con amargura:

—Os lo confieso, como prueba de la confianza que tengo en vos. Mis poderes de adivinación se vienen debilitando desde hace unos años. Día tras día. Vuestro mundo no me conviene. Pronto tendré que abandonarlo, a menos que acepte depauperarme por completo aquí. No puedo avisar a Béatrice de mi próxima partida. Ella vería en ello un abandono mientras lucha en medio del terror. Las historias de nosotras dos están tan… unidas que nunca se separarán del todo, más allá de la muerte o de los siglos. No obstante, siempre he sabido, a pesar de que me salvara de las llamas, que debería separarme de ella algún día. Por su bien y por el mío.

—¿Y qué será de ella sin vos? A pesar de sus arrebatos de humor ante vuestras impertinencias, me he dado cuenta de que vos la tranquilizáis.

—Sin duda, maese. Mas del mismo modo le perjudico, en contra de mi voluntad. Les aterrorizo, a todos esos hombres importantes del pueblo o de otros lugares. Ellos no saben exactamente de lo que soy capaz. Entonces la tomarán con ella más que conmigo. Es también por eso por lo que debo retirarme de vuestro mundo. Para preservarla.

—¿Existe un mundo, en otro lugar, que sea el vuestro? —inquirió Druon, a quien había invadido una pena difusa y extraña.

Una sonrisa infinitamente triste estiró los labios de la maga.

—Lo ignoro, médico. Esa es la belleza de la partida. Sin embargo, se trata de la ocasión soñada para verificar si mi certeza, la de los míos, está fundada: os lo repito, existen tantos futuros posibles que conviene no encariñarse nunca con el presente.

Druon no lo comprendió.

Igraine dio media vuelta, se echó atrás y le dijo sin mirarle:

—La sombra es múltiple. Su deseo es herir a Béatrice por todas partes para que no pueda volver a levantarse. Ella desea su muerte y su deshonor… En cuanto a vos, joven médica, buscáis una piedra, de un agua incomparable, tan roja como la sangre que se vierte por ella… como la de vuestro padre. Vos la encontraréis un día y ese día, tened cuidado. Desconfiad de la mujer bella y maléfica. Sobre todo, desconfiad de vos mismo. Id al este, es allí donde continuará vuestra búsqueda. Insisto: ¡desconfiad de vos mismo! Vos sois vuestro peor enemigo.

* * *

Ella desapareció en el sotobosque como un espectro, haciendo fuerza sobre su bastón de punta ferrada. Druon, vaciló. ¿Y si la bestia… la cosa erraba por aquellos parajes? ¿Si le habían seguido desde el pueblo?

Las ganas de ordenar a Igraine que se explicara sobre la sombra, la piedra roja y su destino, fueron las más fuertes. Él se lanzó en su búsqueda. Mas en vano. Ella parecía haberse volatilizado en unas cuantas toesas.