XXXVII

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, al anochecer

Se detuvieron a una veintena de toesas del pueblo, a la altura de un pequeño bosque. «Entre perro y lobo», pensó Druon. Una metáfora apropiada para ese momento en el que una naturaleza más o menos contenida y apacible puede volverse salvaje, explicando, seguramente, el miedo instintivo a la noche que tiene el hombre. Sus débiles sentidos ya no son útiles para él y se convierte en una presa fácil que ve, huele y oye tan mal como durante el día. Aquella aprensión, reforzada por las obras de la criatura, le servía a Druon. Todos los habitantes del pueblo debían estar encerrados. Nadie vagabundearía por las callejuelas, salvo algunos borrachos empujados por una necesidad que no les alejaría mucho de la puerta entreabierta de las tascas.

* * *

Como una sombra, con el faldón de su mantel echado sobre el hombro, para poder sacar presto su espada corta, y su fardel cargado de una buena botella de vino para seducir a Gastón, Druon se deslizó por el laberinto de calles.

De camino a la aldea, Léon le había explicado dónde podría encontrar al Simplón. Precisando que a esa hora el idiota estaría tan ebrio que no sacaría de él más de tres palabras coherentes. A lo que Druon replicó:

—Ah… lo que ocurre es que la gente no sabe escuchar. Volvemos a aquello de lo que hemos discutido antes: todos partís de la idea de que nada de lo que pueda decir Gastón el Simplón puede ser sensato. Seguramente no pueda describir las cosas como nosotros, ya que dispone de sus propias referencias. Basta con comprenderlas y traducirlas.

Léon se ensombreció, sin hacer comentarios.

* * *

Druon giró por la callejuela de los Jouvenceaux, situada al principio del pueblo. Rozando los muros, se dirigió hacia el letrero del Fringant Limaçon, cuyo propietario era aquel Michel Jacquard, otro miembro del consejo del pueblo. Los postigos cerrados dejaban que se filtrara un poco del resplandor de las antorchas que alumbraban el interior del establecimiento. En guardia, rodeó la posada. Detrás había una especie de pequeña cabaña que Limace utilizaba como cobertizo y donde permitía a Gastón que se resguardase a cambio de pequeños trabajos.

La tímida luz que percibió de entre los leños mal unidos le sorprendió. Habría apostado a que los tragos habían podido con el Simplón. Desconfiado, Druon se acercó al pequeño tragaluz tapado por una piel aceitosa que apenas pudo apartar. Tras los sacos de harina, las cajas de vino y los jamones colgados de la viga, un hombre harapiento, de impresionante envergadura, estaba sentado sobre un camastro mugriento, con aspecto azorado, la boca abierta y la mirada fija. Había un candelero colocado delante de él, sobre el mismo suelo. Un vago recuerdo atravesó la mente de Druon, pero lo apartó más tarde. El joven médico vaciló, temiendo que el otro se pusiera a gritar si entraba bruscamente en la cabaña. Decidiéndose por fin, le llamó en voz baja:

—¿Gastón? Gastón… Unos amigos me envían con una buena botella para compartir.

El otro no se movió ni una pulgada, como si no hubiese oído nada. Druon intuyó algo:

—Gastón, es el ángel de Séraphine quien desea hablarte a través de mi voz.

El simple se puso en pie de un salto y se abalanzó. Druon escuchó roces y chirridos contra el suelo. Parece ser que Gastón había atrancado la puerta de la choza. Una ola de lástima inundó al joven médico. El hombre, que le sacaba más de una cabeza y habría podido romperle el cuello con una sola mano, tenía una mirada de niño. De niño asustado. Había llorado, pues las lágrimas habían trazado surcos más claros en la espesa mugre de sus mejillas.

Él tiró de Druon tan bruscamente del corchete de su mantel que el joven médico se desplomó contra su torso, tan grande como el de un toro. El sofocante hedor a sudor, a suciedad y a alcohol le azotó el rostro. Gastón volvió a cerrar la puerta y a poner las cajas que acababa de quitar, colocando un recipiente de barro en equilibrio en la esquina de una de ellas. Druon observó que no estaba desprovisto de inteligencia. Así, en el caso de que un intruso empujara la puerta de tablas, el recipiente caería causando un estrépito y le alertaría.

¿Qué edad podía tener? Druon no habría sido capaz de precisarla. ¿Veinte años, treinta, cincuenta? La dureza de la miseria en la que vivía había dejado sus marcas, arrugándole la frente, aclarando su cabellera con mechones grisáceos pegados al cráneo. Solo su mirada, del color de una tierna avellana, parecía haberse paralizado en el tiempo, mucho tiempo antes, cuando la vida era mucho más fácil porque no era más que un niño, no un cretino ni el cabeza de turco de todos.

Abrazando con fuerza a Druon como si se tratase de un querido hermano, Gastón farfulló con una voz llena de saliva y una sonrisa que estiraba su boca desdentada, en la que solamente le quedaban algunos restos de dientes cariados:

—Sí, sí… ¡Buena, Séraphine buena!

Se llevó la enorme mano a la garganta, sacó la lengua y gorgoteó para imitar a un ahorcado.

—Sí. Ella se ha reunido con Dios en paz y ahora es un ángel.

Señalando su fardel, poco orgulloso de su mentira, Druon añadió:

—Ella ha dejado una buena botella para que la compartamos.

El Simplón corrió a recuperar un objeto que se había deslizado por detrás de su jergón: su gubilete.

Druon vertió el vino y compartieron el primer vaso. Gastón manifestó su apreciación con un satisfecho movimiento de cabeza y con un chasquido de lengua.

—Vino —dijo.

Druon comprendió que se refería a Séraphine.

—¿Cuándo vino?

—Noche… Oh, había… noche. Con botella.

Él le tendió su gubilete, que el joven médico llenó, y lo vació de un trago.

—Era por la maldita bestia. ¡Demonio!

Él se santiguó tres veces, lanzando miradas inquietas a su alrededor.

—Ella no vendrá esta noche —le tranquilizó Druon.

—Séraphine, ¿eh?

—Sí, Séraphine nos protege.

En tono conspirador, Gastón el Simplón añadió:

—¡La vio!

—Y tú la has visto también. A la luz de la luna llena, mientras recogías plantas medicinales en un sotobosque cercano. Sin embargo, por suerte para ti, ella no te vio.

Otro asentimiento con la cabeza.

—¿Cómo era? ¿Lo que te atacó a ti y después a Séraphine?

Un gesto de negación esta vez. El simple apretó los labios, negándose a hablar, como si fuese un chiquillo viejo obstinado y asustado a la vez. Druon le volvió a servir vino, reprochándose un poco tener que emborracharlo con el fin de empujarle a hablar.

—Gastón… es importante que yo sepa a qué se parece si queremos vengar la muerte de Séraphine. Era tu amiga, ¿verdad?

—Sí, sí. Amable.

Druon levantó los dos brazos por encima de su cabeza y le preguntó:

—¿Muy grande?

—¡Oh…! Sí, sí.

El Simplón indicó con la mano que le superaba en altura más de una cabeza. Balanceándose con pesadez, apartando los brazos y poniéndolos en jarras, la describió como una bestia enorme y poco ágil. Movió la cabeza a la derecha, después a la izquierda y el joven médico se preguntó qué quería representar:

—¿Un oso de gran estatura?

—No, no.

—¿Esa bestia caminaba a dos o a cuatro patas?

—Caminó un poco, a dos patas. Después… se sentó sobre el culo, ¡levantó las patas de delante!

Las lágrimas se le acumularon bajo los párpados mientras revivía la escena.

—Gastón miedo… Mucho miedo… Gastón escondido, agachado detrás del árbol. La miraba. Mucho miedo.

Druon posó una mano tranquilizadora sobre su brazo.

—Es normal que tuvieras miedo. ¿Qué pasó después? —le animó con dulzura el joven médico volviendo a llenarle el gubilete.

Gastón lo vació haciendo fuertes ruidos de deglución. La masa de músculos de mirada infantil estaba lívida y se leía en su rostro un pavor retrospectivo. Druon no tuvo ninguna duda: él sí había visto a la criatura. Con voz alterada, Gaston el Simplón continuó, moviendo de nuevo la cabeza, con las mejillas casi rozándole los hombros en cada balanceo:

—Volvió. Hacia Gastón. Avanzó. ¡Oh!

Gimió, retorciendo las manos de terror al igual que debió haber hecho en el momento de los hechos.

—Oh… Gastón miedo, mucho miedo. Gastón llora… Shhh… No ruido, no ruido…

—Sobre todo no había que hacer ruido —aprobó Druon, pendiente de sus labios—. ¿Y después?

—Dama Luna, en ojos de la demonia. Verdes. Verdes, verdes.

Puso sus manos medio cerradas, en forma de garras, sobre sus propios ojos.

—¿Grandes ojos verdes globulosos? —verificó Druon imitando su gesto.

Un «sí» temeroso le respondió.

—¿Qué más, Gastón? —insistió Druon vaciando el fondo de la botella en su gubilete.

—Tiene garras… ¡Oh, buena María, madre del niño Jesús! ¡Garras!

Extendió los dedos separándolos.

—¿Garras largas como una mano de hombre?

—Ah… ¡Buen Jesús! Largas… largas…

—¿Qué hizo después la demonia, Gastón?

Alzando los hombros, como si fuese un niño, Gastón el Simplón dijo:

—Se fue, ¡zas!

—¿A dos o a cuatro patas?

—No vi. Gastón miedo —lloriqueó el hombre.

Se tapó los ojos con las manos y Druon comprendió que había preferido no ver si la criatura se disponía a abatirse contra él.

—¿Y qué más? ¿Te diste cuenta de otra cosa?

El Simplón movió la cabeza en señal de negación, con un aire tan deshecho que Druon supo que decía la verdad.

—¿Y nuestra amiga, Séraphine, vio a la misma bestia, a la misma demonia?

—Sí, sí.

Él reprodujo los mismos movimientos de balanceo, tanto con la cabeza como con el cuerpo, a la derecha y después a la izquierda, evocando a un oso de feria. Poniéndose nervioso de golpe, dijo con un bufido en voz baja:

—¡Maldita demonia! ¡Maldita muerte!

En la mente de Druon surgió una duda e inquirió:

—¿Era hembra? ¿Estás seguro?

Un pequeño aire de picardía se dibujó en el rostro del simple, borrando el miedo y la cólera:

—Tenía tetas —murmuró con voz maliciosa.

Poniéndose las manos ahuecadas sobre el pecho, se pavoneó riendo ahogadamente.

—¿Mamas?

—¡Sí!

Gastón apuntó con sus índices hacia su torso y los bajó progresivamente enumerando:

—Dos y dos y dos…

—¿Cómo pudiste distinguirlas a esa distancia, de noche y mientras estabas escondido detrás de un árbol con los ojos cerrados?

Una sonrisa feliz dejó ver los restos de dientes ennegrecidos:

—No vi. Séraphine vio. La golpeó. La golpeó, a la demonia, ¡paf y paf! —volvió a ponerse nervioso al imitar los golpes que la tintorera había asestado a la criatura.

—Sí, ella luchó con valor.

Gastón se fundió en lágrimas, balbuceando:

—Está muerta, Séraphine está muerta…

—Está con Dios, en paz.

Druon llevó a la masa de músculos que alojaba el cerebro de un niño pequeño al jergón. Se sentaron uno al lado del otro. Durante unos largos minutos, él consoló la enorme pena de Gastón. Cuando por fin Gaston el Simplón se tranquilizó y se enjugó las lágrimas, el joven médico se levantó prometiendo que volvería pronto para compartir con él otra botella.

Con aire perplejo, Gastón le retuvo por el faldón del mantel murmurando:

—La golpeó, paf y paf… Séraphine la golpeó. Con su garrote. La golpeó en los cojones. Fuerte, ¡paf y paf! La demonia gritó. «¡Ay!», chilló.

Intentando organizar el caos que reinaba en su mente desde la infancia, frunció el ceño y añadió:

—Bueno… ¡tenía tetas!

Una parte de la verdad, todavía confusa, se impuso de pronto en la mente de Druon. Acarició la mejilla del Simplón y le prometió de nuevo que volvería pronto. Gastón se tumbó de lado, con una sonrisa en los labios, el dedo pulgar en la boca y los párpados que se le caían por el sueño.

* * *

Tras haber apartado las cajas que bloqueaban la puerta de la cabaña, Druon salió. Se quedó allí, solo en la noche, preocupado. Ya casi no dudaba que la muerte de Séraphine estaba ligada a la visita que le hizo al Simplón, y por tanto a la criatura, fuese cual fuese su verdadera naturaleza. ¿Tal vez debería volver sobre sus pasos y aconsejar a Gastón que se encerrase? Era inútil. Si quisieran acabar con él, lo conseguirían tarde o temprano. Gracias al corto de mente, algunas piezas de aquel horrible mosaico se habían colocado en su sitio sin que, sin embargo, llegase a formar un dibujo exacto.

Aquel gran cuerpo de hombre, no obstante tan carente de cara a los demás, a la vida, había emocionado a Druon. Una especie de culpabilidad anidó en él. ¿Y si le habían visto entrar en la cabaña, como a Séraphine? Había sido muy prudente pero no habría podido jurar que su visita hubiese pasado totalmente desapercibida. La idea de que quizás había puesto a Gastón en peligro se le hacía intolerable. No obstante, ¿acaso la idiotez y la embriaguez del Simplón no le habían protegido hasta ese momento, al contrario que a la tintorera? En cambio, ¿si se enteraban de que se había sincerado con un hombre de la baronesa, su… «inmunidad» no corría el riesgo de volatilizarse?

La duda mortificaba al joven médico. Con el rostro mirando al cielo de tinta sembrado de estrellas, pasó revista a todas las posibilidades. ¿Contar con la suerte? Desde luego que no, es muy caprichosa y voluble para confiarle la vida de un hombre. ¿Pedir una mayor protección por parte de Béatrice? Eso señalaría a Gastón como blanco y antes de que los hombres de la señora interviniesen, habrían matado al Simplón. ¿Qué hacer? ¿Cómo habría actuado su magnífico padre, Jehan Fauvel? Con una estrategia, sin duda alguna. Engañar al enemigo, ir por delante de él.

Mientras la idea se formaba en su cabeza, Druon supo que había dado en el clavo: había un enemigo. Quedaba por determinar quién, por qué, cómo y… contra quién.