XXXVI

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Huguelin se aburría mucho. Su única distracción desde la marcha de su maestro había durado lo que dura una ráfaga de viento. Tres sirvientes escoltados por el hombre de armas apodado Grinchu acababan de colocar dos jergones en la estancia para que pudieran tumbarse en ellos. La noche anterior tuvieron que encogerse en un sillón, así que aprovechó para concederse una siesta corta. Después corrió por toda la sala abovedada, que les servía de cómoda prisión, pensando que de ese modo se mantendría en forma, pero el ejercicio duró poco tiempo. Druon se había propuesto enseñarle a descifrar las letras, entonces el joven muchacho abrió el libro sobre el arte de la medicina que el joven médico consultaba cada vez que tenía un momento de paz. Encallándose en cada sílaba, había conseguido leer algunas palabras en voz alta. Unos términos muy engorrosos: pústulas, cefálicos[210], encerado[211], peste[212], carminativos[213]. ¿Por qué diantres su maestro no tenía textos que relatasen las aventuras de nobles caballeros que salvan a dulces princesas?

Ocioso, se propuso ordenar sus escasos bienes. Entonces pasó a la gran bolsa de Druon. Cuando desató la abertura, le asaltó un olor fuerte y metálico. Vació con cuidado el contenido del hato. La estupefacción le dejó boquiabierto cuando comprendió la importancia de su hallazgo, y la razón del extremo pudor del médico cuando procedía a sus abluciones o se desvestía. Rojo de confusión, de repente aterrorizado ante la perspectiva de ser sorprendido, volvió a poner deprisa las gruesas bandas de lino manchadas de sangre que el… la médico no había tenido ocasión de lavar ni de tirar con discreción desde su llegada involuntaria al castillo, amontonando el resto por encima. Entonces se lanzó hacia el jergón y se sentó, espiando el silencio.

* * *

Una pregunta le rondaba la cabeza: ¿podía, debía, quedarse con su nuevo… nueva maestra si salían vivos de las garras de la baronesa roja? Su experiencia con las féminas, que se resumía a la gorda cerda en celo de la posada, le había dejado un doloroso recuerdo. Por otro lado, Druon siempre le había tratado como a un niño y un aprendiz, insistiendo en su voto de abstinencia. Druon también le había salvado de las garras del águila y había compartido su pan para alimentarle. Además, el médico obedecía contra su voluntad a la terrible Béatrice d’Antigny solamente para protegerle. Y además, nadie le quería, salvo para rebajarle de nuevo a esclavo.

Al pensar aquello, los ojos del chico se llenaron de lágrimas. Se acordó de la pregunta que le hizo a la médica[214], hacía una eternidad, algo así: «¿Qué había hecho él para merecerse las miserias y las vejaciones que podían describir su corta vida?». Pensándolo bien, nada. El consejo que le repetía incansablemente Druon cada día le vino a la mente: observa, analiza, compara y deduce. Hizo un esfuerzo por controlar su pena. Una vez hechas todas las comparaciones y observaciones, él no estaba muerto. Estaba incluso muy vivo y, de momento, se llenaba dos veces al día la panza hasta la saciedad. No le habían ni golpeado ni violentado ni insultado ni había pasado hambre desde que se fue de la posada. Había aprendido cosas importantes, él, a quien antes habían tratado siempre como si fuese un animal limitado. Un cambio muy apreciable, el cual debía a Druon. En cuanto al análisis, él no era un ingenuo y captó muy bien las razones que explicaban la mistificación. Mujer joven, huérfana y sin un cuarto, a Druon, o aquel que fuese su nombre, no le quedaba más que una alternativa poco alentadora: unirse a la horda de meretrices y pupilas[215] y morir como ellas, por enfermedad, de embriaguez o bajo los golpes de un cliente descontento; o entrar en un convento. Allí se le reservarían tareas subalternas a causa de su cuna que, sin ser pequeña, no podía rivalizar con la de las señoritas gustosamente acogidas, ya que estas ofrecían sus bienes. Era evidente que Druon sabía tantas cosas magníficas que ella se merecía algo mejor. En conclusión, si Huguelin hubiese estado en su lugar, habría actuado de igual forma.

Aquel buen razonamiento le serenó. ¡Al diablo con que su maestro fuese varón o hembra! Lo único que importaba era que él o ella le consideraba un ser humano. Huguelin decidió entonces olvidar su sorprendente hallazgo. Después de todo, Druon también habría podido cortarse y sangrar profusamente. Más valía que se concentrase en la gran preocupación del momento: ¿sobrevivirían?

* * *

Un ruido de llaves. Huguelin se puso en pie de un salto, lanzando una mirada a la bolsa con el fin de asegurarse de que la había vuelto a cerrar con una cuerda.

Druon entró, con aire grave. Léon le dijo desde la puerta:

—Vuestra cena no tardará. Descansad un poco. Volveré a buscaros justo antes de completas.

El alivio hizo que el corazón del joven muchacho se desbocara. Y de pronto, comprendió que con la necesidad que él tenía de Druon se mezclaba un verdadero cariño.

—Maestro, maestro… —gritó abalanzándose sobre él para estrecharle la cintura entre sus brazos.

Un suspiro de cansancio le respondió y después dijo:

—Todo va bien… o muy mal, no lo sé.

—Contadme, por favor.

—Huguelin, esta historia es tan enrevesada que una gallina perdería en ella a sus polluelos. No te sientas molesto por mi silencio. Necesito sentarme y reflexionar.

—Han traído colchones.

—Si me tumbo, corro el riesgo de quedarme dormido. ¿Sabes? Lo que es seguro es que todo el mundo miente, vivos o muertos, y por razones que, a menudo, se me escapan. Observar, analizar, comparar y deducir. Sin remedio tendrá que nacer un vislumbre de comprensión.

* * *

Hugues de Plisans inclinó la cabeza en un breve saludo. Su buena cuna, su pertenencia al Temple, pero también la estima que le tenía el señor de Nogaret, se lo permitían.

Sentado tras su larga mesa de trabajo, atestada de documentos y de registros, el consejero del rey propuso más que ordenó:

—Tomad asiento, Plisans. ¿Las noticias son fastas?

—No me pronunciaré sobre su calidad, mi señor —replicó el caballero templario en un tono de disgusto—. En cambio, vuestro… sicario, Alard Héritier, cumple con su tarea con loable constancia. Sigue al obispo Foulques de Sevrin como una sombra obstinada.

—Se le ha pagado generosamente por ello —comentó Nogaret, con un rastro de ironía en la voz.

—Así es… Sin embargo, me preocupa, mi señor. Héritier tiene alma de traidor.

Nogaret miró fijamente al joven con una especie de afecto teñido de gracia. Plisans daba muestras de una gran inteligencia y de una erudición considerable. Sin embargo, aún había que instruirle en los engaños, las mentiras y las sucias estratagemas. Era un hombre de Dios, un hombre de espada, se fiaba de aquella hermosa noción poética y tan engañosa según la cual no existía más que una verdad. A Nogaret, el poder le había enseñado algo fundamental: existe una plétora de verdades, pues en su mayoría las elaboramos. A los ojos del consejero no prevalecía más que una sola realidad: la de Dios. ¿Pero quién podía jactarse de haberse acercado a Él? Ni siquiera el papa. Los altercados de Nogaret con el imperioso, por no decir despótico, Bonifacio VIII le habían apartado de la idea de que el Santo Padre recibía una parte extraordinaria del entendimiento divino a partir de su elección. Después de todo, los papas eran elegidos gracias al dinero contante y sonante de los poderosos, que deseaban granjearse sus favores o que no querían que molestasen mucho. Todo aquello concernía a la política. Una pena para el señor de Nogaret a quien tanto le habría gustado que Dios designara con una señal o con un magnífico don a su representante sobre la tierra. En lugar de aquello, el afable pero retorcido Clemente V gastaba sin medida el dinero de la Iglesia. Su liberalidad extrema no olvidó a ni uno solo de sus primos segundos. ¡Cuántos obispos e incluso cardenales había nombrado! ¡Un hombre que tenía el sentido de la familia clavado en el alma! Mandaba construir suntuosos castillos en Villandraut[216], su lugar de nacimiento, con medios que numerosos soberanos de Europa habrían envidiado, y se quejaba del estado de las finanzas del Vaticano. Bah, bastante tenía con que había ayudado a izar a Clemente al trono papal y que, por tanto, le debía reconocimiento. Ojo por ojo, nada más importaba.

Extrañándose por el prolongado silencio del consejero, Plisans se atrevió a decir:

—¿Mi señor?

Guillaume de Nogaret se sobresaltó.

—Disculpadme, amigo mío. Mi mente vagaba. ¿Alma de traidores? Ah, los aprecio tanto. La enorme ventaja de esos individuos se resume en poca cosa: sabemos que nos traicionarán un día u otro. Es su naturaleza así como lo expresó el sagaz emperador Marco Aurelio. Solo existen dos armas contra ellos: pagar antes que vuestro rival e insuflar el miedo en sus venas. Por el contrario, asociarse a un hombre honorable para que os ayude es espinoso. Ni el miedo, ni el dinero, ni la coacción sirven en este caso. No se les puede convencer más que a través de la pureza y de la dignidad. Es arduo, a veces temible. Y cuando os dan la espalda, nada hace ceder.

Una alegría infantil iluminó los ojos azules que le miraban de hito en hito. Plisans observó con una sonrisa:

—¿Veo en ello un reproche hacia mí?

—Claro que no, mi estimado amigo, claro que no. No obstante, vos pertenecéis a esa segunda clase.

Nogaret alzó los hombros y continuó:

—Ya basta de filosofías que no llevan a ninguna parte y que hacen que me hierva la sangre. ¿La piedra roja?

—Sevrin la ha escondido con cuidado. No hay ninguna pista que nos acerque a ella.

—Carape, no obstante tenemos que recuperarla antes que los otros —observó el señor de Nogaret martirizando su pluma de escritura.

De nuevo en un tono grave, el caballero templario inquirió:

—Mi señor, os ruego que perdonéis mi descaro, pero… ¿De qué os sirve una piedra de la que nadie sabe nada?

Abandonando la pluma que había estado maltratando, Nogaret hizo un pequeño gesto nervioso y admitió:

—De nada, solo para que otros no la tengan. Contadme pues.

—No sé nada más de lo que os he contado. La piedra nos fue robada hace mucho tiempo. Tenía una gran importancia, de eso estoy seguro. ¿Cuál? No tengo la menor idea. Así como vos sabéis, a cada grado de nuestra orden le corresponde un nivel de conocimiento. Solo el Gran Maestre conoce todos nuestros secretos. Dudo que Jacques de Molay venga en vuestra ayuda a propósito de esa piedra, suponiendo que conozca su secreto. En cuanto a mí, me condena al infierno desde que me uní al proyecto de nuestro rey para reunir a las dos grandes órdenes militares bajo un mismo estandarte.

—¿De dónde proviene?

—Lo ignoro. Es muy antigua. Prueba de ello es que estuvo en nuestra posesión durante lustros. Nosotros la velamos. Un hermano renegado la robó para venderla al mejor postor. Pero le fue mal, lo encontramos degollado en las lindes de un bosque cercano a la taberna donde se alojaba. Entonces perdimos el rastro, hasta Jehan Fauvel, de quien pensamos que la obtuvo de un monje de la abadía de la Sainte-Trinité, en Thiron. El monje fue envenenado. Eso es todo.

—Cielo santo, que embrollo —se quejó el señor de Nogaret.

Hugues de Plisans vaciló y después admitió:

—Lo que parece probado, mi señor, es que esa piedra causa estragos allá por donde pasa. ¡Tantos han muerto por haberla codiciado o poseído!

Una sonrisa triste estiró los labios del señor de Nogaret.

—Plisans, querido amigo, las supersticiones no son necesarias. ¡La codicia de los hombres es suficiente y explica numerosos supuestos maleficios!