XXXIV

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Julienne d’Antigny, sentada de espaldas a la chimenea de la biblioteca, en la cual crepitaba un nutrido fuego, fingía estar absorta en una lectura que le había recomendado el amable Évrard Joliet, sumido él también en otra obra. Ella retuvo un suspiro por poco. Aquella interminable sátira en verso de Bernard de Cluny[205], De comtempu mundi, le aburría como una ostra. Por lo demás, Julienne tenía un escaso gusto por la lectura. Una sola cosa monopolizaba su interés: ella misma. No dejaba de darle vueltas a la iniquidad de su destino, explicando su atracción por la biblioteca o, más exactamente, por el bibliotecario. Joliet había admitido, con cautela pero sin ambigüedades, que la habían engañado con una indigna sucesión. Aunque a los ojos de Julienne él fuese hombre de bajo linaje, aquel apoyo le servía de consuelo, permitiendo a la cuñada de la baronesa rumiar sus quejas hasta el infinito. De hecho, su único hermano no había previsto nada para su futuro, ni dotarium[206], ni tierras. En cuanto a su sobrino, el poderoso barón ordinario Herbert, qué le importaba aquella tía lejana a la que solo había visto en un par de ocasiones. Por lo tanto, Julienne dependía totalmente de la generosidad de su cuñada para sobrevivir. Curiosamente, ella no le tuvo en cuenta aquella falta de previsión a su hermano difunto sino a Béatrice, en quien había concentrado su acritud. Había que admitirlo: tampoco la naturaleza había sido justa con la joven mujer, al no juzgar necesario compensar su físico poco agraciado con una mente despierta.

Joliet levantó la mirada y observó a la mujer todavía joven, que no había pasado una sola página desde hacía más de un cuarto de hora, antes de inquirir con voz dulce:

—¿No os resulta constructiva la lectura, señora?

—Claro que sí, señor. ¡Qué pertinencia, qué sutileza!

Él se pavoneó, satisfecho de que su elección resultase juiciosa. Évrard Joliet vaciló unos instantes. No obstante, la curiosidad pudo con él:

—Señora… temo ser muy indiscreto… cosa que deploraría y os suplicaría que me perdonaseis…

Apurado, se interrumpió. Intrigada, Julienne le presionó en un tono afable:

—¡Vamos, señor! ¿Acaso no estamos en confianza, cual dos pobres náufragos que no se tienen más que el uno al otro como desahogo?

—Ese cumplido me reconforta, señora. La nueva «adquisición» de nuestra señora… ese joven médico que me he encontrado a la vuelta de un pasillo, que a la vez es tratado como prisionero y con un innegable respeto, ¿qué pensáis de él?

—Tengo dudas al respecto. Parece ser garante de su arte. No obstante, por experiencia desconfío de los antojos de mi hermana política. ¿Acaso ese patibulario de Léon no se ha impuesto gracias a ella? En cuanto a esa Igraine, ¡me da escalofríos!

—¡Oh, os comprendo! Yo evito cruzarme con su mirada… ¿Qué ser puede tener esos ojos casi amarillos?

—Desde luego no una buena cristiana —afirmó Julienne viperina, cerrando el libro y levantándose.

Retuvo por poco el peligroso exabrupto que le vino a los labios: «Ejusdem farinae»[207] y continuó:

—Voy a tener que desprenderme de esta cautivadora sátira. Ha llegado el momento de volver a mis aposentos para rezar.

—Os deseo un gran descanso, señora.

Una silueta se agachó justo a tiempo, detrás de un pilar, cuando Julienne salió de la biblioteca. Clotilde vio desaparecer a la hermana política de la baronesa a la vuelta de un pasillo. Esperó pacientemente unos instantes, sin saber qué hacer, temiendo que Julienne volviera sobre sus pasos. Después bordeó las paredes en dirección a sus aposentos.