XXXIII

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Druon y Léon se despidieron de Jean el Sabio, aconsejándole que no dijera nada de lo que acababan de descubrir para no sumarlo al pánico y a la confusión. Ambos regresaron con sus monturas. Taciturno, el gigante no había abierto la boca desde que dejaron la choza de la pobre Séraphine.

Druon alzó el rostro. Tras el calor abrumador del día, el cielo se oscurecía, amenazante. En los campos próximos, los campesinos ayudados por sus hijos, incluso por los más pequeños, se afanaban en la siega, intentando vencer las tormentas. Circulaban inquietantes historias de cosechas echadas a perder por el granizo en el corazón del país normando, que iban inflándose a la vez que se iban repitiendo. Los granizos pasaron de ser como huevos de codorniz a ser gordos como los de una oca. Y además, granizo en pleno agosto. Aquello no se veía desde tiempo inmemorial. ¿No era aquella una prueba clara de que las fuerzas demoníacas estaban actuando?

Interrumpiendo sus pensamientos, el joven médico acarició el cuello de Brise, satisfecha por salir de las caballerizas y a quien le reanimaba el paseo.

Salieron del pueblo, sin intercambiar una sola palabra. A Druon el silencio no le aburría. Reflexionaba, maravillándose de nuevo con la pertinencia de las enseñanzas dispensadas por su padre, que le permitían ordenar su inteligencia, conducirla a la reflexión.

* * *

Cabalgaban uno al lado del otro, sin forzar la velocidad. Léon inspiró profundamente, pareció dudar y entonces dijo:

—Maese Druon… Yo ya no sé qué pensar.

—Seguramente sea porque pensáis demasiado —sonrió el joven médico observando el perfil de su compañero.

A Héluise le sorprendió la elegancia de aquel rostro tan masculino que al principio había juzgado brutal, sin razón.

—¿Es una broma? —preguntó Léon, con gesto sombrío, volviéndose hacia Druon.

—Claro que no. Vos no dejáis de evaluar, de juzgar, de buscar conclusiones con vehemencia. Os desesperáis por obtener una respuesta, sea cual sea.

—¿No es eso legítimo? —inquirió el hombre de confianza en un tono seco.

—¡Así es…! Todos deseamos tener respuestas… Aun a riesgo de inventárnoslas.

—¿Y de qué forma procede vuestra mente… superior? —se burló Léon.

—Vuestro cumplido me halaga —ironizó Druon con amabilidad—. Sin embargo, y lo deploro, mi mente no tiene nada de superior comparada con la vuestra. Está experimentada en la observación. ¿No os habéis percatado de hasta qué punto lo que vemos, oímos y deducimos puede estar deformado por nuestras pre-concepciones?

—¿Eso qué significa?

—Que habéis partido con la certitud de que nos enfrentábamos a una criatura demoníaca. De golpe, todo lo que nos conduce a una intervención humana os despista. Ahora bien, ¿qué hay más humano que un asesinato disfrazado de suicidio? Es un defecto de la mente: retener solo lo que apoya vuestra convicción, relegar el resto juzgándolo como si tuviera mucha menos importancia. Es así como se cometen los mayores errores.

—¿Entonces, según vos, el asesinato de Séraphine está ligado a su ataque? —preguntó un Léon más dulce, pues el argumento del joven médico había surtido efecto.

—¡Admitid que la coincidencia sería asombrosa! ¿Qué? Séraphine siempre ha llevado su triste vida en paz. No se había revuelto ni robado nada de la choza. Además, ¿qué habrían podido robar de la casa de esa pobre mujer? Por lo tanto, era a priori una víctima sin interés. Sin embargo, se tomaron la molestia de maquillar su asesinato de suicidio.

—¿Y por qué matarla, aunque tenga relación con su horrible ataque? —insistió Léon.

—Lo ignoro, pero lo descubriré.

—¡Decididamente, parecéis muy seguro de vuestras capacidades, médico!

—No. En cambio, conozco la excelencia de mi formación —rectificó Druon—. Y por eso, gracias a ella, otros… detalles me han intrigado sobremanera hoy.

—¿Cuáles?

—Es demasiado pronto.

—¿Se los ocultaréis también a mi señora?

—Así es.

—¡Se sentirá muy descontenta y los… disgustos de la baronesa Béatrice son temibles! —le avisó Léon.

—Lo dudo. Su disgusto, quiero decir. Ella es una mujer inteligente y comprenderá que no puedo elucubrar sin haberme informado antes. Léon, necesito interrogar a ese corto de mente…

—¿Gastón? Hasta suponiendo que no haya mamado de la botella, seréis afortunado si conseguís sacarle dos frases coherentes.

—De momento, es él quien puede sentirse afortunado —murmuró Druon.

—¿Qué queréis decir?

—Que su debilidad mental, añadida a la orden de la baronesa, le ha protegido del mismo destino que Séraphine. Por esa razón no he querido ir a interrogarle inmediatamente después de nuestro macabro hallazgo. Para no inquietar al asesino, que se tranquilice de momento pensando que nadie dará crédito a los delirios de un simple, además de borracho.

—¡Qué estáis insinuando! —dijo nervioso el hombre de confianza.

—Yo no insinúo, temo. Léon, no veáis en ello ninguna ofensa, pero volveré solo al pueblo, a la caída de la noche, para reunirme con Gastón. Vos sois… digamos, muy visible. Después de todo, y ya que el pobre Huguelin se ha convertido en vuestro rehén y en una prenda importante de mi obediencia, ¿qué más os da?

—Si la baronesa accede a ello, no veo ningún inconveniente. Sé que nunca abandonaréis al niño —concluyó el gigante con una sonrisa franca de la que Héluise pensó que le volvía casi seductor, a pesar de aquella barba poblada y de aquella melena que la caía hasta la mitad de la espalda.