XXXII

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Cuando Druon, Léon y Jean Lemercier entraron en casa de Séraphine con ayuda de la llave que Annette le había dado a su esposo, el tiempo parecía haberse detenido en la sala de la choza. El cuerpo de la vieja mujer colgado de la viga principal parecía un títere. Tenía los pies solo a unas pulgadas del suelo de tierra batida. Léon y Jean se santiguaron. Druon observó el lugar. No se sorprendió mucho de la pobreza de la choza. Era tan común. En cambio, una especie de pena difusa le invadió y estaba seguro de que Léon la compartía. La vida de un ser humano había llegado a su fin entre la desesperación y la soledad. La vida de una pobre miserable que seguramente nunca había esperado nada más de la existencia que el privilegio de poder alimentarse. Druon no hizo hincapié en la injusticia del mundo. Después de todo, algunos nacían ricos y poderosos y otros pobres, así iban las cosas. Pero morir sola, como un animal, le parecía un castigo cruel que seguramente Séraphine no se había merecido. Él se recobró y dijo:

—Tenemos que bajarla y tumbarla en su camastro. Sería indigno que permaneciera así.

Los otros dos hombres se precipitaron hacia el cuerpo. Léon, cuya cabeza tocaba la viga, sacó su daga y cortó la cuerda mientras que Jean sostenía a la difunta por las piernas para evitar que se desplomase de forma irrespetuosa.

Druon no les prestó su ayuda, pues daba vueltas lentamente sobre sí mismo. Un detalle crucial le llamó la atención.

—Señor Jean, además de vuestra esposa, ¿quién ha entrado aquí tras este horrible hallazgo?

—Nadie… Bueno, sí… Gilbert, el que tiene el puesto de ollas cerca, en esta misma calle. Había pensado en sobornarle para que nos asegurase su silencio. Por Séraphine… Después, mi querida esposa, muy conmocionada, le reprendió severamente y se fue. Ella cerró con llave al salir.

—Es así como lo había entendido.

Léon levantó a la pobre mujer como si fuese una pluma y la puso sobre el jergón con una delicadeza desconcertante. Druon se arrodilló al lado del cadáver, examinando las horribles cicatrices que le había dejado la criatura. Las garras habían arrancado la mejilla izquierda de Séraphine y la mitad de su nariz. Le levantó las mangas del camisón. Ambos brazos tenían también horribles marcas que se extendían desde el hombro hasta el codo, sobre todo en el izquierdo. Los giró. Las marcas violáceas que encontró en la cara posterior de los dos brazos le extrañaron a medias. Observó entonces el grueso surco que había dejado señalado la cuerda para darse cuenta de que cubría, en parte, marcas bastante anchas del mismo color, semicirculares, terminadas en pequeñas abrasiones en forma de luna, muy parecidas a unas uñas. Había llegado a una convicción, pero merecía una confirmación. Dijo con una voz dulce, previendo la reacción:

—Tengo que proceder… no a una autopsia pero sí a una disección parcial[203].

—¡Eso es impío! —casi gritó Jean.

—No lo es. Este tipo de procedimiento está autorizado (aunque poco practicado, lo certifico), en el caso de condenados a muerte o de suicidas. Ahora bien, se trata de un suicidio, ¿estamos de acuerdo en ese punto?

Estupefacto, Jean asintió con la cabeza.

—Necesito poco tiempo —continuó el médico—. No obstante, desearía consagrarme a mi tarea en soledad.

* * *

Una vez solo, luchando contra un principio de pánico, pues nunca había practicado aquel tipo de examen brutal salvo bajo la supervisión de su padre y en algunos zorros a los que un criado les había roto el cuello, Druon sacó su lancetero[204] del fardel y de ahí sacó una lanceta muy afilada.

Obligándose a mantener la calma, recordando las descripciones de anatomía humana dispensadas por su padre, hizo una firme incisión en la carne de la garganta y descubrió lo que buscaba, la confirmación: hemorragias a nivel de los músculos del cuello y fractura del hueso hioides. A la pobre Séraphine la habían estrangulado con las manos (lo que indicaba que era un asesino de gran envergadura) y después la colgaron para hacer creer que era un suicidio. Con el fin de luchar contra su resistencia, su agresor la había hecho caer al suelo y la había aplastado sin miramientos sujetándole los brazos con la ayuda de las rodillas mientras que la asfixiaba, explicando así las equimosis.

Druon se situó justo debajo de la viga y tendió los brazos hacia el techo, imaginando la escena, intentando calcular el tamaño del verdugo. Al contrario de lo que había pensado al principio, este no tenía la necesidad de ser un gigante. Para apretar el nudo corredizo alrededor del cuello de la difunta, lanzar la cuerda por encima de la viga e izar después el cadáver, un hombre de tamaño normal, pero fuerte, habría conseguido sus propósitos. Convencido de su descubrimiento, se dirigió hacia la puerta.

* * *

Hizo entrar a los dos hombres silenciosos que esperaban pacientemente en el exterior y anunció con un tono apacible:

—Señor Jean, calmaos. No tendréis que mentir ni que corromper nada. Séraphine ha sido asesinada.

—¿Qué? ¿Perdón? —balbuceó el mercero, atónito—. ¡Eso no puede ser!

—Sí lo es. Ha sido estrangulada con las manos, la disección lo demuestra, y después la colgaron.

—Habéis tenido sospechas desde que entramos, ¿no es así? —comprobó Léon.

—En efecto. ¿A qué se habría subido Séraphine, que era baja de estatura, para pasar la cuerda alrededor de la viga y dejarse caer después, quedando los pies a unas pulgadas del suelo? —respondió señalando a las dos sillas, de las cuales, una tenía el respaldo remendado con una cuerda, puestas bajo la mesa situada en mitad de la estancia—. El techo es bastante bajo. El asesino solo tuvo que lanzar la cuerda por encima de la viga y, por tanto, no tuvo necesidad de ponerse a mayor altura. Un individuo poco sutil ya que ha olvidado este detalle tan revelador, a menos que imaginemos a un ser desquiciado por su propio acto hasta tal punto que tuviese perturbado el pensamiento.

—Cielo santo… Cielo santo… ¿Qué le voy a decir a Annette…? Dios mío… —farfulló Jean el Sabio en un tono tan alterado que Druon temió que rompiera a llorar.