XXXI

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día

Después de la férrea defensa de su marido que había llevado a cabo, toda energía parecía haber abandonado a Annette Lemercier. Estaba sentada sobre el taburete de su alcoba, con su salterio en la mano, incapaz de concentrarse en una sola línea. Unos fragmentos de pensamientos se arremolinaban en su mente sin conseguir aferrarse a ninguno. Se reprochaba que, ella, una mujer de carácter tenaz, permitiese que los seísmos externos hicieran estragos de aquel modo en su capacidad de concentración y de aplicación, de la que ella se sentía tan orgullosa. Incluso ella misma se reprendía con la esperanza de recuperar un poco de rigor.

¿Qué? ¿Que la muerte merodeaba? ¡Menuda desgracia! Merodeaba por todas partes en todo momento. ¿Es que había que pasarse la vida temiendo a la muerte? Desde luego que no. ¿Qué? ¿Que el pavor se había ido apoderando de todos? Pero ella no era como todos. Además, el miedo nunca había ahuyentado el peligro, más bien al contrario. ¿Iba ella a quedarse en su alcoba como si fuese una doncella cobarde, sobresaltándose por cada ruido del roce de una tela o al menor paso que escuchase en la escalera? ¡De ninguna manera! Se levantó con un movimiento nervioso. ¡Tenía que hacer algo! Decidir, negarse a convertirse en una marioneta en manos del destino. Colocó el salterio ricamente ilustrado, regalo de su esposo, en el gabinete[191] de la alcoba. Se ajustó el bonetillo con barboquejo[192] de cendal azafranado y salió.

* * *

Respondiendo, sin ni siquiera pensar en ello, con una sonrisa a los saludos de la gente con la que se cruzaba, avanzaba con paso firme hacia la calle Chalands, en la que se sucedían tiendas y puestos. Al panadero[193] que veía con malos ojos al mercader ambulante de barquillos y gofres, con el pretexto de que le hacía competencia desleal al vender más barato, le seguía el puesto del carnicero[194], llevado por un siervo que se afanaba durante toda la jornada en cazar las moscas que volaban en picado hacia los trozos que ofrecía. La tienda del pescadero era objeto de gran afluencia. Todas las comadres se proveían allí para amenizar los días de ayuno[195]. Con el lucio, la carpa, el barbo y la anguila se mezclaban el arenque, la jibia, la ballena, el bacalao, desecados o ahumados. La caballa, la sardina y la trucha de mar, e incluso el salmón fresco, envueltos en hojas o en trozos de tela húmedos para refrescarlos y conservarlos el mayor tiempo posible. El pescadero juraba por lo más sagrado a los sirvientes de las grandes casas que él cumplía escrupulosamente la ley para preservar la calidad de aquellos dispendiosos manjares: no los conservaba más que dos días[196]. El vendedor de cintas, de pasamanerías, de hilo y de agujas suscitaba una viva curiosidad por parte de las damas que se informaban de la moda parisina en cuestión de colores o de longitud de flecos o, incluso, de motivos en los bordados. Claro que la información que él daba variaba en función de lo que podía ofrecer aquel día. Más allá, mujeres de todas las edades se agolpaban en el mostrador del especiero, que ofrecía numerosos perfumes, cosméticos y agua para el rostro, el cuerpo, los cabellos o la boca[197]. Mignet, el especiero, después de una guerra sin piedad contra Lubin Serret, el apoticario, se había quedado con el jugoso mercado alegando que él tenía un negocio en la ciudad desde hacía mucho tiempo. Los dos hombres ya no se dirigían la palabra y tampoco se saludaban cuando se cruzaban. En cuanto a Jean Lemercier que, por su profesión y su antigüedad, habría podido reivindicar convertirse en el único vendedor de aquellos productos, había dado muestras de gran sensatez al no manifestarse sobre ello, por la paz de la aldea.

A veces había pequeños vendedores que se contentaban con extender una amplio lienzo en el suelo para ofrecer sus bienes: quesos de cabra, dulce de frutas con miel y meladas, a veces algunas verduras y frutas. Annette avanzaba, curiosa, pues había ido muy poco a aquel lugar. Una dama de su clase mandaba a sus sirvientes para abastecerse, acompañándoles solo los días de gran mercado para regalarse cintas para el pelo, algunas alnas de tejido fino, incluso lociones para tener la piel bonita o una buena voz[198].

Por fin divisó a quien ella buscaba, enfrascada en lo que parecía una fuerte discusión con el chacinero[199]: Clotilde. Annette se acercó y fingió una agradable sorpresa.

—¡Qué alegría veros, buena Clotilde! Más aún cuando tenéis tan buen aspecto.

—¡Señora! La alegría es mutua. ¿Qué hacéis vos aquí, con todos mis respetos?

Tomando un aspecto sombrío, Annette dijo:

—Es que… esta aldea se ha vuelto siniestra. Una ya no se cruza aquí con casi nadie, excepto en dos o tres calles donde haya mercaderes. Y además se vacían en cuanto cierran los puestos. Las razones caen por su propio peso y he sentido la necesidad de un poco de entretenimiento.

Sombría a su vez, Clotilde añadió en un tono de compenetración que le permitía su antigua y cordial convivencia con Annette, por la cual todavía sentía un sincero afecto:

—Es cierto. ¡Qué horror! Muy a menudo me preocupo por vos, señora.

—Es muy generoso por vuestra parte. Nosotros os añoramos, querida, aunque comprendo muy bien las razones de vuestro cambio.

El servicio de los Lemercier no era lo bastante numeroso como para permitir a la anciana sirvienta que evitara las tareas que su vejez había convertido en pesadas para sus piernas y su espalda. Por lo tanto, con gran pesar, había aceptado, después de muchas cavilaciones, unirse al servicio de la baronesa Béatrice.

—¡Ah, la edad, señora, la edad! ¡Qué afrenta, que bofetada a nuestra arrogancia! Qué disimulo también, pues una no se da cuenta de que viene hasta que ya la tiene encima.

—Querida Clotilde, sería un gran placer charlar con vos ante un gubilete de hipocrás, si el servicio de la señora Béatrice os concediera un poco de tiempo. Os lo confieso sin ambages, me aburro muchísimo. El señor Jean se muestra tan preocupado. Nuestra casa se ha vuelto lúgubre.

—¿Entonces se las lleva? —dijo enfadado el chacinero, señalando una pirámide de morcillas.

—¿A ese precio? ¡De ninguna manera! Y menos aún cuando me da la impresión de que están un poco claras. No me sorprendería que les hayan echado espelta —concluyó Clotilde en un tono de sospecha.

Fingiendo sentirse indignado, el mercader susurró:

—¡Oh! Qué acusación tan injusta.

Clotilde no debía estar exagerando, pues él le hizo, a disgusto, un descuento y envolvió las morcillas con presteza en un lienzo después de haberlas contado. Colocando contra ella el voluminoso paquete, la anciana se alejó algunos pasos y se lo dio a un hombre de impresionante envergadura apoyado en el muro de una casa. Ella le dijo unas palabras. Con un aire gruñón, él asintió con la cabeza y se alejó. Clotilde volvió con su antigua señora y una sonrisa cómplice en los labios.

—Ya está. Había terminado mis compras. El hombre de armas de la baronesa me esperará a la salida de la aldea con las vituallas. ¡Oh, con mucho gusto pasaría sin la compañía de ese huraño de Grinchu, que tan bien armoniza con su nombre[200]! Pero mi señora ha ordenado que en estos días vaya escoltada. Bah, así mejor: es él quien empuja la carretilla o lleva la mula de carga hasta el castillo.

—Por lo visto es una señora que cuida bien de su servicio —aprobó Annette.

Ella apreciaba mucho a Clotilde. Sin embargo, realmente no le iba a importar engañarla un poco. Jean había solicitado su colaboración para obtener información por parte de su antigua criada. Más allá de la petición de su marido, algo le preocupaba a la joven mujer, sin que consiguiera llegar a definirlo. Una especie de vaga, muy vaga incertidumbre que le había empujado a acudir a la calle Chalands.

—¡Desde luego! Cosa que no es muy frecuente. Pero yo he tenido la fortuna de no tener más que buenos señores.

* * *

Ambas subieron hacia la morada Lemercier. Annette caminaba lentamente. Clotilde no era tonta, ni mucho menos, y la costumbre de tratar con los poderosos le había enseñado una regla de oro: la prudencia, por no decir la desconfianza.

—La baronesa tiene una buena y valerosa reputación. Mi esposo le profesa una firme admiración. Mas… debe ser arduo ser mujer y señora.

—Así es —asintió Clotilde.

La respuesta fue lacónica. Annette se preguntó si había entrado en faena demasiado pronto y cambió de tema:

—Mi buena Clotilde, estoy sorprendida: ¿entonces tenéis la necesidad de venir a abasteceros entre nuestros muros? Pensaba que muchos mercaderes y vivanderos se agolpaban en el puente levadizo del castillo para vender allí sus víveres.

—Es que, señora —dijo la otra con una sonrisa—, soy demasiado vieja para que me hagan comulgar con ruedas de molino[201]. Ah, ¡huelo de lejos a granujas de todas las especies! Nada es más fresco ni más reconstituyente que las vituallas de las que alardean aun cuando han pasado el día y la noche sobre un puesto hasta tal punto que huelen a orín de asno. Algunos pretenden engañar envolviendo el pescado estropeado y la carne descompuesta en una mezcla de especias para atenuar el olor. Y tienen el descaro de fingir que es para aligeraros la tarea. ¡Que vayan a otro con el cuento!

Ambas entraron en la casa y Annette llamó a Muguette para que les llevara una jarra de hipocrás, una bandeja de mistembecs y unos gubiletes. Si la sirvienta se sorprendió por la familiaridad con la que su señora acogía a una antigua criada, no lo demostró.

Las dos hablaron de unas cosas y de otras: del precio exagerado del pescado los días de ayuno, prueba, según ellas, de la marrullería de los mercaderes que se aprovechaban de la obligación del buen cristiano con el propósito de llenar la bolsa; de la lluviosidad de aquel verano[202], que podría provocar la reducción de las cosechas, haciendo el pan inasequible… Hasta que Annette se percató, para su estupefacción, de que el cazador había sido cazado. Clotilde llevaba sembrando su inocente discurso, desde hacía un rato, de pequeñas preguntas sutiles, todas en relación a lo que pensaba el pueblo de su nueva señora. Annette reprimió una sonrisa. ¡Y pensar que se había creído astuta! Otorgándose un tiempo de duda, le sirvió de nuevo a Clotilde y se decidió por utilizar palabras francas, o casi.

—Querida, hablemos claro en vez de andarnos por las ramas. ¿Alguna vez os he dado motivos para dudar de mí?

—Desde luego que no, señora.

—Bien, tened por seguro que lo mismo ocurre en vuestro caso. Se afirma que la baronesa es valerosa y fiel a su palabra, aunque tiene un carácter… digamos imperioso.

Clotilde la observó durante un instante y después pareció decidirse por las confidencias.

—¿Me dais vuestra palabra, señora, de que lo que se va a decir quedará entre nosotras? Conozco el cariño que le tenéis al señor Jean, vuestra obediencia a sus deseos. Sin embargo…

—Sin embargo, ciertas confidencias caen mejor en nuestros oídos que en los de los hombres —bromeó Annette—. Os doy mi palabra ante Dios.

Ella misma se sorprendió de su espontaneidad. No le revelaría a su esposo más que aquello que no pudiera perjudicarles, a ella, a Clotilde e incluso a la baronesa.

—Así es. Imperiosa es adecuado. Ella puede ser feroz y despiadada. Ha dado cientos de pruebas de ello. No obstante, nunca nadie ha discutido su sentido de la justicia, su valor y mucho menos su honor. Ella debe protección a su pueblo y no dará la espalda a esa obligación. Os suplico que me creáis. Yo noto, oigo, me huelo cosas… nefastas que van dirigidas a ella. En el fondo, lo confieso, siento una especie de apego hacia ella a pesar de sus arrebatos. Tengo la impresión de que unas fuerzas malévolas están en funcionamiento.

—¿La… criatura?

—No… La manera en que «nosotros» hacemos uso de la criatura.

—Pero ¿y esa extraña Igraine…? Dicen que es maga —preguntó Annette pensando que lo que venía a continuación no se lo contaría a Jean el Sabio.

—Ella misma dice que es maga —rectificó Clotilde.

—¿Y no podría… no sé… ayudar a destruir a esa… cosa que nos aterroriza?

—Igraine tiene poderes, eso es innegable, pero no tantos como los que hace suponer su inquietante aspecto.

Clotilde puso su gubilete en la mesa y miró de hito en hito a quien tenía enfrente, insegura.

—¿Debería confiaros lo que viene a continuación?

—Tenéis mi palabra. Quede maldita si me desdigo.

—Ha sido Igraine quien me ha avisado, seguramente porque ella siente el mismo tipo de afecto que yo siento por mi señora. Ella, al saber que conozco a todos los habitantes del pueblo, o casi, me ha pedido que recoja información de aquí y de allí. Igraine presiente que un tornado implacable va a caer sobre la baronesa, llevándose por delante a todos los demás a su paso.

Annette vació de un trago el fondo de su gubilete y sirvió otro generosamente lleno a cada una antes de inquirir:

—¿No puede ser más precisa?

—Os lo he dicho. En mi opinión, es menos poderosa de lo que intenta hacer creer. Además…

—¿Además?

—Además… Tengo la sensación, tal vez esté equivocada, de que ella persigue un objetivo personal… Muy confidencial, que no tiene nada que ver con la baronesa o con la… criatura.

La anciana sirvienta esbozó una pequeña sonrisa contrita antes de continuar:

—Ahora que ya estoy en confianza con vos, ¿cuándo debo parar?

—Cuando vos lo consideréis oportuno, Clotilde.

—Estoy segura de que se está tramando algo en el castillo. Yo se lo he comentado a Igraine, quien también ha percibido el hedor a conspiración.

—¡Una conspiración! —exclamó Annette.

—La palabra es fuerte, sin duda, pero alguien urde un plan malévolo. Pondría mi mano en el fuego.

—¿En el entorno de la baronesa?

—Desconfío de esa dama, Julienne, su hermana política. Esas caritas de sufrimiento, esa actitud quejicosa no me dice nada bueno. Tras eso se esconde un rencor y unos celos que a veces asoman la nariz. Además es muy tonta. ¿Acaso no habéis constatado una gran constancia en los memos? Siempre creen que los demás son más bobos que ellos.

Annette soltó una risita y aprobó:

—Cierto es. ¿Por qué…?

—Porque ella piensa que no entiendo nada de sus alusiones y de sus frases de doble sentido. Yo no la saco del error y adopto una actitud obtusa en su presencia. Ella y Évrard Joliet van muy a menudo a la biblioteca. Tan jovencito como parece, nuestro buen bibliotecario tiene una lengua bien afilada.

—¿Un amorío?

—No. La señora Julienne es muy escrupulosa con el linaje. El suyo es muy alto para que acceda a ver a un bibliotecario, copista también, de otro modo más que el de un criado menos basto que los otros. Más aún cuando me da la impresión de que Joliet no hace ascos a los encantos de Sidonie, una sirvienta muy mona y que no tiene un pelo de tonta, hasta tal punto que ahora es ella quien sirve a la baronesa.

—¿Entonces qué?

—Joliet aviva la acritud ya virulenta de la señora Julienne hacia su cuñada, que, sin embargo, cuida de ella como nunca lo hizo con su propio hermano, el difunto barón Hugues, a quien esta hermana quejumbrosa le irritaba. Évrard Joliet tiene algún interés en ello, es evidente. Así se garantiza su apoyo y su protección. Y además, la hiel de la envidia también le corroe. Pensad… el menor de cinco hermanos de una familia de burgueses acomodados. No le quedaba más que su buena mano para continuar tras la muerte de su padre y la repartición de los bienes.

—¿Qué podría intentar la señora Julienne contra la baronesa? —se extrañó Annette Lemercier.

—¿Sola? No gran cosa. Pero me gustaría saber qué es lo que guarda en el pequeño gabinete de sus aposentos. Fijaos: hacen falta dos llaves para poder abrir sus puertas. ¡Dos! Ella las guarda permanentemente consigo, en el extremo de una cuerdecilla colgada del cuello.

—¿Joyas muy valiosas? —sugirió Annette.

—No las posee. La ostentación no le interesaba mucho a su madre, que era una letrada.

Volviendo a su idea, Clotilde continuó:

—En cambio, si la acrimonia de la señora Julienne encontrase un entorno favorable en otro lugar…

—¿Aquí, queréis decir?

La anciana movió la cabeza en señal de asentimiento. Annette tomó un largo trago de hipocrás para esconder su molestia repentina. La mezcla de vinos comenzaba a subírsele un poco a la cabeza. Una sensación agradable después de la tensión extrema de aquellos últimos días, pero en la que no debía confiar.

—Creo que os he dado muestras de una perfecta franqueza, señora Annette, confiándoos información que podría valerme una dura reprimenda por parte de mi señora si mi charloteo llegase a sus oídos. En cuanto a la señora Julienne, a pesar de mi edad, sin duda haría que me molieran a golpes o que me arrancasen la lengua.

—Os doy mi palabra ante Dios —repitió la joven mujer.

—Y estoy segura de que la mantendréis. No obstante, no me parece improcedente solicitaros una certeza…

Presintiendo lo que venía a continuación, Annette se puso tensa.

—¿Qué se dice en el pueblo? ¿Es el entorno propicio del que os hablaba? La verdad.

—Yo también os exijo vuestra palabra de que llevaréis lo que os diga a la tumba.

—No puedo, señora. Si confirmáis lo que temo, tendré que avisar a Igraine para que ponga sobre aviso a la baronesa. Comprendedlo, os lo suplico.

—Al menos juradme por vuestra alma que nunca revelaréis la fuente de vuestra información.

—Lo juro por mi alma y sobre los cuatro Evangelios. Quede maldita por toda la eternidad si perjuro.

* * *

Estaba fuera de lugar que Annette perjudicara mínimamente a Jean. Por eso disfrazó un poco la verdad exigida por su antigua sirvienta.

—Se han alzado voces a raíz de la última reunión del consejo del pueblo. Jean ha intentado ponerles término, por lo que sé sin mucho éxito.

—¿Contra la baronesa?

—Así es. Le reprochan la apatía de su acción contra la… criatura. Jean recordó que ni el baile del barón Herbert ni tampoco el sacerdote exorcista lo habían hecho mucho mejor. No os extrañará que estos reproches, algunos virulentos, tuvieron como blanco su naturaleza femenina.

—¡Ah, era de esperar! Si se la considera incapaz para proteger a su pueblo, dejará de ser señora y pasará a ser una simple viuda.

Una seria sospecha invadió a Annette, que preguntó:

—¿Acaso dudáis de la existencia de una criatura infame? Según vos, ¿todo esto sería una tortuosa estratagema para acabar con la baronesa? Es una insensatez. ¡Las víctimas están ahí!

—Oh, la criatura monstruosa existe, eso es cierto. Sin embargo, me vienen a la mente las ideas más descabelladas. También a Igraine y a Léon. No os engañéis. Bajo su aspecto salvaje se esconde una de las mentes más despiertas que conozco, habida cuenta de que no le falta erudición. Además, moriría mil veces para proteger a Béatrice d’Antigny.

—¿Qué ideas, mi buena Clotilde?

—¡Disparatadas, os digo! ¿Y si alguien hubiese capturado una bestia enorme y feroz en un país lejano, una bestia astuta y desconocida en nuestras tierras? ¿Si la hubiese soltado y hubiese perdido el control de ella…?

—Alguien cuyo objetivo fuese perjudicar a la baronesa —completó Annette.

—Eso es. ¿Y si un ser maléfico y poderoso fuese capaz de convocar a un demonio, con los mismos fines?

* * *

Se hizo el silencio, cada una pensaba en las palabras de la otra. Annette, sin saber muy bien porqué, lo rompió de repente:

—Necesito quitarme un peso de encima. Séraphine acaba de fallecer. La encontré antes, en su casa.

Un largo suspiro de consternación se le escapó a Clotilde, que se santiguó. Con palabras en las que se reflejaba la tristeza, Annette le narró su macabro hallazgo, su deseo de que la pobre mujer fuese enterrada con el respeto que se merecía y que se le había negado durante toda su vida, y la cariñosa complicidad de Jean.

—Sois una bella persona, señora, nunca lo he dudado.

Ella pareció elegir sus palabras con cuidado antes de continuar.

—¿Estáis completamente segura de que se trata… de un suicidio?

La estupefacción se dibujó en el hermoso rostro de la señora Lemercier.

—¿Perdón?

—Oh… ya os lo he dicho, por la cabeza se me pasan ideas descabelladas. Veo trampas y odiosas estratagemas por todas partes. Pobre Séraphine. La conocía mucho. Señora… seguramente seré una desvergonzada, quedando entendida mi condición y la vuestra… Que este excelente hipocrás me sirva de excusa. No obstante, casi tengo la impresión de haberme reunido con una amiga. Un verdadero alivio en estos tiempos.

—No eres una desvergonzada, Clotilde, pues tengo la misma sensación —afirmó Annette, un poco sorprendida por su sinceridad—. Acabo de darme cuenta hasta qué punto me sentía aislada a pesar de la amable presencia de mi dulce esposo. No tengo a nadie más que a él y…

—Y los hombres tienen sus propios asuntos, de los que nos mantienen apartadas casi siempre.

* * *

Se despidieron poco después. Tras haber acompañado a Clotilde al patio de la casa, Annette volvió a sentarse a la mesa y se sirvió un cuarto gubilete de hipocrás pensando en que le faltaba templanza. ¡Bah! Al diablo la templanza por hoy. Séraphine estaba muerta y qué más daba quién pudiera perecer bajo los zarpazos de un monstruo. Le estuvo dando vueltas a la conversación, maravillándose de la concisión y de la agudeza de mente de aquella mujer envejecida. Le agradeció su confianza y preparó lo que le iba a relatar a Jean, ocultando el resto, pues había prometido ser discreta. En su opinión, aquellas confesiones a medias estaban justificadas. Ella había puesto su vida en manos de Jean sin dudarlo. En cambio, sentía una indiscutible desconfianza hacia algunos miembros del consejo del pueblo. El grueso Agnan Mortabeuf, el bordador con pocas luces que por fin había cumplido con su tenaz ambición: sentarse a la mesa con los notables para discutir sobre el destino de los demás. Mortabeuf y su señora, a la que había que reconocerle más finura que al zopenco de su esposo. Ella había mostrado ante Annette, que no se dejaba engañar, todas sus armas de seducción de falsa amiga y sus amables zalamerías para ayudar a su marido a conseguir aquel asiento tan codiciado en el consejo. Nicol Paillet, el maestro herrero, más dotado de cerebro pero de quien desconfiaba igualmente, segura de que codiciaba el papel de jefe del consejo de Jean. En cuanto a Thierry Lafleur, el acaudalado arrendador de caballos y tiros, y Lubin Serret, el apoticario, estaban unidos sin saberlo en su aversión hacia las mujeres, aunque no es que los demás tuvieran mucha más estima por ellas. Aún tenía dos interrogantes. Michel Jaquard conocido como Limace, el posadero, de quien ella presentía que, a primera vista, era el menos patán y el menos corto de mente. Séverin Fournier, el granjero, su lentitud al hablar y sus pesados movimientos también le parecían engañosos a la joven mujer.

En el fondo, no se trataba de ocultarle buena parte de la verdad a su esposo, sino de protegerle de los demás. Segura de aquella absolución, se terminó el gubilete. La cabeza le daba vueltas.