Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día por la tarde
Aquella tarde invitaba Nicol Paillet. Michel Jacquard, conocido como el posadero Limace, no se sorprendió. Agnan Mortabeuf era casi tan rico como él, pero le había hecho tantos nudos a su bolsa que no se podía contar con él para abrirla, salvo cuando esperaba una doble retribución. Aquel a quien esperaban con impaciencia no tardó en llegar: Lubin Serret, agitado como de costumbre. Se sentaron alrededor de una mesa en un rincón, apartada de las demás. Una precaución algo exagerada, pues por la hora que era, el Fringant Limaçon todavía tenía poca clientela.
—¿Qué pensáis de ese extraño médico? —inquirió Limace dirigiéndose al apoticario.
—¡Uno más de los insólitos reclutas de la baronesa, si queréis mi opinión! —espetó Serret—. Pronto nos infligirá con monstruos de feria. ¡Tendremos que hacerle reverencias a la mujer barbuda o al hombre de seis dedos!
Todos asintieron con la cabeza, compartiendo su consternación y su irritación. El apoticario prosiguió:
—¿Séverin Fournier no se reúne con nosotros?
—No, no. Últimamente le noto muy raro —admitió Nicol Paillet.
—¿Cómo?
—Bueno… es evidente que nos evita. Siempre tiene una buena excusa para estar en un lugar distinto al nuestro. Un poco como Thierry Lafleur. Pero bueno, este siempre se ha tirado pedos por encima del culo, con perdón.
—Él tiene razón —añadió el posadero Limace—. Fournier evita el Fringant Limaçon, hasta cuando tiene negocios en el pueblo. Bah, ¡se les pasará!
* * *
Limace les sirvió otra ronda aprovechando que Paillet pagaba. Géraud, su hijo, que no había pronunciado una sola palabra desde el principio, la rechazó con un gesto de la mano. Cierto era que siempre estaba taciturno desde la marcha de su madre, hacía diez años. ¡Una madre que no se hizo cargo de su único retoño para seguir a su amante, un vendedor ambulante! ¡Qué ramera!
Nicol se giró hacia el joven de unos veinte años. Todos se sorprendían, con discreción, de que todavía no estuviese casado ni fuese padre. Tal vez había que ver en ello una desconfianza hacia las mujeres, inspirada por la mala conducta de su propia madre. Él insistió en tono afectuoso:
—¡Vamos muchacho, bebe un trago! No eres una frágil damisela, a pesar de todo. Vamos, me haces un feo a mí, tu padre, pues soy yo quien te lo ofrezco. Se creerán que no bebes para ahorrarme el gubilete. ¡Van a creer que soy un tacaño!
Géraud aceptó de mala gana.
* * *
Al contrario, Mortabeuf, aliviado por no haber tenido que gastarse sus monedas, vació el vaso de un trago y se lo tendió al posadero para que se lo rellenara de nuevo. Chasqueando la lengua dijo en un tono bastante satisfecho:
—Por fin… hay algo bueno, a pesar de todo, digo yo. El señor Jean está ahora del todo convencido de que hay que pedir ayuda al barón Herbert. No habrá tenido que ser fácil.
—Sin duda —aprobó Nicol Paillet.
El posadero Limace lanzó una mirada discreta a Géraud Paillet con su rostro largo como un día sin pan e inquirió:
—¿No estás de acuerdo, muchacho?
—Sí, sí lo estoy. Hay que deshacerse de la… en fin, ¡no podemos continuar de este modo!
—Oh, estoy completamente seguro de que volverá a aparecer con el barón Herbert en los alrededores —afirmó su padre.
Todos asintieron.
—A propósito, señor Lubin, ¿cuándo volveréis a Chartres? Tengo negocios allí. Podríamos ir juntos —propuso Agnan Mortabeuf pensando en que, de aquel modo, compartirían los gastos de comida y de posada.
—Gracias, amigo, pero debo declinar muy a mi pesar. Siempre le alquilo a Lafleur un caballo que sea rápido para no ausentarme más de lo necesario.