Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día
Cuando Jean el Sabio vio a Annette entrar en la casa, supo por su bello rostro devastado que una cosa horrible acababa de suceder. Otra. Se precipitó hacia ella y la abrazó hasta dejarla sin aliento, calmándola con palabras de amor. Ella se soltó sin brusquedad y le tendió la gruesa llave ennegrecida de la choza, diciendo con una voz neutra y lejana que su esposo no reconoció:
—Séraphine. Se ha ahorcado. Mis disculpas, cariño mío… Necesito rezar por ella.
Desesperado por la pena tan apacible de aquella mujer, a quien él amaba por encima de todo, murmuró:
—Hacedlo, amada mía, hacedlo. No sabía que le teníais tanto cariño.
Annette pareció reflexionar y, después, frunciendo el ceño, le sacó del error con una voz extraña:
—No… Sin embargo, ya sabéis, es demasiado injusto. Esto no se puede consentir.
Entonces subió, con el alma desesperada, hacia la minúscula capilla contigua a su alcoba.
* * *
Jean se quedó en la amplia sala, mirando fijamente las largas llamas que lamían la leña del hogar. Esperaba, sin saber qué. Cuando la ligera mano de Annette se posó en su nuca, él no habría sabido decir cuánto tiempo llevaba sentado ni dónde se habían perdido sus pensamientos. Oyó el largo suspiro de su esposa. Un suspiro ni de abatimiento ni de resignación. Más bien de aquellos que lanzamos una vez que hemos decidido hacer un esfuerzo. Asombrado, giró la cabeza hacia ella. En el rostro encantador, en el que se dibujaban dos surcos más pálidos por las lágrimas, se leía toda la determinación del mundo. Ella declaró con voz calmada, neutral:
—Hay que avisar al consejo del pueblo. Descolgar… el desgraciado cadáver de Séraphine… Proceder a su aseo. Quiero que sea enterrada en tierra sagrada y que su ataúd sea bendecido.
—Querida mía… se trata de un suicidio.
Ella insistió y él se preguntó si acaso ella no le había escuchado:
—El padre Henri está… ya no está, tenemos que ir a buscar al capellán de la baronesa.
—Cariño mío…
En la mano de su esposa, que tenía aferrada a su hombro, Jean el Sabio notó que ella luchaba por controlar un ataque de nervios y que el hecho de que se le evitara a Séraphine aquel último ultraje se había convertido en lo más importante para ella. Él decidió que aquella compasión era también una de las razones por las que todos le querían. De todos modos, Dios juzgaría. Jean cedió:
—En ese caso, nadie debe saber que se ha ahorcado.
—El hombre del puesto de ollas y marmitas… justo al lado de su casa… Él la vio…
—¿Gilbert? Oh, es un imbécil. Lo único que logra abrirse camino en su mente es el dinero. Unas monedas deberían arreglar su testimonio.
Ella se inclinó y rozó sus labios con un beso, susurrando:
—Muchas gracias, amigo mío… Muchas gracias.
Jean se levantó y anunció:
—Voy a pedir ayuda a Nicol Paillet, el herrero. Es huraño, pero de confianza y más bien inteligente. No es que dude de Limace o de los otros, pero conozco a Paillet desde hace siglos. Descolgaremos el cuerpo de la pobre Séraphine y él deberá estar en condiciones de recomendar a una o dos mujeres de confianza para el aseo mortuorio. Con unas cuantas monedas olvidarán haber visto la marca dejada por la cuerda alrededor del cuello de la difunta. Sellaremos el ataúd lo más rápido posible y afirmaremos haber actuado por el interés común, porque… porque… sus carnes martirizadas por la bestia no eran más que purulencia y se descomponían de un modo horrible.
Ella le estrechó contra sí hasta dejarle sin aliento y le cubrió el rostro de pequeños besos nerviosos, susurrando:
—No creáis que esa mentira que hacéis por amor a mí es pecado. Lo que al contrario demuestra cuán magnífica alma caritativa tenéis. Os amo, mi Jean.
* * *
La emoción recíproca que sentían fue interrumpida por la entrada de Muguette. La vieja sirvienta dijo con voz tensa:
—Señor, señora, hay ahí… dos hombres de la baronesa, por lo que he entendido. Desean tener el honor de conversar con vos… Eso me han dicho. Uno de ellos… es ese… bárbaro inmenso… Todo de barba y cabellos… Espantoso, si queréis mi opinión… Al otro nunca le había visto. Parece un joven clérigo por su pequeña tonsura.
Una fugaz inquietud ensombreció el rostro de Jean Lemercier, que dijo:
—Querida… sin duda es preferible que os ahorréis este… encuentro que yo no puedo declinar. Muguette, hazles pasar.
Annette desapareció por el pasillo que conducía a la escalera de su alcoba.
Jean avanzó hasta la mitad de la gran sala. Cuando los dos visitantes entraron, pensó en la pertinencia de la descripción. Por lo demás, él nunca habría autorizado la entrada en su casa a aquella montaña de músculos y de cabellos largos y rizados, que llevaba una daga afilada en su cinturón, si no hubiese sabido de parte de quién venía.
Tras un saludo, el gigante le tendió una misiva explicándole:
—Mi señora os presenta sus disculpas por nuestra intrusión. El tiempo apremia.
Jean el Sabio hizo saltar los dos sellos de lacre y leyó el corto mensaje:
Estimado Jean:
Espero que tengáis a bien perdonarme por la visita inesperada de mis hombres. La urgencia de las circunstancias me ha obligado a esta falta de cortesía. El señor Druon es mi nuevo médico. En cuanto a Léon, mi hombre de confianza, ya le conocéis. Os estaré por tanto muy agradecida por ayudarles en sus esfuerzos, cuyo único objetivo es la protección de nuestro pueblo.
Vuestra atenta señora: Béatrice d’Antigny
La carta, de una cortesía impecable, no sorprendió a Jean Lemercier. La baronesa Béatrice no pedía ayuda, la exigía. Él dudó. ¿Debía recibir a sus visitantes con un gubilete de vino o informarse de inmediato sobre sus peticiones? La intervención del joven médico le dispensó de tener que elegir:
—Señor Jean, en primer lugar aceptad nuestras disculpas por esta intrusión tan grosera. No veáis en ella más que la muestra de la preocupación que por vosotros tiene vuestra señora.
Con una voz cuya distinción siguió sorprendiendo a Jean Lemercier, quien antes le habría atribuido la torpeza de lengua habitual en los soldados, el gigante añadió:
—Mi joven compañero tiene razón. Os suplicamos que no penséis que mi señora se aleja de vosotros, de los dramas que os afectan. Todo lo contrario, ella los hace suyos. No os abandonará y luchará hasta que esa… cosa sea crucificada a las puertas de la iglesia. Esa es la razón por la que ha… deseado el servicio de maese Druon, un médico de deslumbrante reputación, un aesculapius[190].
Druon no mostró su sorpresa por la última frase de Léon. De aquel modo se convertía en un personaje célebre del cual un poderoso «deseaba» su ayuda, mientras que la cuerda para ahorcarle le esperaba en un rincón del castillo.
—Vuestro discurso me alivia, señor. No obstante, nunca he dudado del cuidado que nuestra señora toma de nuestros problemas —replicó Jean el Sabio—. Dicho lo cual, y si me permiten… ¿en qué puede un médico…?
—Es que mis… métodos difieren en gran medida de lo de mis comprofesores —dijo Druon yéndose por las ramas.
—Me tranquiliza mucho recibiros, maese, ya que alguien necesita de vuestro arte en este momento…
Jean bajó la mirada antes de continuar con un laborioso susurro:
—Ha habido otra víctima esta noche. Ha sido horriblemente mutilada. Es el tonelero, Alphonse Portechape. Nuestro apoticario le ha curado como mejor ha podido, le ha refugiado en su despensa de la planta alta, pero la atención de un médico tal vez haría que ese pobre hombre sobreviviese, ya que se encuentra muy mal.
—¡Qué decís! —exclamó Léon.
—Más bajo, señor. Pocos de entre nosotros estamos al corriente… Estamos ya al borde del pánico… Es inútil…
—Tenéis mucha razón —aprobó Druon de Brévaux.
Jean Lemercier inspiró profundamente y susurró:
—Lo peor está aún por llegar, señores, porque, verán, Alphonse Portechape nos ha confiado cosas horribles. He de precisar que estaba en sus cabales y que sus palabras no estuvieron inspiradas por el delirio provocado por la fiebre.
Jean hizo una pausa y Druon se percató de que lo siguiente sería, en efecto, terrible. Él le animó:
—Por favor, señor Jean, ¿qué eran?
—¡Dios nos guarde, señores! Hay… Hay… Portechape es categórico y lo ha repetido en varias ocasiones… Hay dos… criaturas, ¡enormes y demoníacas!
—Señor Jesús —farfulló Léon santiguándose.
—¿Demoníacas, decís? —señaló Druon.
—Así es, y creed bien que he vacilado mucho antes de rendirme a esta explicación, la cual juzgaba inspirada por… la superstición y el pánico. Sin embargo, la descripción de Portechape despeja mi mente de cualquier duda.
—¿Cuál es esa descripción? Os lo ruego. Que sea lo más detallada posible. Después iremos a visitar a ese pobre hombre.
Jean obedeció y relató escrupulosamente lo que dijo el tonelero. Cuando el mercero terminó, Druon inquirió:
—¿A ese Alphonse se le conoce por sus exageraciones?
—No. Su codicia y sus pocos escrúpulos son notorios, así como la mala forma que tiene de tratar a su mujer, sus hijos y sus aprendices. No obstante, nunca me han dicho que se dedique a contar patrañas.
—Muy bien. Vayamos a visitarle. Si puedo completar los remedios de vuestro apoticario, me emplearé en ello. Señor Jean, después nos gustaría interrogar a esa mujer, la que fue atacada también, una tal Séraphine, una tintorera.
El rostro ya deshecho del mercero se crispó al escuchar la mención. Él respondió con voz débil:
—Es imposible. Acaba de fallecer.
—¿A causa de las heridas? No obstante he oído decir que se había repuesto a pesar de la desfiguración —intervino Léon.
—Es lo que todos creíamos, de hecho. Pero… mi esposa, que es la compasión encarnada, que pasaba a ver cómo se encontraba… la ha hallado hace un momento, muerta sobre su camastro —mintió el mercero—. Seguramente de una dolencia del corazón. Su experiencia había sido terrible y ella había cambiado tanto, encerrándose en sí misma.
Algo, un cambio sutil en la actitud del jefe del pueblo, alertó a Druon, que se limitó a decir:
—¿De verdad?
—Así es. Sabed, maese, que me siento terriblemente avergonzado por ello.
—¿A qué os referís?
—Ella me había elegido como único confidente, justo después de que le atacara la… cosa. Yo dudé de su palabra. La tomé por una charlatana o una descabezada, con la mente perturbada por su horrible aventura. No llegaba a creer que una mujer pudiera escapar de aquello que había masacrado a hombres jóvenes, algunos de ellos armados. No obstante, salvo en algunos detalles, seguramente debidos al pánico, el relato de Séraphine guarda parecido con las afirmaciones de Alphonse. Excepto por la presencia de dos criaturas terroríficas, en este último caso.
—Desearía examinar el cuerpo de esa pobre mujer cuando hayamos terminado con el tonelero.
La boca de Jean el Sabio se crispó y Druon se dio cuenta de que había dado en el clavo, sin saber no obstante qué es lo que acababa de destapar.
—Es que… pensábamos darle sepultura cuanto antes… Como medida de precaución.
—¿De precaución? ¿Acaso contrajo una enfermedad? Antes vos habéis hablado de una dolencia del corazón.
—Bueno, no lo sabemos exactamente. No obstante, la hirieron de gravedad y temíamos que la difunta… se deteriorase con celeridad.
—Sus heridas, aunque le habían dejado horribles marcas, parecían haber cicatrizado ya —replicó Léon con una voz que dejó al descubierto, a propósito, su desconfianza.
—Como vos sabéis, el proceso de descomposición de la carne no es tan rápido, señor —añadió el joven médico.
Jean el Sabio estaba tan incómodo que Druon casi le compadeció.
* * *
Una voz calmada y firme resonó entonces a sus espaldas.
—¿Señores? Perdonadme, amigo mío, acababa de bajar de nuestra alcoba y he percibido algunos fragmentos de vuestra conversación.
Los dos visitantes se giraron para descubrir a la encantadora, aunque muy pálida, Annette Lemercier, a quien saludaron, esperando escuchar lo que venía a continuación.
—Todo esto es culpa mía… Yo he encontrado antes a Séraphine… Colgada de la viga de su choza. Yo cerré la puerta tras de mí y confié la llave a mi marido. Séraphine… se había vuelto silenciosa, tan distante y extraña. Seguramente el recuerdo monstruoso la había carcomido hasta empujarla a cometer ese acto irreparable.
Las lágrimas inundaron sus hermosos ojos y ella concluyó con voz temblorosa:
—Yo… no podía soportar que su cuerpo no fuese bendecido. Séraphine ha sufrido tanto… Su vida no fue más que reveses y aflicción, incluso antes del ataque…
—Y vuestro esposo entonces ha…
Annette interrumpió al gigante con un gesto.
—Mi esposo no ha hecho más que ceder a mi insistencia y su… atrevimiento es la consecuencia de su amor y de su debilidad hacia mí. No sé si se trata de un crimen o de un pecado. No obstante, de ello asumo toda la responsabilidad.
—Esta explicación me satisface bastante más —admitió Druon—. Vuestra «insistencia», señora, responde a una hermosa compasión que os honra.
—Y además —intervino Léon, pensativo—, el pueblo no tiene sacerdote. ¿Quién puede decidir entonces el destino que debe tener el cuerpo? Desde luego nosotros no. En cuanto al capellán de la baronesa, aquello que ignora no puede perturbarle.
—Decís la verdad, Léon —aprobó Druon—. Vamos entonces a proceder como vos lo habíais planeado, señor Jean, ya que no dudo que hayáis previsto lo que hay que hacer. Primero veamos al tonelero. Después acudiremos a la choza. Más tarde, vos haréis lo que os parezca justo.
Grandes lágrimas de gratitud cayeron de los ojos de Annette, que balbuceó antes de salir de la estancia:
—Dios os bendiga, señores.
—Os estaré eternamente agradecido, maese, señor Léon —declaró Jean el Sabio, visiblemente aliviado.