Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día
Pasaron interminables horas, horas de delirio, de fiebre y de dolores. Lubin Serret velaba a Alphonse Portechape en la despensa de su tienda. Su mujer no le había concedido más que una breve visita, antes de volver para cuidar de los dos pequeños. Además, le parecía al apoticario que la agonía de su esposo no le afectaba más allá de lo acostumbrado.
El cuerpo robusto del tonelero luchó hasta el final contra el avance de la muerte. Poco antes del fin, del descanso eterno, el herido divagó, reviviendo la escena de su lucha. Sudaba, luchando en su pesadilla, farfullando:
—¡Perros inmundos! ¡Os voy a matar! Vamos, ven… ¡Ven pues! ¿Crees que me das miedo…? ¡Bastardos! ¿Y dónde está él, vuestro amo, eh? ¡Dónde está, que voy a meterle la cabeza en el culo y a arrancarle las tripas!
* * *
Entonces Lubin Serret lo comprendió. Portechape había querido hacerse pasar por un valiente. A pesar de las horribles heridas que le roían, había mentido, haciéndose pasar por un héroe, él, que nunca había sido más que un canalla sinvergüenza. ¿Sus monstruos demoníacos? No eran más que enormes perros.
Cuando el moribundo se calló, cuando su respiración pasó a no ser más que un soplido laborioso e ineficaz, Serret tomó una decisión: no sacar del error a Jean el Sabio ni a ninguno de los miembros del consejo. Según su alma y su conciencia, una mujer no podía reinar sobre sus vidas, y menos una hembra que se compinchaba con seres extraños de los que no se sabía de dónde salían. El señor Herbert debía convertirse en su señor. Solo él sería capaz de protegerles. Por lo tanto, si Jean Lemercier tuviese la más mínima duda sobre la naturaleza demoníaca de la criatura, no recurriría al barón por respeto y estúpida lealtad hacia la doncella Béatrice, cuyo lugar estaba en el convento.
* * *
Lubin Serret cogió la sábana enrollada que estaba cerca del colchón y cubrió el cadáver del difunto Portechape.
El apoticario dudó. ¿Debía ir a avisar a Jean el Sabio? Bah, ¿qué importaba ya? Tal como estaba Portechape, ya no corría ningún peligro, y el cansancio debido a la agitada noche atrapó a Lubin. Decidió volver a bajar a la tienda y otorgarse unas horas de descanso, instalado lo más cómodamente posible sobre una silla.