Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día
Cuando bifurcó en la callejuela, las ventanas de la choza de la tintorera, que aún estaban cerradas a pesar de la hora, la alarmaron. Un presentimiento la invadió. Preguntó al vendedor que se adormecía tras su puesto de ollas y marmitas. El hombre, un tal Gilbert, no había visto a Séraphine en toda la mañana y parecía importarle un comino. Cada vez más inquieta, Annelette[186] empujó la puerta de la casa con la palma de la mano. El batiente se abrió, revelando una sala oscura, de techo bastante bajo, que olía a hollín, manteca[187] y queso recalentado. Avanzó algunos pasos. La cesta se le escapó de las manos y la botella de sidra se rompió formando un estrépito que le pareció ensordecedor.
* * *
Un vientre se balanceaba a la altura de su rostro.
Un escalofrío le recorrió el cerebro. Levantó la mirada con lentitud, segura de lo que iba a descubrir. Séraphine, vestida solamente con su camisón, colgada de la viga. Una tristeza infinita, casi desproporcionada, invadió a Annette. Qué pena de aquel rostro abotargado y azulado, de aquella lengua que salía de la boca como si fuese un animal y de aquellos ojos exorbitados mirando fijamente a la muerte.
Qué lástima de la pobreza de aquella habitación maloliente. El suelo de tierra batida… La mesa de madera de mala calidad tan coja que se inclinaba hacia un lado… Dos sillas, de las cuales una tenía el respaldo remendado con un trozo de cuerda… La marmita carcomida de óxido que esperaba en el hogar… La leña amontonada en un rincón a punto de consumirse… Al fondo, colocado contra una pared, un camastro[188] relleno de paja.
El absurdo inventario que estaba haciendo sin querer le sorprendió. ¿Qué? Ella conocía aquella habitación. ¿Y qué? No era la primera vez que veía los signos de la miseria. Cayó de rodillas, sin pensar un instante en la hermosa saya de color azafrán que iba a macular, y rezó por Séraphine con una ternura insospechada.
* * *
Gilbert bramó tras ella:
—Ah… ¡Por los clavos de Cristo! ¿Pero qué…? Vaya, ha muerto Séraphine… Bah, con esa cara hecha trizas tal vez haya sido lo mejor. ¡Un día estamos aquí y al siguiente nos hemos ido! ¡Yo lo que digo es que está mucho mejor donde sea que esté ahora!
Annette se puso en pie, miró de hito en hito al hombre, intentando controlar las ganas de darle una bofetada, y murmuró en un tono dulce:
—¿De verdad? Estoy segura de que ella os cedería su sitio sin rezongar[189].
Él se quedó mirándola un instante, preguntándose qué había querido decir, y después salió sin decir una palabra de la choza, muy contrariado.
Con un gesto mecánico, la joven mujer cogió la llave y cerró con ella la puerta tras de sí. Con la mente vacía, desagradablemente liviana, regresó a pasos lentos hacia la morada Lemercier. Un incomprensible cansancio le hizo sentir muy pesadas sus extremidades.
Una pregunta le daba vueltas en la cabeza: ¿Por qué? ¿Por qué Dios había permitido que Séraphine escapara de la bestia, para abandonarla después hasta tal punto que el suicidio le pareciese mejor que seguir viva? ¿Quedaría maldita por aquella acción imperdonable? No, aquello no podía ser. El Dulce Cordero no podía ahogar más a aquellos que ya habían sufrido tanto. ¡Aquello no podía ser!