Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, aquel mismo día
Jean Lemercier entró en su casa por la puerta reservada a los sirvientes. La idea de que su mirada se cruzase con la de su querida Annette se le hacía insoportable. Ella leería la desesperación y la consternación en su rostro con tanta facilidad como en uno de los libros que tanto le gustaban. Él no podría callarse la verdad por mucho tiempo. Mas tener que confiar a la mujer que tanto amaba que Portechape agonizaba, que no había uno sino dos monstruos y que ahora estaba seguro de que el diablo, o uno de sus poderosos avatares, la había tomado con su pueblo estaba por encima de las fuerzas de Jean el Sabio. Peor, ¿cómo explicarle a la sutil Annette que había decidido suplicarle al barón Herbert que les ayudase?
Bordeó el recodo en el que se había habilitado el retrete[185] para los sirvientes y después la pared de las cocinas. Muguette salía y le miró sorprendida antes de preguntar:
—¿Señor? ¿Os apetece una tisana, un ligero refrigerio?
—No, buena Muguette. Yo… debo enfrascarme en mis libros de cuentas y de pedidos. Que no me molesten. Avisa a mi esposa de que me contentaré con una comida ligera servida en mi estudio. Ruégale que acepte todas mis disculpas por la soledad que de este modo le impongo.
La anciana sirvienta asintió con la cabeza.
* * *
Sexta había pasado hacía tiempo. Annette no se había sorprendido mucho de la ausencia de su marido en la mesa conyugal. Jean trabajaba a menudo durante largas horas en sus cuentas y sus inventarios.
Una sensación vaga, pero insoportable, impedía, sin embargo, que Annette se concentrase en su labor: una limosnera bordada con una delicada guirnalda de rosas minúsculas. Había que reconocerlo, no le apasionaban aquel tipo de ocupaciones. Sin embargo, les reconocía una preciada ventaja: parecer muy ocupada en una labor tan femenina y respetable daba a la dama un buen pretexto para no tener que hablar ni que ocuparse de los demás. La actitud retraída, distante incluso, de Séraphine, le intrigaba. ¡Desde luego, la bestia había mortificado tanto a la pobre mujer! Sin duda alguna, había pasado un miedo más allá de lo imaginable… Pero precisamente, Séraphine era una vocinglera que no tenía pelos en la lengua cuando era necesario. Por eso su silencio a propósito del ataque no parecía normal. Después de todo, ella, una mujer, había escapado de una situación en la que habían perecido hombres, más jóvenes y fuertes.
Annette suspiró. En realidad se había sentido un poco dolida por el desdeño de la tintorera hacia sus presentes: la porción de lomo de cerdo y el generoso trozo de tarta blanca. Y se sintió aún más ofendida cuando se dio cuenta de que Séraphine solo deseaba una cosa: que se marchase. Después de todo, Séraphine, que no era gran cosa a pesar de su valentía y su probidad, debería haberse mostrado halagada porque la mujer del mercero, la muy acaudalada y muy reputada Annette, le hiciera una visita. Sin condescendencia alguna. Además los Lemercier eran burgueses… o casi, y Annette hacía alarde de acabar con la ridícula distancia que todavía les separaba de una casta muy envidiada.
Fuese lo que fuese, los sentimientos de la joven mujer se encontraban entre la ligera vejación y la vaga inquietud. ¿Y si Séraphine había estado profundamente trastornada? ¿Y si en vez de dar gracias al cielo y alegrarse en todo momento por haber escapado, se había hundido en una especie de enfermedad de melancólica? Annette soltó la limosnera con un gesto nervioso. Llamó a Muguette y le pidió que preparase una cesta de inmediato, avisándola de que le haría una breve visita a la pobre mujer.
Para salir de dudas.