Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, en el mismo momento
Druon acababa de comprender lo inverosímil y miraba fijamente a la maga, pasmado. Igraine era una de las últimas descendientes de los druidas y de los magos de los tiempos oscuros y lejanos que todos, o casi todos, habían olvidado. Una especie de fascinación mezclada con una aprensión supersticiosa le invadió.
* * *
Se acordó de una noche, cuando sus sirvientes ya se habían ido hacía tiempo a sus habitaciones bajo las buhardillas o encima de las caballerizas. Su padre había evocado a aquellos seres extraños que poblaban los inmensos bosques y conocían casi todos los secretos de la naturaleza, a la que consideraban una poderosa diosa, benevolente pero capaz de terribles cóleras para quienes le faltaban al respeto. Héluise le había replicado:
—Es una leyenda pagana, padre.
—Claro que no, querida mía. Los druidas, esos magos y magas, desaparecieron y en parte nosotros les hemos ayudado a hacerlo empleando la violencia. Con ellos se fueron sus sorprendentes conocimientos. Algunos aseguran que unos pocos todavía subsisten en el más estricto secreto. Desde entonces, damos palos de ciego, como niños torpes, intentando reinventar lo que ellos sabían desde hacía siglos. ¡Ah, Héluise, Héluise, todas esas pérdidas de sabiduría me desolan! Todos aquellos magníficos hallazgos persas, egipcios, griegos, hebreos, de todas partes… Todos aquellos hombres, aquellas mujeres que, de repente, tuvieron una revelación, un genial destello de clarividencia. Si pudiéramos volver a encontrarlo, ensamblarlo todo, daríamos un salto en el tiempo.
—¿Conocimientos perdidos o voluntariamente borrados? —preguntó ella, estremecida.
—Ambas.
—¿Por qué borrar el conocimiento?
—Porque es poder, porque abre los ojos a los hombres y porque, entonces, se hace mucho más difícil dominarlos, obligarles a obedecer. ¿Por qué crees que no se les enseña ni a las mujeres ni a los pobres? Porque, en el caso contrario, podrían juzgar, comprender que su situación es inicua. Y se rebelarían. Es lo que ocurrirá algún día, pues el conocimiento es como un poderoso arroyo. Si bloqueamos su curso, tarde o temprano, encontrará otro.
* * *
—Médico, ¿me escucháis? —tronó la baronesa.
Druon volvió a la sala. Él dijo yéndose por las ramas:
—Mis disculpas, señora baronesa, reflexionaba. En efecto, yo podría confeccionar cebos aderezados con otros violentos venenos, como el tejo. También podríamos haber recurrido a una sustancia muy rara en nuestras comarcas pero temible, el upas[181]. Una sola flecha untada con ese tóxico es capaz de matar a un búfalo.
—¡Bien, médico, proceded lo antes posible! —ordenó ella de inmediato, impaciente.
—Lo que ocurre, señora, es que si vuestros cebos envenenados han fracasado, ocurrirá lo mismo con los míos. En cuanto al upas, sería necesario atravesar a la bestia con una flecha. Ahora bien, ¿no me habéis dicho que ni vos ni vuestros cazadores la habéis visto jamás, salvo uno de ellos, que estaba aislado y que seguramente fue atacado por sorpresa?
La decepción se leyó en la crispación del hermoso rostro autoritario.
—¿Entonces no habría ningún modo de deshacerse de esa maldita criatura? No puedo creerlo. ¡No puedo creerlo!
—Mi padre, mi maestro, repetía: «Observa, analiza, compara y deduce». Veréis, conviene no dar una explicación sobrenatural más que cuando todas las demás resultan estúpidas.
Léon gritó:
—¡Una sola bestia capaz de masacrar a dos hombres jóvenes armados con cuchillos!
—¿Estabais vos presente en el lugar? ¿Hubo testigos de la escena?
Descontento, el gigante barbudo movió la cabeza en señal de negación. Druon continuó:
—Entonces, ¿cómo podemos afirmar que estaba sola y que está sacada del infierno? En lo que a mí respecta, entre todo lo que habéis contado no encuentro ninguna evidencia.
Léon no se dejó embaucar y lanzó en el mismo tono exasperado:
—¡La estatua de san Ouen destrozada y el crucifijo de plata del padre Henri desaparecido! ¿Cómo una bestia, por muy astuta que fuese, habría podido ser la culpable de tales actos? ¿Y vos no veis nada de sobrenatural en ello?
—¿La estatua? Un ser muy de este mundo puede haberla roto. En cuanto al crucifijo de plata, es un objeto que se puede vender fácilmente. ¿Quién dice que un ladrón de caminos no hubiera descubierto antes el cuerpo del sacerdote?
—¿Y no habría avisado a nadie de su macabro hallazgo?
—No si le tentaba el crucifijo. Algunos detalles me intrigan. ¿Cómo explicar que una criatura, tan maligna y feroz como para despedazar y desfigurar a sus presas, tan poderosa como para atacar a dos vigorosos hombres de un solo golpe, atrapando a uno cuando este intentaba huir, no persigue a una pobre mujer, Séraphine, herida y enredada en sus faldas? ¿Acaso la bestia estaba trastornada? ¿Acaso otra persona llegó al lugar?
Aquella declaración fue recibida con un silencio. Léon, defendiendo siempre su convicción, lo rompió espetando:
—Prefirió devorar a la mula.
—Eso es lo que me extraña —opuso el joven médico.
—¿Eso por qué? —intervino Igraine.
—¿No ha afirmado la baronesa Béatrice antes que tras haber atacado a unas bestias, la… criatura la tomó con los humanos? No destripó al perro de aquel joven pastor, el tal Robert. ¿Puede ser que el sabor del hombre le haya hecho pasar del de los animales?
—Es verdad —admitió el gigante a regañadientes—, no hemos vuelto a tener noticias de ninguna masacre entre los rebaños.
—Entonces, ¿por qué prefirió a aquella mula en lugar de a Séraphine? Decididamente necesito interrogarla y también a ese Gastón el Simplón, cuyo testimonio habéis mencionado.
—Léon os acompañará al pueblo mañana —sentenció la baronesa—. Su presencia debería calmar las reticencias. Vuestro galopín se quedará en el castillo por si las ganas de fugaros os invaden. No dejéis de visitar a Jean Lemercier, conocido como el Sabio. Es un hombre prudente y puede abriros las puertas que, sin él, se cerrarían de golpe. Tiene el respeto y la confianza de todos y disfruta de mi estima.
Ella se puso en pie y de inmediato la imitaron los demás.
—Hemos terminado por esta noche, médico. Léon va a acompañaros a vuestros… aposentos.
* * *
Cuando Léon llegó al umbral de la antesala, Évard Joliet bajaba la escalera de piedra. Él pareció vacilar, juntando las manos con los dedos manchados de tinta de vivos colores, sin saber si debía apartarse para dejar paso a los otros dos o darse prisa en bajar los escalones. Saludó al gigante y lanzó una mirada de curiosidad a Druon, explicando con voz atemorizada:
—Me dirigía a mis aposentos, señor Léon.
—Buenas noches.
—Mil gracias. A vos igualmente —le agradeció el hombre que parecía apenas salido de la adolescencia y a quien fascinó el joven médico.
Druon se percató de que Léon disminuyó la velocidad con el fin de darle tiempo para que se distanciara en la escalera. El hombre de confianza de la baronesa masculló:
—El bibliotecario. También es copista. Tiene buena mano. Es agradable, salvo que siempre parece un ratón que acaba de pillarse la cola en una trampa.
* * *
A su vez descendieron, sin volver a intercambiar una sola palabra. Cuál fue la sorpresa de Druon cuando descubrió a una sonriente Igraine esperándoles delante de la puerta de su cómoda prisión subterránea. Animada, ella le sacó del error:
—No veáis en esto ningún truco de magia, médico. Los gruesos muros de este castillo están surcados de pasadizos que permiten a sus habitantes escapar en caso de invasión enemiga. He olvidado… Debía preveniros… Una mujer a la que conocéis se acerca a vos. Tened cuidado, es tan bella como malévola y decidida.
—¿Pero que…?
—No sé nada más.
La maga dio media vuelta y se alejó a pesar de las protestas de Druon.
Igraine, bastante satisfecha, subió hacia sus aposentos, tomando esta vez las escaleras de la torre. Cuando desembocó en el pasillo que llevaba a sus aposentos, sorprendió a Évrard Joliet, el bibliotecario-copista, en compañía de Sidonie, la joven sirvienta cuya vivacidad de mente había tenido la suerte de agradar a Béatrice, a quien servía ahora. Los dos reían ahogadamente, como personas que han establecido lazos de cordialidad. «¿Más?», se preguntó la maga, animada. Joliet había puesto la mano con los dedos manchados de tinta sobre el brazo de la joven. La pareja se percató de su presencia. La mano del bibliotecario cayó y su rostro se cerró. Apurado, dijo en un tono demasiado indiferente para parecer sincero:
—Dama Igraine… He subido y me he cruzado con Sidonie. Ella le llevaba a nuestra señora el vino caliente para dormir.
Siguiendo su gesto con la mirada, la maga descubrió la pequeña bandeja colocada a ras de suelo en un rincón. Cada vez más animada por la situación y el malestar evidente de Joliet y de Sidonie, aconsejó con su voz de niña pequeña:
—Daos prisa. Se va a enfriar.
Después siguió su camino, reprimiendo una sonrisa.