Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, en el mismo momento
Los golpes, asestados violentamente contra la puerta principal del domicilio, sacaron a Annette Lemercier del sueño poblado de pesadillas en el que había terminado por sumirse. Un poco atemorizada, despertó a su esposo. Jean el Sabio se incorporó de un salto, casi gritando:
—¿Qué ocurre?
—No lo sé, amigo mío. Alguien está llamando a la puerta como un loco.
—Bajo yo.
Aterrorizada, se aferró a su brazo suplicando:
—¡De ninguna manera, os lo prohíbo! Llamad a los sirvientes. Que se armen con lo que puedan encontrar. Yo voy a mirar por la ventana.
Con los pies desnudos, salió disparada y abrió el preciado batiente de vidrio. Se inclinó, vio a un hombre en la noche y preguntó con voz fuerte, la cual esperaba que fuese imperiosa:
—¿Quién va?
El hombre levantó la cabeza. Lubin Serret, el apoticario, suplicó:
—¡Abrid, por el amor de Dios! ¡Abrid pues!
Cuando ella se giró, Jean, en camisón, bajaba ya por la escalera que llevaba al gran recibidor y a la antesala.
Annette dudó. ¿Debía unirse a los dos hombres? Vaciló también cuando su esposo la llamó desde el final de la escalera:
—Bajad, querida, por favor. Ah, Dios mío…
El resto se perdió, seguramente porque Jean entró en la sala.
Ella se puso, sin pensarlo siquiera, una sobrevesta, las bonitas zapatillas de cendal y obedeció.
* * *
Cuando entró en la amplia habitación, Jean servía un gubilete de hidromiel vinoso[180] a su amigo Serret. Annette se hizo la inoportuna reflexión de que nunca había visto un rostro tan ceroso, salvo el de un muerto. El apoticario temblaba tanto que tuvo que llevarse el gubilete a los labios sujetándolo con ambas manos, chocando sus dientes con el reborde. Annette y su marido intercambiaron una mirada en la que se mezclaban el desasosiego y la estupefacción. Transcurrieron algunos instantes que a la joven mujer se le hicieron tan largos como la eternidad. Por fin, Serret declaró con voz de ultratumba:
—¡Hay dos!
—¿Perdón, amigo mío? —inquirió Jean con una voz de la que se había apoderado el pánico.
—¡Hay dos bestias! —gritó el apoticario incorporándose tras tomar impulso, para dejarse caer de nuevo sobre el asiento.
Ahogó un sollozo seco antes de continuar con la voz entrecortada:
—Alphonse Portechape es categórico en este punto. Ha escapado por los pelos… Está gravemente herido, en la cadera sobre todo. En las piernas también… En la parte baja de la espalda… Tiene mordeduras espantosas. Ha llegado arrastrándose hasta mi casa… Le he curado como he podido, le he aplicado cataplasmas de barro sobre las heridas, como se suele hacer… Hay que ir a buscar al médico de Pré-en-Pail como muy pronto antes de mañana. Yo no soy más que apoticario pero el tiempo apremiaba. Sangraba como un buey.
—Jesús bendito —murmuró Annette aferrándose al borde de la mesa.
—Sentaos, querida. Estáis pálida como un espectro.
Ella estuvo a punto de contestarle que él mismo estaba tan blanco que parecía estar vacío de su propia sangre, pero se abstuvo por delicadeza.
Con la boca entreabierta, Jean Lemercier intentaba encontrar las palabras. Por fin, consiguió articular:
—¿Pero… cómo… qué ha dicho?
Serret parecía haber recobrado un poco el control de sí mismo.
—No lo sé exactamente. Deliraba de miedo o de dolor… Ha dicho repetidas veces que eran dos, de gran tamaño, feroces y que chillaban como demonios. Ha añadido que una parecía un poco más pequeña que la otra… Esta se habría contentado con amenazarle. Y después, el pobre Alphonse se ha sumergido en la grata inconsciencia, teniendo en cuenta la gravedad de sus heridas.
—Un demonio macho y un demonio hembra —completó Jean, con la mirada alucinada.
Luchando por recuperar el control de sus nervios, inquirió con una voz opaca:
—¿Sobrevivirá a la noche?
—No podría asegurarlo. Tiene un cuerpo robusto. Sin embargo, las heridas son espantosas.
—Convendría interrogarle cuanto antes.
—Tal como os he dicho, está inconsciente y temo que delire más que otra cosa. En mi opinión, una noche de descanso y de curas debería volver más sensatas sus palabras.
—Sin duda tenéis razón, amigo mío. Me reuniré con vos mañana, después de laudes. Lo ideal sería que otro miembro del consejo del pueblo esté también presente.
—¿Quién?
—No sé. Lafleur o Limace. En otras palabras, uno de los que vivan entre nuestros muros.