XXI

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, en el mismo momento

La baronesa esperó pacientemente el tiempo que tardó una joven sirvienta, muy bonita y que respondía al nombre de Sidonie, en verterles el vino en las copas, un lujo costoso, y en depositar una bandeja de plata cargada de frutos secos, buñuelillos de tuétano[173], empanadillas de frutas, jengibre y canela y mistembecs[174] con miel.

En cuanto desapareció la joven, después de hacer una reverencia, Béatrice d’Antigny retomó su enrevesado relato:

—Según algunos, los… acontecimientos comenzaron tras las siegas del año pasado. Más tarde según otros. Pasó un tiempo hasta que me avisaron de ello. Al principio, los campesinos del lugar creyeron que se trataba de un oso o de un lobo solitario y particularmente audaz[175]… No sin razón, pues las primeras presas que encontraron horriblemente despedazadas, incluso desmembradas, y devoradas, eran carneros y vacas. Se organizaron batidas, se colocaron cebos envenenados, mas sin éxito. Las masacres de animales se multiplicaron hasta la primera víctima humana: un joven pastor llamado Robert a quien ni siquiera su madre reconoció pues le habían desfigurado y hecho pedazos. Encontraron a su perro aterrorizado, con todo el cuerpo tembloroso en un sotobosque cercano. La sangre le había pegado el pelaje. Evidentemente, no la suya. Tal vez la de su amo o la de… la cosa. Se hicieron misas. Sacaron a la estatua de san Ouen, el protector del pueblo. Fue en ese momento cuando la historia llegó a mis oídos, contada por Léon.

Ella tosió y bebió un largo trago del preciado vino. Druon se percató de que le temblaba un poco la mano. Ella se secó el sudor que le perlaba la frente y siguió hablando con aquella hermosa voz ronca:

—Lo confieso de buena gana: primero creí en un enloquecimiento de gente ignorante, como suele ser el caso en los campos remotos… Hasta que apareció la segunda víctima, un joven, llamado Basile, hijo de un campesino que, por lo que sabemos, había decidido pasar la noche al raso en un claro del bosque de Multonne. Encontramos cuatro candeleros no muy lejos de su cadáver terriblemente mutilado y también desfigurado. Poco después, una mujer, una tal Pauline, fue atacada a la caída del día, en la orilla de un bosque. Unas poderosas garras le habían desfigurado el rostro y casi separado la cabeza del cuerpo. Ordené a mis tres cazadores[176], ayudados por Léon y algunos de los hombres más válidos del pueblo, que acorralaran a la… bestia.

—¿Habéis encontrado huellas? —inquirió el médico.

Tras un gesto de la baronesa, el gigante intervino, controlando la cólera de su voz:

—Así es. Huellas de patas sobre todo.

—¿Qué evocan?

—Un oso, pero un oso dos veces más grande que todos los que he visto.

Él alineó las palmas de sus enormes manazas y precisó:

—Poco más anchas que esto.

—¡Carape! Por tanto, se excluye que sea un lobo, ya que no existen especímenes de ese tamaño más que en las historias de terror.

—Está más que excluido que sea un lobo, pues son animales que cazan casi siempre en jaurías y dejan huellas muy localizables. Además tengo buen conocimiento sobre ellos. El terror que inspiran está desprovisto de fundamento. A menos que se vea obligado, un lobo solo no ataca a un hombre. Escapa si tiene la posibilidad. El resto no son más que necedades.

—¿Otros indicios? —insistió Druon.

—Una especie de barrizal cercano a un estanque donde la… criatura debe de ir a descansar. Mucho más extenso que el que cavaría un oso acostado.

—Entonces tenemos a una bestia de tamaño excepcional —concluyó Druon sorprendiéndose de la voracidad de Igraine que, con una sonrisa golosa en los labios, no había dejado de zampar barquillos, buñuelillos y frutos secos desde el comienzo de aquella desconcertante conversación.

—O con… una cosa que no es… de este mundo… —dejó escapar Léon de mala gana.

—¿Demoníaca?

El gigante asintió con la cabeza, bajando la mirada, y murmuró:

—Yo… he dudado mucho antes de llegar a una explicación como esa. He… recorrido el mundo antes de convertirme en leal[177] de la señora Béatrice. Médico, ¡he visto tantas cosas maravillosas y tantas horribles! Si mil veces he sentido la presencia o la voluntad de Dios en las primeras, las segundas se explicaban todas por los vicios que habitan en algunos hombres…

Druon luchó por borrar de su mente la imagen de una hoguera, de un poste en el que habían atado un cadáver envuelto en un lienzo, hasta tal punto que el resto de la confidencia de Léon se perdió:

—… Sin embargo, es evidente que una criatura tan enorme y maléfica no puede ser una voluntad divina…

Con una voz que dejaba ver su turbación y que los otros achacaron al sobrecogimiento, el joven médico preguntó:

—¿Qué ha pasado después?

La baronesa continuó:

—Mis cazadores nunca vieron a la bestia. Tampoco Léon. Llegué a la conclusión de que es muy astuta y que no atacaría a una pequeña tropa… Entonces cometí… un grave error del cual acepto soportar el peso. Separé a mis hombres, creyendo que estaban lo bastante bien armados y curtidos para enfrentarse a una fiera. Encontramos los pedazos de carne y las vísceras de uno de ellos dispersos a lo largo de varias toesas. Habían devorado una parte de su cuerpo.

—La estatua… no olvidéis la estatua, señora —aconsejó Igraine con voz ligera mientras partía dos nueces en el hueco de su mano larga y flaca.

—Es verdad, tienes razón. Poco después de esa… masacre, encontramos la estatua de san Ouen destrozada en medio de la nave de la iglesia del pueblo. Entonces el miedo se transformó en pánico. Todos pidieron protección en el castillo, que, como vos habéis podido constatar a vuestra llegada, está lejos de ser lo suficientemente grande como para acoger a todas mis gentes.

—Como la desgracia detesta la soledad y nunca viene sola, trajo consigo una fiebre pulmonar que mató a varias decenas de niños y ancianos —intervino Igraine, inspeccionando con la mirada la bandeja de plata que estaba terminándose ella sola.

La baronesa Béatrice asintió con un gesto de cabeza vaciando el fondo de su copa para volver a llenarla de inmediato. De nuevo se aclaró la garganta antes de retomarse:

—Los acontecimientos se enredaron en la mente de esa pobre gente, a pesar de la ayuda de Jean Lemercier, apodado el Sabio, el jefe del pueblo, que intenta poner un poco de mesura en las ideas de unos y de otros. Dedujeron que pesaba sobre ellos una espantosa maldición.

—¿Vos no creéis en las maldiciones, señora? —preguntó Druon.

Una vislumbre de diversión se reflejó en los ojos de color azul intenso que le miraban fijamente.

—Claro que no. ¡Me han maldecido tanto, y con tanto fervor, que habría fallecido entre inmundos tormentos hace siglos si funcionasen! No obstante, ¿no estoy muy viva para estar hechizada? Igraine os lo confirmará. Espeté con mi espada a dos de esos miserables hechiceros cuando supe que les habían pagado por hacerme morir carcomida por las pústulas. Ninguno de sus sortilegios, encantamientos o maleficios pudo desviar el filo de mi hoja, que les traspasó el corazón. En cambio, creo haber desalentado así a otros de dirigirme ese tipo… de atenciones.

Igraine parecía estar interesada y añadió:

—Salvo para los crédulos y los abobados, el único poder de esos lanzadores de sortilegios es el terror que inspiran, tan fuerte que sus víctimas enferman con el simple hecho de saberse hechizadas.

Druon recordó una historia que le había contado su padre y la hizo suya, dando las gracias de nuevo a aquel hombre maravilloso que le protegía allá donde se encontrase.

—Estoy de acuerdo con vosotras, señoras mías. Un día curé a una paciente cuyo vientre no se deshinchaba y la hacía retorcerse de dolor. Estaba tan segura de haber sido hechizada que ninguna de mis pociones o embrocaciones[178] la aliviaban. Recurrí a un subterfugio, del que no me siento muy orgulloso porque se trataba de una mentira. Saqué un frasco de agua pura de mi bolsa confirmándole que era agua bendecida por la mano de nuestro Santo Padre Clemente y que ningún sortilegio podía resistirse a ella. Vertí algunas gotas sobre su vientre extendido. Dos días más tarde, se había deshinchado y ella corría como un cabritillo.

—Lo que sí es cierto es que con agua, ya sea bendita o no, no acabaremos con el terror que nos azota —intervino Léon con voz suave—. Ya que la baronesa aún no os ha revelado lo peor, lo que me hace creer que nos enfrentamos a una… cosa sobrenatural y maléfica…

* * *

El ruido seco de las alas de Morgane. El más grande de los perros lebreros se levantó y gruñó en dirección a la puerta. En cuanto al grajo encaramado sobre el hombro de Igraine, abrió su gran pico como si fuese a graznar y después lo cerró sin emitir un solo sonido.

—¿Quién anda ahí? —gritó la baronesa Béatrice.

Léon estaba ya de pie, con la mano colocada sobre la daga, cuya vaina le colgaba del cinturón.

El batiente se abrió con lentitud y el rostro pálido de Julienne d’Antigny apareció en el resquicio. Con su cadencia vacilante, anunció:

—Mi querida hermana… venía a… besaros la frente antes de retirarme a dormir. Del mismo modo deseaba agradeceros… el cuidado constante que me procuráis. Por ello, confío en vuestro… nuevo médico…

—Qué amable por vuestra parte, mi querida hermana —comentó Béatrice sonriendo.

Sin embargo, Druon se percató de su sorpresa y, sobre todo, de la de Igraine, que, con una caricia, calmó los movimientos de cabeza nerviosos de su ave. La joven cuñada trotó hacia la baronesa para rozarle la frente con los labios antes de volver a atravesar de inmediato la sala exageradamente alumbrada.

¿Acaso se trataba de una manifestación de reconocimiento o bien Julienne había intentado escuchar sus conversaciones, olvidando que la hermosa águila y los perros advertirían de inmediato de su presencia? En este último caso, ¿por qué tal interés?

El batiente se cerró tras ella. Unos segundos más tarde, el perro se dejó caer de nuevo sobre el suelo soltando un largo suspiro y el águila guiñó los párpados en la forma en que lo hacen las rapaces: uno detrás del otro.

* * *

—Para volver al comentario que hizo Léon antes… según él, esta amable y singular atención por parte de mi hermana es mala señal —ironizó la baronesa—. Dos hombres jóvenes, Étienne y Anselme, unos pastores de unas quince primaveras, fueron asesinados después. Al atardecer, en la orilla del bosque de Multonne. De la misma forma horrible. Si damos crédito al cuchillo de Étienne encontrado cerca de su pobre cadáver despedazado, él intentó defenderse. Mas sin éxito. El otro, Anselme, intentó huir. Encontraron su fardel destripado, vacío parcialmente de los alimentos que contenía, cerca del primer cadáver. Le atraparon unas toesas más adelante y le masacraron a su vez. Las mordeduras que tenía por todo el cuerpo, particularmente en las piernas y en las caderas, eran espantosas, según unos testigos. Pedí al baile del barón Herbert d’Antigny, François de Galfestan, quien necesita que le empujen el trasero para poder subirse a la silla de montar, que viniese de inmediato, con el permiso de su señor, mi señor feudal y muy querido sobrino político. Que Dios le proteja.

—¿Y qué dedujo el baile? —inquirió Druon interceptando la mirada que intercambiaban la baronesa y Léon.

—Pocas cosas en realidad, y en todo caso apenas más de lo que nosotros ya sabíamos, a pesar de los diez hombres de armas que le escoltaban y que fisgonearon e investigaron por todas partes.

—¿Pero entonces? Perdonad mi insistencia.

—No es necesario. Es precisamente eso lo que espero de vos y de vuestro pillastre, si es que os puede ser de utilidad. Inteligencia y pugnacidad, sin olvidar la valentía y la astucia. Una astucia extrema. ¿Lo que pensó el barrigudo de Galfestan, que seguro que encera la silla de su montura con su costoso calzón nada más que para hacer ostentación? —soltó con maldad—. Bueno, según sus deducciones se trataba de una bestia, probablemente un oso de gran tamaño, especialmente feroz y astuto. Si no era una bestia, entonces había que considerar que fuese obra de Satán, y solo nuestras sinceras oraciones y la llegada de un sacerdote exorcista nos podrían salvar.

—¿Y ese sacerdote encargado del exorcismo?

—Vino poco después, pagado a precio de oro. Aceptó tras muchas súplicas, ruegos y fórmulas de cortesía. Se fue de inmediato. No había cruzado la frontera de mis dominios cuando una tintorera del pueblo fue atacada. Séraphine es una mujer de las que ya no se deja embaucar después de nueve años de matrimonio con un violento soldado, borracho, jugador y mujeriego. Él falleció hace dos primaveras y nadie lo lamenta, por lo que sé. Lo cierto es que nuestra prudente Séraphine se había acostumbrado a ayudarse de un bastón, una especie de vara gruesa de metal, para ir a entregar su trabajo y a recoger otro. Al anochecer, mientras cruzaba los campos, la bestia se abatió sobre ella y su mula de carga. Le debe la vida al relincho de pánico de la buena bestia. Según su testimonio, Séraphine, a pesar de estar alerta, no oyó el sonido de los pasos a la carrera de la inmunda criatura antes de tenerla casi encima.

—¿Entonces todavía vive?

—Desfigurada. La cosa le atacó al rostro y a los brazos. Séraphine la golpeó, la golpeó con todas sus fuerzas con la ayuda de su bastón de metal a pesar de la sangre que le caía en los ojos, cegándola. Sacó fuerzas de flaqueza para huir a toda prisa. Curiosamente, la cosa no intentó perseguirla, al contrario que al joven Anselme que he mencionado antes. En cambio, la mula fue hecha pedazos, medio devorada, con un salvajismo poco común.

—Señora, será necesario que la interrogue, con vuestro permiso.

—Me hubiera decepcionado que no formulaseis esa petición —aprobó la baronesa—. No obstante, parece que ella se niega a abrirse. No ha hablado más que con Jean Lemercier.

Igraine se terminó el barquillo con glotonería y completó:

—En otras palabras, bajo mi punto de vista la bestia no es una emanación diabólica, ¡pues una mujer, desde luego poco dúctil si tenemos en cuenta su vida, pudo resistirse a ella!

—¿Entonces cómo explicáis vos que unos hombres jóvenes y vigorosos hayan perecido a causa de sus golpes? —intervino Léon en un tono agresivo.

—El miedo, ¿qué si no? Ese miedo que parece os corta las piernas y os impide hacer frente. Ese miedo abyecto que os ahoga y os ablanda el interior porque creéis en lo más profundo de vuestra alma que el mismísimo diablo o una de sus poderosas encarnaciones se ensaña con vos. ¡El miedo es tan poderoso! Es un arma imparable para quien sabe infundirlo. No es que atribuya a esa… cosa… bestia la inteligencia necesaria como para urdir un plan como ese. Sin embargo, lo cierto es que aterroriza. En el fondo, la supervivencia de Séraphine me parece un buen motivo de alegría. ¡Demuestra que la bestia no es invencible!

—¡Igraine! —la llamó al orden la baronesa—. Eso es lo que tuvo la desgracia, o el poco juicio, de pensar nuestro buen sacerdote Henri. Sin duda un hombre santo…

—… Pero que, para su desgracia, apenas había alcanzado el raciocinio divino —terminó de decir Igraine con una sonrisa radiante—. En pocas palabras, ¡era tan tonto que se tragaba hasta sus propios cirios!

—¡Vamos, Igraine! —espetó la baronesa—. Un poco de respeto, ¡es una orden!

—¿Qué? —se quejó la maga—. Era un memo. Desde luego también era bueno y se desvivía por sus feligreses, pero era tonto. Es la verdad. ¡Y no por poder recitar de memoria un salterio y los Evangelios en latín se tiene más sentido común! Y menos alguien que creía que el paraíso está todavía en la tierra y que basta con blandir un crucifijo para que las peores cosas se desvanezcan. Si fuese así de… sencillo, aplicaríamos la misma receta siempre y con éxito. Pero ese no es el caso, ni mucho menos. Debemos reconocerlo.

Druon notó cómo la cólera crecía en Béatrice d’Antigny. Fue Léon quien la tranquilizó.

—Igraine también me encoleriza a mí a veces, señora baronesa. Sin embargo, no se equivoca, aunque sus propósitos sarcásticos hagan que se me erice la piel. El resultado de la llegada del exorcista no fue más que moco de pavo y nuestro buen Henri, a pesar de su frasco de agua bendita, de su hermoso crucifijo de plata, de sus pies desnudos en señal de penitencia y de los cánticos que le levantaba el corazón de júbilo consiguió que se ensañaran de forma espantosa con él, desfigurándolo y sacándole las vísceras. Además, nunca encontramos el crucifijo de plata, ¡es sin duda la marca del diablo!

—¿Acaso dudáis de Dios, señora? —preguntó, inquieto, Druon a Igraine.

Fulminándole con su mirada amarillenta, ella replicó en un tono violento:

—¿Acaso estáis vos tan loco como para creer por un solo instante semejante pamplina? Conozco a Dios infinitamente mejor que vos. En otras palabras, muy poco, por lo que veo. Pero ¿qué creéis, médico? ¿Que Dios posee un gran libro en el que traza con su pluma los pequeños detalles sin importancia de nuestras vidas con el fin de velar por ellas personalmente, él o sus ángeles? ¿Sin dar abasto, aquí y allí, perdiendo la cabeza por las verrugas en la cara de los hijos de fulano, por el quinto embarazo de mengana o por lo que ha ganado el tío zutano jugando a los dados? ¿Pero por quién tomáis a Dios? ¿Por una ama de cría[179] encargada de lavar vuestras mantillas?

—Señora, sin duda vuestra grosería es…

—No, señor, sois vos el vulgar por rebajar la infinita complejidad de la Creación, que apenas vislumbramos, a una mera labor de…

—¡Es suficiente, Igraine! —gritó la baronesa—. Discutiréis sobre teología más tarde.

—Mis disculpas, señora baronesa. Mi entusiasmo habitual es censurable.

—Aparte de vuestras rondas, vuestros cazadores, el baile y sus hombres y el sacerdote exorcista, ¿qué habéis intentado, señora? —inquirió Druon.

—¡Todo! Los métodos más utilizados para acabar con una fiera, por astuta que sea. Los venenos habituales, como el acónito. Incluso sacrifiqué una de las preciadas vidrieras de la biblioteca, que os tendré que mandar a visitar si no os mato antes, puesto que estoy bastante orgullosa de ella. Machacamos el vidrio para meter ese polvo mortal en un pernil de ciervo. Tres días más tarde, encontramos un lobo con el hocico manchado de sangre. Había devorado el cebo y se había vaciado por dentro. Léon entonces supuso que la… bestia no atacaba más que a presas vivas. Hice cavar una amplia fosa, con el fondo erizado de estacas, en un claro del bosque de Multonne. La recubrimos con delgados ramajes, hojas y hierba. Atamos justo al lado a una cabra. Cuando nos íbamos, el animal, percatándose de lo que le iba a caer en suerte, baladraba que partía el alma.

—He oído hablar de esa estratagema tan eficaz que se emplea a menudo en la lejana África.

—Así es. Cuando regresamos a mediodía del día siguiente, no quedaba gran cosa de la cabra, excepto algunos mechones de pelo enrojecidos por la sangre, huesos y pezuñas.

—¿Y la fosa?

—La habían descubierto como para burlarse de nosotros. No había nada en el interior.

—¡Lo que os digo: es el diablo! —gritó el gigante.

—¡Léon! —le llamó al orden con sequedad la baronesa Béatrice—. ¡No te comportes como un crío! ¡Si de veras es el diablo, yo le desafío en este mismo instante a que tenga el descaro de venir a matarme a mi alcoba! Le espero.

El hombre grande se santiguó con gesto de pánico en el rostro, gimiendo:

—No, no…

—¡Qué se atreva!

Druon se esforzó por poner un poco de calma dirigiéndose a Igraine:

—¿Qué opináis, señora?

—Oh, las fuerzas maléficas existen, sin lugar a dudas. Las llamamos «diablo» o «demonios» por simplificación. ¿Están desde siempre en nosotros, esperando un fallo, una debilidad para manifestarse o tal vez esperan fuera de la brecha que les permitirá infiltrarse? Lo ignoro. ¿Están en marcha aquí y ahora? Una vez más, no lo sé.

—¿No sois una especie de…?

—Maga. Soy maga. Y gracias a ello todavía sigues vivo. Dicho lo cual… los dioses antiguos retroceden, dejando paso al nuevo Dios. Sin embargo, ellos eran mucho más locuaces con sus intermediarios, nosotros, los magos.

—¡Vos sois… pagana! —exclamó el médico.

Igraine alzó las cejas y los hombros con un aire de consternación.

—¡Qué pocas luces! ¿No os dais cuenta de que es lo mismo? ¡Solo cambian las interpretaciones de los hombres! Antes, hace muchísimo tiempo, las cosas eran a la vez más simples y más complejas. Pues los dioses también mienten y persiguen sus propios intereses. Conviene saberlo para poder discernir entre lo verdadero y lo falso, para no equivocarnos.