XX

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, en el mismo momento

Una silueta arropada, con la capucha de su maltrecho mantel caída sobre el rostro, se deslizó por la callejuela que llamaban de los Jouvenceaux[172], situada al principio del pueblo y, por tanto, propicia para los encuentros furtivos de los más jóvenes del lugar.

Disimulando su candelero bajo los faldones de su vestimenta para no delatar su presencia, reparó en el cartel del Fringant Limaçon. Sigilosamente, bordeó la posada desde donde estallaban risas que no tenían nada de sobrias. De repente, la puerta se abrió. La silueta se pegó a la pared, sin apenas atreverse a respirar. El cliente, de sobra achispado como para preocuparse de otra cosa más que de mantenerse en pie, ni siquiera la vio. Se bajó las calzas y orinó en el canal central, gruñendo porque se salpicaba los zapatos. Tambaleándose y subiéndose los calzones, volvió a entrar en la tasca. La silueta aguzó el oído y después continuó avanzando.

* * *

Detrás del establecimiento se alzaba una especie de cabaña inestable en la que el posadero Limace guardaba las botellas vacías, los sacos de harina y las libras de tocino. La silueta empujó el batiente y descubrió su candelero. Tal como esperaba, Gastón el Simplón roncaba tan fuerte como un cerdo. La silueta se acercó al camastro sobre el que había ido a parar, se quitó la capucha y le sacudió sin miramientos. El idiota acabó por abrir los párpados. Tras unos instantes de incomprensión, debidos tanto a la embriaguez como al sueño, farfulló al mismo tiempo que su pobre mente buscaba con dificultad las palabras:

—¿Séraphine? Pero ¿a qué vienes…?

—¡Chitón! Espabílate, tengo poco tiempo. Háblame de la bestia, la de la luna llena.

—Eh… bueno…

—Te ofrezco una botella y no de vino peleón.

La tentadora oferta surtió efecto y Gastón se incorporó sobre su jergón.