XIX

Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306, en el mismo momento

Léon encontró a Julienne d’Antigny en la biblioteca. ¿Leía o charlaba en compañía de Évrard Joliet[161], el bibliotecario-copista de la baronesa, que tan buena mano tenía para ser laico? En el fondo, Léon comprendía la necesidad de la joven de estar acompañada y la compadecía un poco, aunque le exasperaba que fuese tan quejicosa. La muerte de su hermano Hugues, tres años atrás, no le había afectado demasiado ya que él se preocupaba poco por ella de tan fascinado y enamorado que estaba de Béatrice. En cambio, aquella muerte brutal, un accidente de caza, la había dejado aún más sola que antes. Ella era la última que quedaba de su linaje directo. Julienne, de veinticinco años, una edad ya avanzada para una doncella, seguía siendo niña, de escasos bienes, corta de ingenio, poco agraciada y ya no había ninguna posibilidad de que encontrara esposo.

—Señora, la baronesa, mi señora, os pide que le otorguéis el placer de vuestra presencia —mintió el gigante barbudo añadiendo para sí mismo: «¡y más te vale que obedezcas porque está de un humor de perros!».

—Es que no me encuentro muy… bien, Léon —se quejó la mujer lanzando una mirada desesperada al bibliotecario.

Este se vio obligado a insistir, aunque con prudencia:

—Es cierto, señor Léon, la señora Julienne tirita de debilidad desde esta mañana.

Volviéndose hacia la chimenea, añadió:

—Mirad, hemos tenido que encender un fuego a pesar del calor del día a causa del frío que le recorre los huesos.

Léon se fijó en Évard. Joliet armonizaba con su apellido. Algo rollizo sin estar rechoncho, de estatura media, maneras dulces y afables, tenía un rostro agradable de adolescente, aunque había sobrepasado la treintena. El fino plumaje rubio que le cubría la cabeza, sus grandes ojos de color azul pálido y su nariz menuda le hacían parecer un polluelo asustado. Seguramente él también se aburría como una ostra, ya que la lectura nunca había sido la pasión de la baronesa y mucho menos la de su marido antes que ella. La biblioteca fue concebida y enriquecida con amor por la difunta madre del barón Hugues, una hermosa y buena dama que había soportado sin quejarse la tristeza del matrimonio impuesto con un hombre a quien apenas veía, salvo para hacerle tres hijos y vendarle las heridas. Por lo tanto, se refugió en los libros y en la erudición. Por respeto a su memoria, su hijo había conservado su tesoro y Béatrice había tomado el relevo.

Como se compadecía de los dos un poco, el gigante barbudo respondió con una voz más amena que la que tenía reservada para otros:

—Creedme cuando os digo que nuestra señora se preocupa mucho por el estado de salud de su querida hermana política. Y por esa razón desea vivamente que os reunáis con ella.

Julienne d’Antigny se percató de la insistencia bajo la cortesía y después de lanzar otra triste mirada a Évrard, se levantó de mala gana, temblando.

* * *

Sin desvelar nada de los secretos que sabía, y que entonces jugaban a su favor, Druon narró a la baronesa Béatrice algunas anécdotas en las que la ciencia había arrancado a los enfermos de las garras de la muerte. Anécdotas sacadas todas de los recuerdos de su padre. Así, proscribió la limpieza de heridas con vino mezclado con miel[162], con o sin aromatizantes, prefiriendo en su lugar el alcohol de vino o el vino muy agrio. En efecto, el dolor era atenazante, pero el paciente se reponía mucho mejor de su infección a través de un mecanismo muy extraño. Al contrario que todos sus comprofesores, desdeñaba las sangrías, pues se había percatado de que estas, sobre todo, debilitaban al enfermo. A los sujetos con exceso de sangre[163], en vez de vaciarles de ella, él prescribía una dieta[164] dando más importancia a las verduras, las frutas y las carnes blancas. En cuanto a los emplastos de barro y paja sobre las heridas supurantes[165], les tenía un gran recelo.

Una preocupación le asaltó mientras componía la trama. ¿Aquella Julienne estaba enferma? ¿Acaso la baronesa les había perdonado la vida solo para que él la curase? Si, gracias a las enseñanzas de su padre, él era más erudito que todos los médicos y doctores del reino juntos, era solo en cuanto a conocimiento teórico. ¿Qué había curado hasta entonces, aparte de una fiebre primaveral a Jehan Fauvel, y gracias una vez más a sus indicaciones? Y, sobre todo, ¿qué había diagnosticado? En efecto, vendar la herida de Huguelin había sido fácil. En cambio, deducir la enfermedad a partir de sus síntomas era algo muy diferente. Hizo un esfuerzo por mantener la calma y conservar una cadencia pausada y casi perentoria. Sin embargo, notó que el sudor le brotaba en las sienes.

La baronesa Béatrice le escuchaba con el torso ligeramente inclinado hacia él y el rostro impávido.

El regreso del gigante Léon puso fin al monólogo del joven. Le acompañaba una mujer joven de baja estatura, bastante metida en carnes, de rostro muy pálido y un poco abotargado.

—Julienne, por fin… Es muy amable por vuestra parte que os hayáis unido a nosotros —dijo la baronesa con acritud—. Este hombre que veis afirma ser un gran médico y os debería hacer mejorar. Al menos eso espero de él.

Tras una sonrisa vagamente de disgusto, vagamente forzada, la mujer aún joven declaró con un tono inseguro, como si buscase las palabras:

—Hermana mía… por favor, sois tan buena conmigo. Todos los remedios que me han obligado a tomar hasta… ahora no han hecho más que trastornarme… eh… el cuerpo y hacerme vomitar como una bestia.

Volviéndose de nuevo hacia el médico, la baronesa explicó sin emoción:

—Mi hermana política, Julienne, padece desde hace años…

Una sonrisa fría estiró sus labios y exclamó:

—No, os vamos a poner a prueba de inmediato. ¿Qué padece? Puesto que después de muchos errores de diagnóstico y cuentos de todo tipo, un médico menos necio que sus semejantes acabó por descubrirlo, mas no fue capaz de curarla. ¡Vamos, señor, estoy esperando!

Él se dio cuenta de que había pasado a llamarle de vos. Una señal de respeto que no le tranquilizó.

—Señora, ¿puedo hablar con vuestra hermana?

—Hacedlo.

Julienne d’Antigny se mantenía recta y retrocedió ligeramente cuando Druon le cogió las manos, mientras lanzaba una mirada inquieta al águila que seguía cada uno de sus gestos. La piel de la dama Julienne estaba fresca y seca. Llevaba una sobrevesta de espesa lana, sobre una amplia saya puesta sobre la camisa, sin cinturón y cuyo cuello subía hasta la mitad del cuello, un corte poco frecuente. Druon observó que llevaba mucha ropa de abrigo para la estación en la que se encontraban y el calor que hacía en la sala. La mirada del joven médico cayó sobre la tira de lino que le rodeaba la garganta y que disimulaba parte de la zona alta del cuello. Retuvo un suspiro de alivio que le vino, dando gracias en su fuero interno a esos a quienes la baronesa había llamado «necios».

—Señora, ¿vuestro… hombre podría dejarnos algunos minutos? Mi pregunta, por recato, no debe ser escuchada más que por personas del género femenino.

—Léon, déjanos. No te alejes mucho de la puerta.

Druon, dirigiéndose a Julienne, le advirtió:

—Comprended, señora, que no deseo ocasionaros ninguna molestia, pero un médico debe examinar ciertas… funciones que habitualmente se guardan con gran discreción.

Se dio cuenta de que ella no entendía a dónde quería llegar y continuó:

—¿Habéis observado quizás que vuestras menstruaciones se han vuelto más abundantes y también irregulares?

El rostro un poco grueso palideció aún más y ella se limitó a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Vuestra abrigada vestimenta indica que tenéis frío todo el tiempo?

—En efecto, señor… tirito. Tengo… escalofríos.

—¿Podríais quitaros esta compresa? Os lo ruego.

Ella obedeció sin entusiasmo. Druon distinguió la hinchazón de las caras laterales del cuello y declaró al palpar la tira de tejido:

—El bocio. En efecto, pamplinas, señora. El polvo de cabeza de víbora cosido entre dos trozos de lino, aunque sea un remedio muy practicado, no ayudará mucho más a vuestra hermana política que las vísceras de un cordero recién destripado aplicadas hasta que se enfríen[166].

—También me han frotado el garguero con… eh… como… un polvo infecto que me obligaron a tragar —se quejó Julienne.

—Vuestra dificultad para encontrar las palabras más simples, esa especie de confusión contra la cual lucháis, ese frío que os recorre, incluso en verano, son también signos evocadores. En cuanto al polvo del que habláis, es alumbre mezclado con una esponja y con ceniza de hueso de sepia, el remedio más sensato.

—¿Y qué proponéis? —intervino la baronesa.

—Una medicación muy simple y muy eficaz. Tendréis, sin embargo, que mandar a un jinete a buscarlo. No se observan nunca casos de bocio en las regiones cercanas al océano. Por lo tanto se deduce que un… elemento marino lo contrarresta. He probado el varec[167] en polvo, pero en cantidades muy modestas, ya que parece que un exceso puede amplificar, por el contrario, los síntomas.

—¿Y se curará? —se sorprendió la baronesa.

—Así es, y de forma rápida.

Una sonrisa divertida iluminó el bello rostro autoritario. Ella bromeó:

—Médico, querido médico… ¿Debo ver en vuestra promesa una falta de sagacidad? Porque, si su remisión tardase en hacerse notar, las cuerdas para colgaros serían anudadas de inmediato.

A pesar de su admiración por la vivacidad de mente de la baronesa, Druon se habría abofeteado con mucho gusto. Solo un aumento de aplomo, el cual estaba lejos de experimentar, podía sacarle de su torpeza. En un tono docto, espetó:

—¡Es que estoy muy seguro de mi arte, señora baronesa!

—Bien…

Girándose hacia Léon, ordenó:

—Mañana al alba enviarás a un jinete en busca de provisiones de varec. ¡Que no se le ocurra rezagarse en el camino! Él responderá ante mí.

El gigante melenudo movió la cabeza en señal de asentimiento. La baronesa continuó:

—Querida hermana, podéis volver a vuestros aposentos a la espera de vuestra nueva poción. Siento haberos cansado más… Léon, quédate. Igraine, vuelve. Sé que estás detrás del tapiz.

Druon, al igual que Julienne, percibió la orden apenas disfrazada de urbanidad. Ella obedeció tras una breve reverencia, como si se sintiese aliviada por dejar de estar presente ante su imperiosa hermana política.

* * *

Una onda y la mujer alta y morena volvió a aparecer. La baronesa miró con un gesto irritado hacia el fuego que apenas se estaba debilitando y gritó en un tono en el que se percibía la alarma:

—¡Un siervo, un criado, ahora mismo!

Las inmensas alas de Morgane se abrieron. El animal se preparaba para arremeter contra la presa que le señalaría su ama. En tres pasos, Léon fue a la puerta y se desgañitó, transmitiendo la orden:

—¡Holgazanes! ¡Fuego, leña!

Igraine lanzó una mirada insistente pero indescifrable a Druon mientras que un hombre joven, enclenque y descompuesto, entraba a prisa y alimentaba el hogar, con el temor reflejado en el rostro, queriendo desaparecer en cuanto pudiese, curvado como un animal que teme a los golpes.

Con una mano indecisa y lenta, la baronesa Béatrice se secó el sudor de la frente. Fue en ese momento cuando el joven médico se fijó en un detalle que, hasta entonces, no atrajo su atención antes.

Cada vez más tenía la sensación de nadar en medio de un sueño incomprensible, del cual no sabía si se trataba de una pesadilla o de uno de esos delirios desprovistos de sentido que a veces inventa nuestra imaginación nocturna.

El fuego, como liberado, rugía, magnífico y voraz.

Inseguro, Druon inquirió:

—¿Sufrís de un enfriamiento, señora? Os puedo ser de ayuda.

La respuesta le azotó.

—¿Acaso tengo el aspecto de muñeca de salvado y estopa que sufre de cualquier cosa? Yo no soy Julienne. No tengo esas dolencias de mujeres.

—El bocio afecta también a los varones.

—Yo no me desmayo, señor. ¡Hasta cuando me han herido con el estoque me he mantenido en pie!

Una voz de niña pequeña se elevó, la de Igraine:

—Querida señora Béatrice, nadie pone en duda vuestro inmenso coraje, del cual todos hemos sido testigo. No obstante, ciñámonos al hecho… ¿o más exactamente al mito? Esa es la razón por la que él está en este lugar.

Furibunda, la interesada replicó:

—Cien veces he tenido ganas de que te asen, te corten o te ahoguen, ¿por qué nunca me habré decidido a ello?

—Porque vos no podéis arreglároslas sin mí y porque yo no puedo arreglármelas sin vos… De no haber sido por eso, vos ya habría fallecido hace mucho tiempo —llegó la respuesta sagaz.

Curiosamente, y al contrario de lo que Druon había temido, aquella travesura, porque lo era, hizo reventar de risa a la baronesa.

—¡Desde luego, eres irreemplazable! Mi vida sería un aburrimiento insoportable sin ti. Sin embargo, ¡qué irritación me provocas a veces!

—¡Lo mismo digo, señora! Con todo mi amor, mi gratitud, mi fidelidad y mi respeto.

Druon se percató de que aquellas dos mujeres compartían un secreto. Un secreto poderoso y feroz.

* * *

Un silencio se impuso, acompasado por la pesada respiración de la baronesa, que mantenía la boca entreabierta. Por fin se decidió:

—Maese, ¿hace poco nos habéis demostrado estar versado en la abyecta[168] ciencia del enherbolamiento[169]?

—Así es, señora. Como os he dicho, algunas pociones benévolas pueden convertirse en violentos venenos si se aumenta la dosis. Otras son simplemente mortales. De este modo, el tejo no es más que una sustancia extremadamente nociva[170]. No obstante… mi arte consiste en curar y…

—De momento, vuestro arte consiste en obedecerme y, en general, en proteger a las criaturas humanas —rectificó la baronesa en un tono que no admitía discusión alguna.

—Señora baronesa, me temo que estamos dando a nuestro buen médico una idea equivocada de nosotros mismos —intervino Igraine.

—¿Qué sugieres?

—Explicarle de inmediato lo que… en fin, la cosa que queremos envenenar después de numerosas tentativas infructuosas.

—¡Qué mente más despierta la de aquel que le… la… pueda describir! Los testimonios de los escasos supervivientes no tienen sentido. Seguro que el terror les ha hecho perder el juicio. En cuanto a mí, he errado días y noches, sola, o en compañía de Morgane, creyendo que así me convertía en una presa propicia… Nunca vi nada. A su vez, Léon ha recorrido los bosques, a pie, sin ningún arma visible. Nada. Nuestro buen sacerdote, Henri, creyó juicioso imitarnos. A pesar de mi advertencia, se marchó, crucifijo en mano, recitando unos cánticos dedicados a la inmensa gloria de Dios. Encontramos su cadáver ensangrentado, apenas reconocible si no hubiese sido por su hábito, a media legua del pueblo.

—Yo no… —comenzó a decir Druon en medio de tanta incomprensión.

Un imperioso gesto de mano le detuvo. Morgane bajó la cabeza en su dirección y él observó que la valerosa ave descifraba de maravilla el humor de su ama.

La baronesa roja se levantó de su sitial y descendió del estrado. No fue hasta aquel instante cuando Druon se percató de que le sacaba media cabeza, una estatura que muchos hombres no habrían desdeñado.

—Léon, haz que nos sirvan una jarra de buen vino. Que añadan algunos manjares para que no se nos suba a la cabeza. Después únete a nosotros.

Ella invitó con un gesto a Igraine y al médico a que se sentaran alrededor de la larga mesa reservada para las comidas del señor y de sus vasallos más próximos.

—Lo que viene a continuación, médico, os parecerá seguramente delirios de anciana, y sin embargo… Todo es cierto, al menos si le damos crédito a los testimonios más o menos directos. Evitaremos, por supuesto, contaros las elucubraciones de borrachos o de cortos de mente con el fin de no embrollaros. Tenemos un retrasado mental en el pueblo que está protegido por orden mía. Es Gastón, apodado el Simplón, y afirma haber entrevisto… a la… cosa mientras recogía plantas medicinales bajo la luz de la luna llena[171]. No obstante, a veces se le aparece el ángel Gabriel cuando ha tomado unos tragos de más.

Léon se unió a ellos y dejó caer su gruesa masa sobre el banco ocupado ya por Druon, que notó como el asiento basculaba.